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Authors: Frank G. Slaughter

Tags: #Historico

El cartógrafo y el misterio del Al-kemal (8 page)

BOOK: El cartógrafo y el misterio del Al-kemal
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—Encontramos las monedas al lado del cuerpo del hombre que mataste.

—¿Quién era? —preguntó Andrea.

—Girolamo Bellini, un criado del señor Mattei Bianco. Para tu información, las monedas que encontramos en tu bolsa habían sido acuñadas recientemente y han sido identificadas por el señor Bianco.

—Entonces, ¿por qué no me acusa él directamente? —preguntó Andrea—. ¿Le da miedo enfrentarse a la verdad?

El juez golpeó la mesa con el puño.

—La verdad, El Hakim, o El Shaitan, o como quiera que sea tu nombre, ¿cuál es la verdad?

—La verdad es como os la he contado —dijo Andrea, sabiendo que todo esfuerzo sería inútil. Como uno de los temidos
Inquisitori di Dieci,
lo que dijera el señor Santorini era ley en este tribunal y sus decisiones eran inapelables. Era evidente que ya había tomado una decisión antes de que comenzara aquella farsa de juicio, o (lo que era más probable) alguien se había encargado de que la tomara.

Mattei ha jugado bien sus cartas, pensó Andrea, y con la astucia que lo caracteriza. Por supuesto, la estupidez de haber confiado por un momento en su hermanastro, intrigante y maquinador como siempre, lo había ayudado. Ahora era evidente que Mattei tardó tanto en volver la noche anterior porque estaba marcando las monedas recién acuñadas para que pudieran ser identificadas y sirvieran como prueba del robo, en caso de que sus siervos no consiguieran matarlo inmediatamente y el asunto llegara a manos de la
polizia.

Andrea estaba seguro de que Mattei no pensó realmente que iba a conseguir escapar con vida. Los dos hombres que lo siguieron por orden de su hermanastro sabían que se dirigía al
palazzo
del comerciante portugués. Seguramente sus órdenes eran atacarlo por sorpresa y matarlo de un solo golpe. Sin embargo, no habían tenido en cuenta la fuerza y agilidad que dan cinco años en los remos de una galera pirata, y lo agudos que se vuelven los sentidos cuanto uno tiene que vivir constantemente bajo el látigo de un capataz.

Era como si Mattei, pensó Andrea tristemente, hubiera calculado todas las posibilidades sin dejar nada al azar. En caso de que el primer plan hubiera fallado, se jugaría su segunda carta haciendo que lo arrestaran por asesinato y que fuera condenado en un juicio que no era más que teatro, sin oportunidad real de defenderse. Otra prueba de lo lejos que Mattei había llegado en el mundo de los negocios era que tuviera tanta influencia en Venecia como para conseguir que su caso fuera tratado en secreto por uno de los temidos
Inquisitori.

Andrea no podía saber si el señor Santorini había sido sobornado, pero imaginaba que Mattei habría pensado también en eso. En cualquier caso, el resultado sería el mismo. Él, Andrea, estaría muerto de verdad, además de oficialmente, probablemente antes del anochecer. Así Mattei podría seguir disfrutando no sólo de las riquezas de la familia, como había hecho los últimos años, sino también de Angelita.

—¿Tienes alguna prueba de la sorprendente historia que nos estás contando? —preguntó Santorini en tono mordaz.

—Ordenad venir a mi hermano y veréis cómo hago que diga toda la verdad —sugirió Andrea.

—¿Así que ahora tienes un hermano? —el inquisidor se echó sobre el respaldo de la silla y empezó a reírse—.
Per Bacco!
¡Esto es ridículo! Será una pena colgar a un embustero con tanto talento. Te suplico que me digas quién es tu hermano.

—Mattei Bianco. Éramos hermanastros, del mismo padre.

De repente a Santorini se le borró la sonrisa.

—Yo conocí al señor Gaetano Bianco —dijo—. Era un hombre recto y honesto. ¿Cómo te permites presentarte como su bastardo?

