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Authors: Bernard Werber

Tags: #Ciencia, Fantasía, Intriga

El día de las hormigas (40 page)

BOOK: El día de las hormigas
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Las abejas, las moscas y las termitas descubren con estupor que en el seno mismo de la cruzada existen hormigas que veneran a los dioses hasta el punto de creerlos en el origen del mundo.

Prosiguen los debates. Cada cual quiere exponer su punto de vista.

Los Dedos no existen.

Los Dedos vuelan.

No, los Dedos se arrastran.

Pueden andar bajo el agua.

¡Se alimentan de carne!

No, son herbívoros.

No se alimentan de nada y viven de una reserva de energía que poseen desde su nacimiento.

Los Dedos son plantas.

No, son reptiles.

Los Dedos son numerosos.

Debe haber todo lo más diez o quince que recorren el planeta en rebaños de cinco.

Los Dedos son inmortales.

Nada de eso, hemos matado a uno hace unos días.

¡No era realmente un Dedo!

¡Ah!, ¿entonces qué era?

Los Dedos son inatacables.

Los Dedos tienen nidos de cemento como las avispas.

No, duermen en los árboles como los pájaros.

¡No hibernan!

Alto
, tampoco hay que exagerar. Los Dedos hibernan forzosamente. Todos los animales hibernan.

Los Dedos se alimentan de madera porque una termita ya ha visto ciertos árboles horadados de forma extraña.

No, los Dedos se alimentan de hormigas.

Los Dedos no se alimentan, viven de una reserva de energía que tienen desde su nacimiento, ya os lo he explicado hace un momento.

Los Dedos son rosas y redondos.

También pueden ser negros y planos.

El debate prosigue. Deístas y no deístas se enfrentan. Con sus teorías insensatas, 24 y 23 exasperan a 9.

Hay que matar a toda esta chusma antes de que contamine a otras cruzadas, asegura, tomando a 103 por testigo del riesgo que representan esas enemigas del interior.

La soldado agita sus antenas.

No. Dejémoslas. Forman parte de la diversidad del mundo.

9 se queda perpleja. Es extraño, desde el principio de aquella cruzada, todas tienen la impresión de estar cambiando. Las hormigas discuten ahora sobre temas abstractos. Experimentan cada vez más emociones, más miedos. ¿Estarán afectadas las rojas por una epidemia de «enfermedad de estados de ánimo»? ¿O estarán volviéndose menos hormigas?

Delante de ellas tienen monstruos a los que enfrentarse y, en cambio, se quedan allí, discutiendo. Más vale dormir. El árbol cornígero, feliz como sólo saben serlo los árboles, será el guardián de su sueño.

Fuera, los sapos de medianoche berrean por no poder deleitarse con aquella masa de insectos protegidos por su castillo de fibra y de savia.

Todas las cruzadas se han dormido, salvo las hormigas zombis, condicionadas por las duelas del hígado, que salen en fila para trepar a lo alto de una hierba y esperar a que las coman. Pero no hay el menor cordero en aquella isla. Por la mañana, después de olvidar su escapada, se unirán a sus compañeras.

Quinto arcano

El señor de las hormigas

146. Deísta

Las rebeldes bajan a toda velocidad por los corredores de la Ciudad. Nunca conseguirán llevar a esta hormiga cisterna hasta el doctor Livingstone. Varias se sacrifican para entretener a la guardia federal.

Los disparos de ácido estallan. Una deísta se derrumba y luego otra.

Las supervivientes van siendo empujadas hacia la sala de las chinches de las camas. Pero antes de que perezcan todas, Chli-pu-ni quiere saber. Ordena que le traigan a su presencia a una de aquellas fanáticas.

¿Por qué hacéis esto?,
le pregunta.

Los Dedos son nuestros dioses.

Siempre la misma cantinela. La reina Chli-pu-ni agita pensativa sus antenas. Desde hace poco, por razones desconocidas, el movimiento rebelde experimenta un nuevo auge. Según las espías de la reina, hace unas semanas apenas eran una docena, y ahora son ya un centenar.

Hay que intensificar la persecución de las rebeldes. Ahora son demasiado peligrosas.

147. La tienda de juguetes

—Y ahora, ¿qué hacemos? —preguntó Laetitia Wells.

—Vamos dentro —decretó Jacques Méliés con seguridad.

—¿Cree que nos dejarán entrar?

—Bueno, no pensaba llamar a la puerta. Entremos por la ventana de la fachada. Si a alguien se le ocurre protestar, le presentaré una orden de registro. Siempre llevo una falsa encima.

