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Authors: Frank G. Slaughter

Tags: #Historico

El cartógrafo y el misterio del Al-kemal (11 page)

BOOK: El cartógrafo y el misterio del Al-kemal
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—Con la información que tengo sobre tierras lejanas y el modo de llegar hasta ellas.

—Eres un esclavo —le dijo fríamente doña Leonor—. Todo lo que posees pertenece a tu señor.

—Os equivocáis, señora. Mi cuerpo puede ser esclavizado, pero no mi mente.

Se puso roja.

—Canalla sinvergüenza. ¿Es éste otro de tus trucos?

—Os estoy ofreciendo todo lo que sé sobre mapas y rutas de navegación, o quizás incluso más que esto, a cambio de recuperar mi libertad —explicó Andrea—. Si vos no apreciáis mis conocimientos, otros lo harán.

—¿Es así como nos agradeces que te salváramos del verdugo? —le preguntó doña Leonor irritada—. Le prometí al señor Santorini que nos contarías todo lo que nos pudiera ser de utilidad.

—Efectivamente, señora. De eso se trata —le dijo con toda tranquilidad—. Además, el señor Vallarte afirmó que si yo no hubiera luchado contra la galera mora, vos seríais ahora una esclava del Islam.

Doña Leonor palideció, al tiempo que se mordía el labio inferior entre los dientes.

—Lo que dices es una gran verdad, Hakim —dijo el señor Di Perestrello—, pero ni mi hija ni yo estamos en condiciones de hacer justicia a los conocimientos que puedas tener.

—En ese caso, ¿he de dirigir mi petición al Infante? —preguntó Andrea.

Desde que dejó a fray Mauro y al maestre Jacomé había tenido mucho tiempo para pensar. Cuanto más reflexionaba sobre ello, más convencido estaba de que no se podía conformar pidiendo sólo su libertad, ya que todo lo que sabía sobre el desconocido Oriente y, sobre todo, los trucos que usaban los navegadores árabes, valían mucho más que esto. Era arriesgado, pero si jugaba bien sus cartas, podría llegar a recuperar un puesto de honor en el mundo, especialmente entre aquel grupo de eruditos reunidos en Villa do Infante, y esto sería fundamental para él.

—¿Qué opinas, hija mía? —preguntó don Bartholomeu.

—Hakim tiene toda la razón al recordarme las obligaciones que tenemos para con él —admitió— y he hecho mal amenazándolo como esclavo. Si el príncipe Enrique considera que la información que nos pueda dar merece su libertad, deberíamos concedérsela.

—Gracias, señora —dijo Andrea tranquilamente—. Estaba seguro de que haríais lo que es justo.

Doña Leonor mantuvo la cabeza alta.

—Ahora tienes que irte. Hay trabajo que hacer.

Un poco más tarde, aquella misma mañana, fray Mauro pasó por el patio de la leña donde Andrea estaba preparando las provisiones para el horno. Andrea estaba desnudo de cintura para arriba y el sol le brillaba en la espalda cuando se inclinaba con el hacha.


Buongiorno, frate!
—dijo en italiano, saludando al fraile corpulento.


Benedicamus
—dijo fray Mauro—. Pareces mucho más alegre de lo que normalmente está un esclavo.

—No lo seré por mucho tiempo. Don Bartholomeu va a pedirle una audiencia al Infante para que le cuente lo que he aprendido en mis viajes por todo el mundo. Si Su Excelencia considera que la información que puedo darle merece mi libertad, me la concederá.

—Estás apuntando alto.

—A lo más alto. Ya era difícil ser un esclavo para los moros, pero ser un esclavo entre mis iguales es mucho peor para mi orgullo. Haré todo lo que esté en mi mano para conseguir la libertad.

—Algunas de las mejores mentes están reunidas aquí, en Villa do Infante —le recordó el franciscano—. Pocos conocimientos existen en el mundo que no sepan algunos de ellos y, por lo tanto, el Infante.

—Gracias por la advertencia, hermano —Andrea lo miró fijamente—. ¿Conocen estos hombres un método seguro para que un barco pueda volver a casa desde cualquier punto del mundo?

—Nadie tiene tales conocimientos —exclamó fray Mauro—. Ni siquiera los mejores navegantes del Príncipe.

—Entonces, seré libre —dijo Andrea con gran alegría—. Libre y puede que mucho más.

—¿Más?

—Lo que puedo contar a vuestro Príncipe sobre los países de Oriente y los mapas que podré dibujar para él me valdrán, con toda seguridad, mi libertad. El resto será obra de mi fortuna.

—¿Y de qué fortuna se trata?

—Andrea Bianco era un cartógrafo respetado de Venecia, reconocido por caballeros y doctores de todo el mundo. Recuperaré mi posición.

—Que Dios te conceda lo que pides —dijo el franciscano—, pero te equivocaste al oponerte al maestre Jacomé anoche. Es muy inteligente y tiene gran influencia sobre el Infante.

—¿Iría tan lejos como para persuadir al Infante de que no me concediera la audiencia?

El fraile negó con la cabeza.

