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Authors: Bernard Werber

Tags: #Ciencia, Fantasía, Intriga

El día de las hormigas (36 page)

BOOK: El día de las hormigas
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¿Cómo reunirlos en el mismo lugar y a las mismas horas?

Las duelas encontraron la solución diseminándose por el cuerpo de la hormiga. Una decena de ellas se instala en el tórax; otra decena en las patas, otra decena en el abdomen y una sola en el cerebro.

En el momento en que esa única larva de duela se implanta en su cerebro, el comportamiento de la hormiga se modifica. ¡Sí! La duela culo, pequeño gusano primitivo cercano al paramecio y por tanto a los seres unicelulares más zafios, pilota en adelante a la compleja hormiga.

Resultado: por la noche, mientras todas las obreras duermen, las hormigas contaminadas por las duelas abandonan su ciudad. Avanzan como sonámbulas y suben a colocarse en las cimas de las hierbas. ¡Y no en una hierba cualquiera! Sólo en aquellas que prefieren los corderos: alfalfa y carraspiques.

Drogadas, las hormigas esperan allí a que las coman.

Ése es el trabajo de la duela del cerebro: hacer salir todas las noches a su huésped para que sea consumida por un cordero. Porque por la mañana, cuando vuelve el calor, si no ha sido tragada por un ovino, la hormiga recupera el control de su cerebro y de su libre albedrío. Se pregunta qué hace allí, en la cima de una hierba. Baja deprisa para regresar al nido y dedicarse a sus tareas habituales, hasta la próxima noche en que, como el zombi en que se ha convertido, volverá a salir con todas sus compañeras infectadas por las duelas para ser pastada.

Este ciclo plantea a los biólogos múltiples problemas. Primera pregunta: ¿cómo la duela agazapada en el cerebro puede ver en el exterior y ordenar a la hormiga ir hacia tal o cual hierba? Segunda pregunta: la duela que dirige el cerebro de la hormiga morirá, ella únicamente, en el momento de la ingestión por el cordero. ¿Por qué se sacrifica de esa forma? Es como si las duelas hubieran aceptado que una de ellas, y la mejor, muera para que las demás alcancen su objetivo y terminen el ciclo de fecundación.

Edmond Wells

Enciclopedia del saber relativo y absoluto,
tomo II

129. Sudores cálidos

El primer día no fue nadie a atacar al simulacro del profesor Takagumi.

Jacques Méliés y Laetitia Wells almacenaron conservas y alimentos deshidratados. Se hallaban instalados como para un asedio. Para matar el tiempo decidieron jugar al ajedrez. En ese juego Laetitia era más hábil que Méliés, que cometía tremendos errores.

Molesto por la superioridad de su compañera, intentó concentrarse mejor. Dispuso un sistema defensivo de sus piezas, con líneas de peones bloqueando cualquier iniciativa adversa. La batalla se transformó rápidamente en una batalla de trincheras, estilo Verdún. Los alfiles, los caballos, la dama y las torres se anulaban mutuamente al no poder lanzar ataques fulminantes.

—¡Hasta en el ajedrez tiene usted miedo! —le soltó Laetitia.

—¿Miedo yo? —Dijo indignado Méliés— Si dejo un espacio libre, usted acaba con mis líneas. Es lo único que puedo hacer para defender.

De pronto ella se llevó un dedo a los labios, para ordenarle silencio. Había percibido algo así como un ruidito en alguna parte de la habitación del «Hotel Beau Rivage».

Comprobaron las pantallas de control. Nada. Y, sin embargo, Laetitia Wells estaba segura de que el asesino estaba allí. El detector de movimiento lo confirmó empezando a parpadear.

—Ahí está el asesino —cuchicheó.

Con los ojos clavados en la pantalla de control, el comisario exclamó.

—Sí, le estoy viendo. Una hormiga completamente sola. ¡Está subiéndose a la cama!

Laetitia se lanzó sobre la camisa de Méliés, la desabrochó rápidamente, le alzó los brazos, sacó un pañuelo y lo pasó varias veces por las axilas del policía.

—¿Qué le pasa?

—Déjeme hacer. Creo haber comprendido la forma en que actúa nuestra asesina.

Empujó la falsa pared y, antes de que la hormiga alcanzara la parte superior del cubrecama, frotó el maniquí con el pañuelo impregnado en el sudor de las axilas de Jacques Méliés. Luego regresó rápidamente a esconderse a su lado.

—Pero… —empezó a decir él.

—Calle y mire.

La hormiga, sobre la cama, iba acercándose al maniquí. Cortó un trozo cuadrado y minúsculo del pijama del seudo profesor Takagumi y desapareció luego como había entrado, por el cuarto de baño.

—No comprendo —dijo Méliés—. Esa hormiga no ha atacado a nuestro hombre. Se ha limitado a apoderarse de un trocito de tela.

—Era para olerlo, sólo para olerlo, comisario.