Entonces fue cuando le tocó a Andrea enfadarse. Dio un paso hacia la mesa, pero uno de los guardias lo cogió por las esposas y lo obligó a volver a su sitio.

—No soy un bastardo —exclamó—. Mi nombre es tan honorable como el vuestro.

—Entonces te ruego que me digas quién eres —le dijo el señor Santorini.

Con gran esfuerzo Andrea consiguió dominar su rabia. A estas alturas ya no le cabían grandes dudas sobre su suerte pero, pasara lo que pasara a partir de ese momento, no estaba dispuesto a que lo siguieran hundiendo todavía más.

—Soy Andrea Bianco —dijo con orgullo—. El hijo mayor de Gaetano Bianco.

Santorini clavó los ojos en él pensativo, y por un momento Andrea se atrevió a pensar que al final el juez decidiría creer algo de lo que había dicho. En ese momento el escribiente que había estado tomando notas se acercó y llamó su atención tocándole el hombro. Empezaron a hablar en voz baja. Después Santorini se dirigió a Andrea con el ceño fruncido otra vez.

—Se me ha recordado algo que había olvidado —dijo—. El señor Andrea Bianco se perdió con toda su tripulación en una galera que partió rumbo a Oriente hace diez años.

—Hace ocho años —le corrigió muy serio Andrea—. La galera fue atacada y capturada por un barco de un turco renegado. Me vendieron y viajé durante tres años como esclavo de un mercader de Alejandría. Más tarde, Hamet-el-Baku, el capitán de un barco corsario moro me compró como esclavo para las galeras de su bergantín hasta que atacó la carabela que llevaba al señor Di Perestrello y a su comitiva a Venecia.

—Andrea Bianco está oficialmente muerto —lo interrumpió Santorini—. La galera se perdió con todos sus hombres. No es posible que hayas sobrevivido sólo tú.

—Todo es posible para Dios —le recordó Andrea—. Por qué me salvé no lo sé, pero os puedo asegurar que así fue. ¿De qué otro modo podría saber todo esto?

—Puede que te lo haya contado el verdadero Andrea Bianco antes de morir.

—Eso significaría que sobrevivió al ataque de la galera —señaló Andrea rápidamente.

Santorini se acarició la barbilla pensativo, y enseguida pareció aclararse las ideas.

—Afortunadamente podemos probar si eres quien dices ser. Haced entrar al chambelán del señor Mattei Bianco —ordenó a los guardias y se volvió hacia Andrea—. Este hombre ha sido chambelán del señor Gaetano durante muchos años. Si eres Andrea Bianco, como dices ser, te reconocerá inmediatamente.

El guardia hizo entrar a un señor mayor vestido con los ropajes de la familia Bianco que eran tan familiares para Andrea. Lo reconoció enseguida. Era Dimas Andrede, que había sido el chambelán y mayordomo de su padre. Si alguien lo podía identificar inmediatamente era él.

El chambelán, ya anciano, dio algunos pasos arrastrando los pies sin mirar a Andrea a los ojos.

Se paró ante la mesa del juez e hizo una profunda reverencia.

—¿Vuestra Eminencia me ha llamado? —dijo entre dientes.

—Di tu nombre completo, lugar de residencia y ocupación —lo interrumpió Santorini.

—Soy Dimas Andrede, chambelán del señor Mattei Bianco. Resido en el
Palazzo
Bianco de Via delle Galeazze.

—¿Durante cuánto tiempo has estado al servicio de la familia Bianco, Dimas?

—Treinta años, Eminencia.

—¿Podrías decirme qué pasó en el
Palazzo
Bianco anteanoche?

—Un ladrón entró, señor, un moro. Intentó chantajear al señor Mattei, diciendo ser el señor Andrea, su hermano mayor que se perdió en el mar.

—¿Viste al desconocido?

—S-sí, pero no claramente.

—¿Se parecía al señor Andrea Bianco?

—Aquel hombre era un moro. Le dijo al señor Mattei que en las tierras árabes lo conocían como El Hakim.