—El Infante está deseoso de tener noticias sobre otras tierras, sobre todo de la India y China, que puedan servirle de ayuda para encontrar nuevas rutas que lo lleven a estas tierras. Seguro que analizará tu caso en cuanto regrese, pero te aconsejo que le cuentes todo lo que sabes y que te abandones a su merced.

—El conocimiento sobre tierras lejanas y el modo de ir y volver hasta ellas es lo único que tengo de valor —dijo Andrea con firmeza—, y seré yo el que decida su precio.

—Son muchas las personas que se dirigen al Príncipe diciendo tener información de valor —le advirtió el fraile—. Algunos incluso han intentado pedirle oro por adelantado. Por este motivo el maestre Jacomé desconfiaba de ti anoche.

—Yo diré sólo la verdad. Podéis estar seguro de ello.

—Entonces, esperemos que todo vaya bien. El Infante normalmente concede una audiencia pública sólo a aquellos que dicen tener conocimientos específicos. Es como una especie de juicio, con el maestre Jacomé como inquisidor.

—¿Qué puedo perder? ¿Una libertad que no tengo desde hace ocho años?

—La cabeza, posiblemente.

Andrea sonrió y le dio una palmada en la espalda.

—Bueno, y de todas formas, ¿para qué le sirve la cabeza a un esclavo? Todo lo que necesita es una espalda fuerte y, gracias a las galeras, yo la tengo.

III

La audiencia de Andrea tuvo lugar al día siguiente del regreso del Infante. Llegó a Lagos el día antes de la audiencia en una galera veneciana que salió de Lisboa. La gente del pueblo estaba organizando una fiesta y un baile aquella noche para recibir a su señor, y el pueblo estaba en plenos preparativos cuando Andrea y fray Mauro se presentaron en el hall donde se celebraría la reunión aquella mañana.

El edificio estaba lleno de hombres, muchos de ellos llevaban la túnica que normalmente se ponían los estudiosos. El maestre Jacomé ocupaba uno de los sitios de la mesa que se encontraba sobre el estrado, en la parte principal de la sala. El príncipe Enrique estaba sentado a su lado, y la mesa se encontraba llena de mapas y documentos. El señor Di Perestrello se hallaba en primera fila.

El infante Enrique, alto y de espaldas anchas, tenía más aspecto de inglés que de español o portugués, linaje que había heredado por parte de madre. La esposa de don Juan era hija de John de Gaunt, del que había heredado las buenas cualidades de valeroso inglés que había transmitido a sus hijos, sobre todo al príncipe Enrique. Sus cabellos eran casi rubios, y sus facciones marcadas y claras, así como su mirada; transmitían una gran serenidad interior y honradez.

El gobernador del Algarbe llevaba túnica y mallas negras. El único adorno era una cadena con un medallón que le colgaba del cuello. Nada en él o en sus ropas era ostentoso y, sin embargo, despedía un aire de autoridad real y sinceridad. Andrea se dio cuenta a simple vista de que sentía simpatía por el hombre al que servía como esclavo, pero se endureció ante el evidente encanto del noble para que esto no lo hiciera ablandarse y conformarse con menos de lo que realmente valían sus conocimientos sobre navegación y geografía.

Cuando lo llamaron, hincó una rodilla en el suelo e hizo una reverencia inclinando la cabeza.

—Puedes levantarte —le dijo el Príncipe amablemente.

Este hombre le haría justicia, pensó Andrea, y quizá le concedería la gracia que anhelaba si lograba demostrar que se la merecía, pero nada más.

—Tengo entendido que te llamas El Hakim —dijo el príncipe Enrique.

—Así me pusieron los moros, Vuestra Excelencia, por mis conocimientos de navegación y astronomía.

Se sintió un revuelo de interés entre los presentes.

—¿Dónde aprendiste estas cosas? —le preguntó el príncipe Enrique.

—En Venecia, y también estudié en Padua. En la universidad.

—¿Un moro en Padua? —exclamó el Príncipe—. ¿Cómo es posible?

—No soy moro, mi señor. Mi nombre es Andrea Bianco, ciudadano de Venecia por nacimiento, como lo fue mi padre.

Andrea estaba enfrente del Infante, así que no vio a un hombre que se levantó al final de la sala para observarlo mejor.

—Obviamente es un charlatán, mi señor —exclamó enfadado el maestre Jacomé—. Estamos perdiendo el tiempo.

—Llegado el momento determinaremos si esto es cierto o no —dijo el príncipe Enrique con gentileza, y se volvió hacia Andrea—. Y, ¿cómo terminaste siendo esclavo de los moros?

—En el año 1437 —dijo Andrea—, después de terminar mi primer mapa del mundo, partí con una galera veneciana rumbo al Mar Negro y la ciudad de Trebisonda. Nos atacó un corsario y toda la tripulación murió o fue hecha prisionera.

El maestre Jacomé habló con el Príncipe en voz baja. El Infante asintió con la cabeza.

—¿Era un barco veneciano? —preguntó.

—Sí, mi señor.

La expresión del príncipe Enrique se volvió severa.

—Todos sabemos que los moros no atacan a los barcos venecianos. Yo acabo de llegar en uno desde Lisboa, y el capitán me dijo que pagan un tributo a los corsarios para que no los ataquen.