Como parecía que ella se había hecho cargo del mando de las operaciones, él preguntó.

—¿Y ahora qué hacemos?

—Esperar. El asesino tiene que volver. Ahora estoy segura.

Méliés permanecía perplejo.

Ella lo miró con aquella mirada violeta que tanto le deslumbraba, y le explicó.

—Esta hormiga solitaria me ha recordado una historia que me contó mi padre. Él había vivido en África con la tribu de los baúles. Esta población había encontrado un medio bastante sorprendente de matar a las personas. Cuando alguien quería matar con total discreción, se apoderaba de un trozo de ropa impregnada con el sudor de su futura víctima. Lo ponía luego en un saco donde ya había encerrado a una serpiente venenosa. Luego colgaba todo encima de una olla de agua hirviendo. El dolor ponía furiosa a la serpiente, que asociaba esa persecución al olor del tejido. Luego, bastaba con soltar a la serpiente por el pueblo. Cuando olía un aroma semejante al del trozo de tela, mordía.

—¿Piensa entonces que es el olor de la víctima lo que guía a nuestro asesino?

—Exactamente. Después de todo, las hormigas sacan sus informaciones de los olores.

Méliés dijo por fin exultante.

—¡Ah! Por fin admite que son las hormigas las que matan.

Ella le tranquilizó.

—Por el momento, nadie ha muerto. El único delito es un pijama ligeramente estropeado.

Él reflexionó y terminó estallando.

—¡Usted ha puesto mi olor en ese trozo de tela! ¡Ahora van a querer matarme a mí!

—Seguimos con el miedo, comisario… Basta que se lave cuidadosamente debajo de los brazos y que luego se rocíe con un desodorante. Pero antes vamos a embadurnar copiosamente con su sudor a nuestro profesor Takagumi.

Méliés no se había tranquilizado del todo. Se metió un chicle entre sus dientes apretados.

—Pero si ya me han atacado una vez…

—…Y usted logró escapar, según creo. Por suerte, he pensado en todo, he traído el instrumento más idóneo para relajarle.

Y sacó de su bolso un pequeño televisor portátil.

130. La batalla de las dunas

Larga es la marcha a través del desierto de dunas.

Los pasos se hacen cada vez más pesados.

Una fina película de arena se pega a los caparazones, reseca los labiales y hace crujir las articulaciones quitinosas.

Hay polvo en todos los lugares de los caparazones, que ya no brillan.

Y la cruzada avanza, sigue avanzando.

Las abejas ya no tienen más miel energética que ofrecer.

Los buches sociales están vacíos. Los puvilis de las patas crujen a cada pisada como pequeños sacos de yeso desmenuzable.

Las cruzadas están agotadas y de pronto surge una nueva amenaza. En el horizonte se alza una nube de polvo, que crece y se acerca. En medio de aquel halo cuesta distinguir cuáles son las legiones enemigas.

A tres mil pasos se distinguen mejor. Es un ejército termita el que aparece. Las soldados termitas, reconocibles por su cabeza en forma de pera, lanzan liga en la que van a enredarse las primeras filas de hormigas.

Los abdómenes mirmeceanos sueltan sus salvas de ácido corrosivo. La caballería termita se aclara pero las hormigas han disparado demasiado tarde, la horda enemiga las desborda y perfora el centro de la primera defensa hormiga.

Choque de mandíbulas.

Estrépito de corazas.

La caballería ligera mirmeceana no tiene tiempo siquiera de moverse y ya está cercada por las tropas termitas.

¡Fuego!,
grita 103. Pero la segunda línea de artillería pesada, armada de ácido al 60
%,
no se atreve a disparar contra aquella mezcla de combatientes hormigas y termitas. La orden no es secundada. Los grupos improvisan según su inspiración. Los dos flancos del ejército cruzado tratan de liberarse para coger al ejército termita por la espalda, pero realizan muy despacio su maniobra.

La liga termita abate a las abejas que intentan despegar. Como las moscas, como 24 y su capullo, se ocultan en la arena.

103 está en todas partes, animando a la infantería para que se reagrupe en cuadrados sólidos. Está cansada.
Me estoy haciendo vieja,
se dice cuando dispara y falla su blanco.

Las cruzadas retroceden por todas partes. ¿Qué ha sido de las brillantes vencedoras de los Dedos? ¿Qué ha sido de las conquistadoras de la Ciudad de oro abeja?

Las hormigas muertas se amontonan. Ya sólo quedan mil doscientas que creen que van a sufrir pronto el mismo destino terrible.

¿Están perdidas?

No, porque 103 ve surgir a lo lejos una segunda nube. Esta vez se trata de amigos. «Gran Cuerno» ha vuelto, arrastrando en su estela al más terrorífico de los ejércitos volantes.

Pasan ruidosamente por encima de las órbitas oculares, y todas los ven con un sentimiento mezclado de admiración y de espanto. Son auténticos demonios salidos de un Apocalipsis gótico.