—¡Bonita mentalidad! —Protestó la periodista—. La verdad es que no hay mucha diferencia entre policía y delincuentes.

—Con sus amables escrúpulos y sus buenos sentimientos nunca acabaremos con los criminales. ¡Vamos!

Demasiado curiosa para poner mala cara, Laetitia siguió al comisario cuando éste escaló la pared ayudándose del canal de desagüe de las aguas de lluvia.

Los humanos avanzan con dificultad sobre las superficies verticales. Se despellejaron las manos y estuvieron a punto de caerse varias veces antes de llegar a la terraza. Por suerte, la casa sólo tenía un piso situado directamente debajo del tejado.

Recuperaron el aliento. El punto verde seguía allí, inmóvil en el centro de la pantalla. Laetitia y Méliés debían estar ahora a cinco o seis metros de las hormigas asesinas. La puerta-ventana del balcón estaba entreabierta. Entraron.

Con su linterna de bolsillo, el comisario iluminó un vulgar dormitorio, con su gran cama cubierta por una colcha roja, un armario normando y, aquí y allá, sobre el papel floreado de las paredes, reproducciones de paisajes de montaña. La habitación desprendía un aroma a lavanda mezclado a naftalina.

Daba a un salón estilo «Supermercado del Mueble», con sus sillones de patas torneadas y su lámpara con colgantes. Una nota de originalidad: una colección de frascos de perfumes orientales sobre una consola.

Algo más lejos distinguieron una luz. Abajo debía haber alguien que cenaba en una cocina, con los ojos clavados en un televisor.

Méliés contempló su propia pantalla.

—Las hormigas están ahora encima de nosotros —cuchicheó—. O sea que tiene que haber un desván.

Buscaron una trampilla en el techo. En el corredor del cuarto de baño descubrieron una escalera dirigida hacia un desván donde sorprendieron la claridad de una lámpara.

—Subamos —dijo Méliés, desenfundando el revólver.

Desembocaron en una curiosa buhardilla. En el centro había un terrario semejante al de Laetitia, pero diez veces mayor. De aquel gigantesco acuario salían unos tubos que conectaban con un ordenador, enchufado a su vez a una multitud de frascos multicolores. A la izquierda, otros instrumentos de informática, un jergón, un microscopio, un revoltijo de cables eléctricos y de transistores. «El antro del sabio loco», pensaba la joven cuando un grito resonó a sus espaldas.

—¡Arriba las manos!

Se volvieron despacio. Al principio vieron un fusil de cañón ancho apuntándoles. Luego, encima del fusil, una cara sorprendentemente familiar. ¡Hacía tiempo que conocían al flautista de Hamelín!

148. Enciclopedia

BOMBARDERO
: Los cárabos bombarderos
(Brachynus creptians)
están dotados de un «fusil orgánico». Si les atacan, sueltan humo seguido de una detonación. La produce el insecto asociando dos sustancias químicas que emanan de dos glándulas distintas. La primera libera una solución que contiene un 25% de agua oxigenada y un 10
%
de hidroquinona. La segunda fabrica una enzima, la peroxidada. Al mezclarse en una cámara de combustión, esos jugos alcanzan la temperatura del agua hirviendo, 100 °C, de donde se produce el humo y luego un chorro de vapor de ácido nítrico: de ahí la detonación.

Si uno acerca la mano a un cárabo bombardero, su cañón proyectará inmediatamente una nube de gotas rojas, ardientes y muy olorosas. El ácido nítrico provocará ampollas en la piel.

Estos coleópteros saben apuntar orientando su ápice abdominal flexible donde se opera la mezcla detonante. De este modo pueden dar en un blanco a varios centímetros de distancia. Si fallan, el ruido de la detonación bastará para hacer huir a cualquier asaltante.

Un cárabo bombardero tiene, por regla general, tres o cuatro salvas de reserva. Ciertos entomólogos han descubierto, sin embargo, especies capaces de disparar veinticuatro tiros seguidos cuando se les estimula. Los cárabos bombarderos son de color naranja y azul plateado. Y fáciles de descubrir. Es como si, armados con su cañón, se sintiesen invulnerables hasta el punto de ponerse ropas muy vistosas. En líneas generales, todos los coleópteros que despliegan colores chillones y élitros con grafismos centelleantes disponen de un «
gadget
» de defensa que les permite alejar a los curiosos.