—Es cierto, señor —admitió Andrea—. Éste era el barco de un turco renegado. Además, tengo motivos para creer que hubo una confabulación contra nosotros.

El príncipe Enrique lo miró asombrado.

—¿Qué quieres decir?

—Yo creo que avisaron al pirata cuando nuestra nave zarpó para que pudiera atacarnos.

—Ésta es una acusación seria —interpuso el maestre Jacomé—. ¿Quién ha podido querer hacer esto?

—Mi hermanastro Mattei —dijo Andrea—. En Venecia, hace unas semanas, mandó a dos asesinos para que me mataran y después hizo que me encarcelaran y me sentenciaran a muerte porque maté a uno de ellos en una lucha justa.

—Es una historia extraña —observó el Infante—, y difícil de creer, a menos que seas de verdad Andrea Bianco. ¿Puedes ofrecernos más pruebas de tu identidad?

—Ninguna, excepto mis conocimientos de cartografía, astronomía e instrumentos de navegación.

—Son muchos los que poseen tales conocimientos. Los habrías podido adquirir en cualquier parte.

—Por el momento no tengo más pruebas —admitió Andrea de mala gana. Parecía que la suya era una causa perdida, incluso antes de empezar.

El maestre Jacomé habló.

—Si Vuestra Excelencia me lo permite, creo que tengo un modo de demostrar que este hombre no es Andrea Bianco, como dice ser.

—Proceded —le dijo el príncipe Enrique.

El viejo cartógrafo sacó unos pergaminos de un montón que estaba sobre la mesa y lo desplegó.

—Éste es uno de los atlas que diseñó el verdadero Andrea Bianco —explicó—. Con él me propongo determinar si este hombre es o no un impostor.

—Estoy preparado —dijo Andrea con toda tranquilidad.

—Descríbeme el atlas de Andrea Bianco.

—Si vuestro atlas está completo —dijo Andrea seguro de sí mismo—, debería contener diez mapas, de los que dos son mapas del mundo. Los realicé entre 1434 y 1436. Se hicieron algunas copias en Venecia, que firmé unos meses antes de zarpar para Trebisonda.

—El número es correcto —admitió el maestre Jacomé—, pero, ya que se han hecho más de una copia, has podido verlo en algún sitio.

—Es cierto —dijo Andrea—, pero también os puedo decir cómo llegaron estos mapas a manos del príncipe Enrique. Yo personalmente ordené que se los mandaran.

—Recuerdo haber recibido estos atlas directamente de Venecia —admitió el Infante—. Con una carta personal del señor Bianco.

—La carta la escribí yo, así que contiene mi letra —dijo rápidamente Andrea—. Podríais compararla con mi escritura ahora mismo.

—Por desgracia, no va a ser posible —el príncipe Enrique parecía sentirlo de verdad—. Aquella carta se perdió.

—Dime algo de los dos mapas del mundo —ordenó el maestre Jacomé.

Después de casi diez años, tres de ellos pasados en la otra parte del mundo, no era tarea fácil recordar los detalles.

—Uno es una copia de un mapa de Ptolomeo —dijo—. Es un mapa del mundo graduado. El otro es un mapa del mundo circular que diseñé yo mismo.

El príncipe Enrique se inclinó sobre los mapas con entusiasmo.

—¿Qué aparece en tu mapa al oeste de África?

—Las islas Afortunadas y las Azores —dijo Andrea puntualmente.

El príncipe Enrique volvió a recostarse en su silla, con una mirada de satisfacción, pero el maestre Jacomé dijo con aspereza:

—Todos los cartógrafos conocen las islas Afortunadas. Las redescubrieron las naves mandadas por nuestro ilustre Príncipe aquí presente, así como las Azores. Muchos mapas muestran también la isla de la Antilia al oeste. Lo único que has demostrado es haber visto el mapa de Andrea Bianco y tener buena memoria. De hecho, estos mapas probablemente fueron diseñados basándose en una colección anterior que hizo un paisano mío en la isla de Mallorca —añadió con tono triunfante.

Andrea sonrió, ya que ahora se encontraba en un terreno seguro.

—Muchos ilustres cartógrafos provienen de Mallorca, señor Cresques, incluido vuestro padre, Abraham, pero ninguno de ellos ha obtenido una reputación tan gloriosa como Raimundo Lull. Efectivamente, mi mapa lo dibujó él y yo mismo estudié su
Ars Magna Generalis et Ultima,
incluida la disertación titulada
“De Questionibus Navigationis”.

Era evidente que el maestre Jacomé estaba impresionado, así que Andrea decidió jugarse su mejor carta.

—Si queréis mirar en la esquina superior de una de las hojas del atlas, encontraréis una
toleta de marteloio
y con ella una breve explicación, el
raxon de marteloio.

Un murmullo de voces se alzó entre los presentes mientras que el Maestre hojeaba los mapas. Por fin, cogió uno y lo puso sobre la mesa para que el Príncipe pudiera verlo.

—No conocemos la palabra
marteloio
—dijo el príncipe Enrique.

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