Santorini lanzó una mirada triunfal al prisionero y continuó el interrogatorio.

—¿Qué pasó después?

—El moro le robó una bolsa de monedas de oro y escapó, pero el señor Mattei mandó a dos criados para que lo siguieran y lo llevaran de vuelta al
palazzo.
Empezaron a seguirlo, pero se volvió contra ellos en mitad de la noche y mató a uno de ellos. El otro está aquí, como ordenó Vuestra Eminencia.

—Dimas, tengo entendido que tú conocías bien al señor Andrea Bianco, ¿no es así?

—Sí, señor.

—¿Podrías identificarlo, si lo vieras?

El chambelán vaciló por un momento.

—C-creo que sí. Sí, seguro.

—Vuélvete y mira al hombre que está detrás de ti y dime si lo has visto antes.

Dimas se dio la vuelta despacio, sin decir nada.

—¿Conoces a ese hombre, Dimas? —le preguntó el juez.

—E-es el ladrón que entró en el
Palazzo
Bianco la otra noche —dijo con voz temblorosa.

—¿Es él Andrea Bianco?

—El señor Andrea está muerto.

Viendo el miedo enfermizo en los ojos del anciano, Andrea entendió por qué el chambelán estaba contando toda aquella sarta de mentiras. La única explicación era que lo hubieran presionado, probablemente amenazándolo con perder su puesto y dejarlo tirado en la calle a morirse de hambre después de todos aquellos años de servicio, o incluso con la muerte.

—Gracias —dijo Santorini—. Nos has dicho todo lo que necesitábamos. Puedes irte.

El chambelán estaba ya casi en la puerta cuando Andrea dijo impulsivamente:

—Estad tranquilo, Dimas. Entiendo por qué lo habéis hecho y os perdono.

El hombre se giró un poco y la luz de gratitud que apareció en sus ojos daba lástima. Sin embargo, Santorini no lo notó porque estaba hablando con su escribiente. En cuanto la puerta se cerró detrás del chambelán, el juez alzó la mirada.

—¿Qué dices ahora, señor Embustero? —le preguntó a Andrea—. ¿Aún insistes en ser quien no eres?

—Yo soy Andrea Bianco —dijo Andrea con firmeza—. Todo lo que os he contado es la verdad.

Santorini se encogió de hombros.

—Por lo menos eres un delincuente testarudo. Tenemos otro testigo. Que entre Vittorio Panimo.

Un hombre entró en la sala, recorriendo toda la habitación con una mirada nerviosa. Cuando vio a Andrea delante de la mesa dio algunos pasos hacia un lado alejándose de él.

—¿Tu nombre? —preguntó Santorini.

—Vittorio, Vittorio Panimo.

—¿Trabajas para el señor Mattei Bianco?

—Sí, Eminencia. Soy gondolero.

—¿Seguiste al ladrón del
Palazzo
Bianco anteanoche?

—S-sí, señor.

—¿Por qué lo seguiste?

—Había robado oro. El señor Mattei me ordenó que lo siguiera con uno de los lacayos y le quitara la bolsa de dinero robado.

—¿Qué pasó entonces?

—El moro debió de oírnos. Nos esperó en una calle oscura. No nos dimos cuenta hasta que nos atacó. Le rompió el cuello a Bellini mientras yo forcejeaba con él. Vi que quería matarme a mí también, así que huí.

—¿Reconocerías al moro si lo vieras otra vez?

—C-creo que sí.

—Vuélvete y mira al hombre que está ahí detrás de la mesa, y dime si es o no el hombre con el que peleaste la otra noche, y que mató a Girolamo Bellini.

El mozo observó a Andrea con cautela.

—¿Es él? —preguntó Santorini.

—S-sí —dijo el mozo—. Es el hombre que mató a Girolamo.