Nota:
sabiendo que el animal es delicioso para el paladar a pesar de ese «
gadget
», los ratones saltan sobre los cárabos bombarderos y les hunden inmediatamente el abdomen en la arena antes de que la mezcla detonante tenga tiempo de funcionar. Los tiros se pierden entonces en la arena y cuando el insecto ha gastado todas sus municiones, el ratón lo devora empezando por la cabeza.

Edmond Wells

Enciclopedia del saber relativo y absoluto,
tomo II

149. Una mañana gloriosa

24 se despierta, anidada en el hueco de una fina rama de la acacia cornígera. Por todo el lateral de la rama, distingue pequeños agujeros semejantes a ojos de buey y destinados a airear las celdas. Perfora la membrana del tabique del fondo y descubre una sala preparada para acoger una guardería. Las otras hormigas siguen durmiendo todavía. 24 sale a caminar un poco.

Los pecíolos de la cornígera son portadores de distribuidores de néctar para adultos y de corpúsculos «potitos» para larvas. Estos alimentos están llenos de proteínas y de cuerpos grasos perfectamente adaptados a la nutrición de hormigas de todas las edades.

Los acantilados crepitan bajo el asalto de las primeras olitas. El aire está perfumado de acres aromas mentolados y de tufos almizclados.

En la playa, un sol rojizo ilumina la superficie del río sobre la que patinan unos garapitos. Una ramita de madera seca sirve de escollera. 24 avanza por ella y, a través de las aguas transparentes, distingue sanguijuelas y larvas de mosquitos en espesos racimos.

24 sube hacia el norte de la isla. Una multitud de lentejas de agua, como un césped de granulados verdes y redondos del que a veces emergen los dos ojos globulosos de una rana, acarician el borde del acantilado. Más allá, en una bahía, blancos nenúfares de puntas malva se han abierto a las siete de la mañana para no cerrarse hasta el final de la tarde. El nenúfar posee un poder calmante célebre en el mundo de los insectos. En períodos de hambre, llegan a comer incluso su rizoma, muy rico en almidón.

La Naturaleza siempre piensa en todo, se dice 24 para sus adentros. Siempre hay un remedio cerca del mal. Por eso, en las orillas de las aguas estancadas crecen sauces llorones cuya corteza contiene el ácido salicílico —principal componente de la aspirina— que cura las enfermedades que se cogen en esos lugares insalubres.

La isla es pequeña. 24 ya ha llegado a la orilla este. El lugar está adornado con plantas anfibias cuyo tallo se hunde en el agua. Sagitarias, centinodias y ranúnculos crecen, añadiendo pinceladas de color violeta o blanco a aquel mundo de verdor.

Parejas de libélulas revolotean por encima de ella. Los machos tratan de colocar sus dos sexos en unión con el extremo del abdomen; y, por su parte, la hembra tiene un sexo detrás de la cabeza y otro en el extremo del abdomen. Para que todo funcione es preciso que los cuatro sexos estén unidos en el mismo momento, lo cual requiere complejas acrobacias.

24 prosigue su visita a la isla.

Al Sur, las plantas palustres han arraigado directamente en tierra. Hay allí cañas, juncos, iris y mentas. De pronto, entre los bambúes, surgen dos ojos negros. Los ojos miran a 24. Avanzan. Pertenecen a una salamandra. Es una especie de lagarto cuyo vestido negro lleva listas amarillas y naranjas. Su cabeza es redonda y plana, su espalda está recorrida por verrugas grises, últimos vestigios de las puntas de su antepasado dinosaurio. El animal se acerca. A las salamandras les gustan los insectos pero son tan lentas que, la mayoría de las veces, sus presas escapan antes de que hayan podido cogerlas. Por eso tienen que esperar a que la lluvia las mate para luego apoderarse de ellas.

24 galopa hacia el refugio de la acacia.

¡Alerta!,
grita en lenguaje olfativo,
¡una salamandra, una salamandra!

Los abdómenes apuntan a través de las troneras del árbol. Disparan una metralla de ácido que alcanza fácilmente su objetivo poco veloz. Pero la salamandra está a cubierto de los disparos bajo su espesa piel oscura. Las hormigas que se le echan encima para traspasarla mejor con sus mandíbulas mueren al punto, víctimas del humor altamente tóxico que recubre la piel de la salamandra. Así es como, a veces, un lento puede vencer a los rápidos.

Segura de su invulnerabilidad, la salamandra adelanta tranquilamente su pata hacia una rama llena de artilleras. Y… se pincha con una espina de la acacia cornígera. Sangra, examina su herida con espanto y va a esconderse entre los juncos. Lo inmóvil ha derrotado a lo lento.

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