Se abalanzan, soberbios, relumbrantes y haciendo restallar todas sus articulaciones lacadas.

Hay entre ellos minotauros tifos, neptunos, abejorros y grandes lucanos ciervos volantes con sus cuernos en forma de pinza.

La flor y nata de lo más sorprendente que existe entre las especies de coleópteros ha respondido a la llamada de «Gran Cuerno».

Son monstruos espléndidos, provistos de picas, lanzas, cuernos, puntas, placas-escudo, garras. Sus élitros están coloreados como las placas calcáreas de los peces, algunos tienen unas caras abiertas rosa y negro dibujadas en la espalda, otras llevan motivos más abstractos, manchas rojas, naranja, verdes o azul fluorescente.

Ningún herrero podría esculpir armaduras semejantes. Su casco les da aspecto de príncipes valientes, salidos de una Edad Media de leyenda.

Dirigida por «Gran Cuerno», la veintena de coleópteros realiza un movimiento envolvente; se alinean primero y luego cargan contra los montones más compactos de soldados termitas.

103 nunca ha visto nada tan espectacular.

Estupefacción entre las filas termitas. Con ese nuevo ejército, su viscosidad no sirve. Los proyectiles líquidos resbalan sobre las gruesas corazas pulidas y vuelven a caer sobre ellas.

Las termitas empiezan a batirse en retirada.

«Gran Cuerno» aterriza junto a 103.

¡Sube!

Despegue.

Bajo las patas de su montura desfila el campo de batalla como una alfombra mágica efervescente.

103 se pone al frente de su ejército para salir en persecución de las que huyen. Desde su ingenio volante, precisa los disparos de ácido que derriban a un enemigo cada vez.

¡Fuego!,
grita con toda la potencia de sus antenas.
¡Fuego!

Las hormigas disparan ácido mientras corren.

131. Feromona estrategia militar

Feromona memoria nº
61

Tema:
Estrategia militar

Fecha de salivación:
44 días del año 100.000.667

Toda estrategia militar tiende ante todo a desequilibrar al adversario. Por instinto, este último trata de compensarlo ejerciendo su fuerza en un sentido inverso al empuje.

En ese momento, en vez de bloquearlo, hay que acompañarlo, hasta que se vea arrastrado lejos por su propia fuerza. Durante un breve instante, al adversario se vuelve especialmente vulnerable. Es el momento de acabar con él. Pasado ese momento, si no se ha sabido aprovechar, habrá que empezar de nuevo, y esta vez el enemigo se mostrará más desconfiado.

132. Guerra

¡Fuego!

Varias oleadas de siluetas negras corren entre la metralla compacta.

Los esqueletos de los vencidos echan humo. Los soldados se entierran para evitar que les cojan. Hay grupos que se esconden en las dunas.

Estrépito de granadas. Crepitar de ametralladoras. A lo lejos, de los pozos de petróleo en llamas se desprende una pesada humareda negra que el sol no logra traspasar.

—Apáguelo. ¡Ya basta!

—¿No le gustan los informativos? —preguntó Méliés bajando el sonido del televisor por el que desfilaban las noticias mundiales cotidianas.

—La estupidez humana siempre cansa al cabo de un momento —dijo Laetitia—. ¿Seguimos sin nada?

—Seguimos sin nada.

La joven se envolvió en una manta.

—En tal caso, voy a dormir un poco. Si ocurre algo, despiérteme, comisario.

—Espere, uno de los detectores de movimiento acaba de activarse.

Escrutaron las pantallas.

—Hay un movimiento en la habitación.

Encendieron uno por uno los monitores de vídeo, pero no vieron nada.

—«Ellas» están ahí —anunció Méliés.

—«Él» está ahí —le corrigió Laetitia—. No hay más que una sola señal en la pantalla.

Méliés destapó una botella de agua mineral. Por si acaso, se pasó otra compresa mojada debajo de los brazos y, para evitar cualquier riesgo, se roció de perfume.

—¿Todavía huelo a sudor? —preguntó.

—Apesta a Bebé Cadum.

Seguían sin ver nada, pero ahora oían algo así como un rasguño sobre el techo.

Jacques Méliés conectó los magnetoscopios de las cámaras de vídeo que inundaban la habitación.

—«Ellas» se acercan a la cama.

Frente a la cámara dispuesta a ras de la alfombra apareció el hocico de un ratón hirsuto en busca de alimento.

Se echaron a reír.

—Después de todo, las hormigas no son los únicos animales que viven entre los hombres —exclamó Laetitia—. Esta vez me acuesto por las buenas, y no me despierte salvo que tenga algo más serio que enseñarme.

133. Enciclopedia

ENERGÍA:
Cuando uno se sube a un gran carrusel durante una verbena caben dos actitudes. Una: sentarse en la vagoneta del final y cerrar los ojos. En tal caso, el aficionado a las sensaciones fuertes siente un miedo inmenso. Sufre la velocidad y cada vez que entreabre los párpados su espanto se duplica.

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