—Gracias. Puedes irte. El Hakim —dijo Santorini solemnemente—. Se te ha escuchado y juzgado con justicia. Tengo que admitir que eres un canalla inteligente, pero a pesar de la sarta de mentiras que has entretejido tan bien, los testimonios de Dimas Andrede y del mozo que acaba de abandonar la sala te llevarán a la horca. Acércate a la mesa para escuchar la sentencia.

—Señor Santorini —dijo Bartholomeu di Perestrello cortésmente—. ¿Me permitiría decir una cosa antes?

—Por supuesto.

—Está a punto de sentenciar a muerte a El Hakim, o a las galeras, supongo.

—Su crimen merece la pena de muerte.

—No tengo ninguna intención de interferir en el proceso de la justicia —dijo el enviado portugués—. No obstante, este hombre salvó mi vida y la de todos los que estaban conmigo en mi barco, por lo que nuestro interés por él es grande, especialmente la salvación de su alma. ¿No creéis que, ya que es un infiel, deberíamos darle la oportunidad de salvar su alma?

—Por supuesto —dijo Santorini—. Es muy considerado por vuestra parte pensar en ello, señor. Lo sentenciaré a las galeras por un año. De este modo tendrá la oportunidad de aprender la Misericordia de Cristo y, quizá, de ver el error de sus acciones antes de ser ejecutado.

—Fray Mauro me ha dicho que El Hakim es un cartógrafo con experiencia y que ha viajado a tierras lejanas —continuó Di Perestrello—. Mi Príncipe, don Enrique, está buscando personas con estos conocimientos para un proyecto que ya se está llevando a cabo en el que se diseñará un mapa del mundo para ayudarnos a descubrir nuevas tierras donde no se conoce a Nuestro Señor y así llevarles la Salvación Eterna.

El juez se encogió de hombros.

—Venecia y Portugal son rivales en el comercio, señor. ¿Por qué tendríamos que conceder una ayuda así a su Príncipe?

Don Bartholomeu no tenía una respuesta inmediata a esta pregunta, pero en ese momento doña Leonor habló, y Andrea se dio cuenta de que don Bartholomeu había hablado porque ella se lo había pedido.

—Si los turcos atacan Occidente, Eminencia —señaló—, necesitaremos tener toda la información posible sobre su país y las fuerzas con las que cuentan. Sería una pena que El Hakim muriera sin que todo lo que sabe sobre ellos quede reflejado en los mapas y por escrito antes de que se produzca este ataque.

—Éste es un buen argumento, señora —admitió Santorini—. El Consejo de los Diez está profundamente preocupado por la amenaza turca.

—Entonces, hacedlo esclavo al servicio del príncipe Enrique —instó—. Fray Mauro lo instruirá en los misterios de la Santa Iglesia para que su alma inmortal pueda salvarse, al tiempo que los cartógrafos del Príncipe podrán usar toda la información que pueda darnos para abatir a los turcos y a los otros moros.

Santorini dudó.

—Como decís —añadió el juez—, sería muy ventajoso que el conocimiento de los turcos y demás moros cayeran en poder de los cristianos.

—Seguro que nos ayudará sin atreverse a causar problemas si por tal se conmuta su pena —añadió rápidamente.

Las dudas de Santorini parecieron despejarse.

—Si lo hace, vuestro Príncipe podrá ejecutarlo de inmediato. Os concederé lo que pedís, señora —se volvió hacia Andrea—. El Hakim, quedas condenado a esclavitud perpetua al servicio del señor Di Perestrello y del príncipe Enrique de Portugal. ¡Pero recuerda! Un paso en falso te llevará a la muerte.

Andrea tuvo que reprimir su rabia por la injusticia del juicio. En cuanto a la pena, era totalmente consciente de lo cerca que había estado de la muerte y de que se había salvado gracias a la presencia de don Bartholomeu y su hija y, en concreto, a la intervención que doña Leonor había hecho en su favor. Estaba claro que lo mejor que podía hacer era no molestar más a Santorini reclamando su inocencia, y aceptar la situación con la mayor gratitud posible, considerándolo un golpe de fortuna que lo había salvado de la muerte.

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