Sonsoles se acompañaba de su hijo y de Ernesta. Sonsoles escuchaba las confidencias de Ernesta, hechas en voz baja, veladas de un pudor grave a veces, otras impúdicamente dichas.
—Sonsoles, con lo que a mí me gustaría tener un hijo… Se conoce que ni yo ni Guillermo servimos…
—Ten calma, ya lo tendrás y te faltará tiempo para arrepentirte.
—¿Cómo puedes decir eso?
—Ten calma.
—Lo que creo es que no lo hacemos como hay que hacerlo. Guillermo…
—Calla, chica, calla. Eso lo sabe hacer todo el mundo. No me cuentes esas cosas. —Ernesta se azoraba y guárdaba silencio. Sonsoles, entonces, la tranquilizaba—. En todos los matrimonios ocurre lo mismo, pero eso no se cuenta.
Pedrito jugaba alrededor de ellas.
—No te despegues de aquí, muchacho, que nos vamos para casa.
Los grupos se iban disgregando. Marchaban hacia el castillo. Los acompañaban los gritos y juegos de los chiquillos.
En cuanto llegaban, cambiaban la ropa de los domingos por las ropas de faena cotidiana. María Ruiz se quedaba todo el domingo vestida de fiesta.
Por la tarde, jugaban a las cartas o a la lotería. Contaban con alubias perezosamente, alargando los pagos o los cobros. Al anochecer terminaban.
—Me debes cincuenta céntimos…
—Y tú a mí veinte…
—Yo he perdido una peseta.
María Ruiz no jugaba. Solía sentarse cercana a la mesa camilla del juego, a leer. De vez en cuando intervenía.
—Ernesta, echa la sota, echa la sota, no seas boba.
Alguna de las jugadoras precisaba:
—Las mironas se callan, y si no, ponte a jugar.
—No me gusta perder el tiempo. ¿Qué sacáis con pasaros la tarde dándole a las cartas? Si jugarais dinero de verdad, pero así… —fruncía los labios en un gesto de desprecio—, como nadie tiene aquí un céntimo…
—Ni que fueras millonaria…
María Ruiz se reía.
—No, sí yo estoy como las demás, viviendo casi de la caridad.
Volvía a su lectura.
María Ruiz murmuraba. Decían: «Cosas de María.» «Tiene una lengua de víbora.» «No debería decir eso.»
María Ruiz calumniaba.
—¿Y se puede saber por qué el cabo Santos ha elegido la casa de Ernesta para estar de pupilo? Yo no es que quiera decir nada, pero a mí que me da la sensación de que está algo enamorado.
—¡Qué tonterías! ¿Por qué no te callas?
La risa de María Ruiz se hacía estruendosa.
—¿A que vosotras también lo habéis pensado?
—¡Dios mío! ¡Qué mujer!
Los niños bajaban a la escuela. La escuela estaba situada a la salida del pueblo. El maestro era un gallego alto y flaco que entendía de todo. Hacía versos, tocaba el violín, podaba los frutales, recogía minerales, excavaba en las ruinas de la muralla vieja del pueblo, junto a una torre que se sostenía todavía a pesar de los años, las tormentas y las devastaciones de los campesinos, que le arrancaban las piedras para levantar tapias o para arreglar desperfectos en las eras.
Bajaban los seis en grupo y tenían formada una banda contra los del pueblo. Los niños aldeanos respetaban a los del puesto, los temían. Uno de los hijos de Felisa y Ruipérez se erigió en cabecilla. El conducía las expediciones a la torre, él fue el que por su cuenta, imitando al maestro, dirigió unas excavaciones a la busca de monedas perdidas en la tierra. Cuando los niños estaban en la escuela, por las tardes, las madres se reunían a coser juntas. Alguna vez surgía un altercado entre ellas y entonces se deshacía el grupo hasta que la paz, con el tiempo, se restablecía. María Ruiz contaba muchas cosas y Carmen, la mujer de Cecilio Jiménez, hablaba de Madrid y de su barrio; de la alegría de Madrid y de su barrio. Cuando hablaba Carmen, a todas las invadía una dulce añoranza. Les relataba cosas de las verbenas, truculencias pasionales de la calle, historias de las huelgas, hambres de la Guerra Civil. La escuchaban silenciosamente, haciéndole preguntas rara vez. Y Carmen hablaba casi para sí, como si el recuerdo de pronto le surgiese en palabras que se podía decir a sí misma en la soledad de su habitación. Ya anochecido, terminaba la tertulia y cada una volvía a su casa a preparar la cena.
* * *
En la quietud de los distantes olivos se levantaba una polvareda anaranjada. Por el caminillo de los olivares la mirada de Ruipérez quería centrar la causa de la polvareda. Como en un movimiento de ballesta, estiró el cuello y fijó la mirada. Pensó que podían ser los compañeros con el cuerpo de la víctima. Acaso nada más que una conducción de ganado. Estuvo mucho tiempo observando. Después se sentó y volvió la mirada.
El patio del castillo estaba vacío. Un pájaro picoteaba en el vertedero. Las gallinas andaban por la parte de afuera, en la umbría donde la tierra conservaba algún resto de humedad. Apartó de su imaginación la defensa doméstica de las aves contra las comadrejas que rondaban el gallinero. Un día habían aparecido muertos varios pollos. Algunos con las entrañas a medio devorar. Tenía que pensar en cosas más serias.
Escuchó el timbre del teléfono. Vio asomar el rostro de María Ruiz. Se inquietó. Aguzó el oído instintivamente, como si fuera capaz de percibir las palabras dichas en el Cuerpo de Guardia. Esperó.
Pedro Sánchez se acercó de prisa a la puerta de entrada. Traía la cara entenebrecida. Ruipérez no hizo ningún gesto. Dejó que se acercara sin moverse.
—Otra vez de la Comandancia. El teniente les ha dicho que todavía nada. Han pedido seguridad de la baja. Que dónde ha sido —calló un momento—. ¡Y yo qué sé! ¿Cómo querrán que lo sepamos?
—Estamos buenos. Como aquí nunca ocurre nada y parece que nos tienen olvidados…
—Sí, pero cuando ocurre, ocurre, como ahora, y pretenden que lo sepamos todos.
Los dos miraron hacia el campo. La nube de polvo se iba disipando. Pedro preguntó:
—¿Quién andará por el camino del olivar?
—Alguien que viene del trabajo, supongo. No he logrado verlo.
Pedro dudó antes de decir algo. Dio las espaldas a su compañero y dijo:
—En cuanto den las dos, vengo a relevarte.
—Bien.
María Ruiz comentaba con la mujer de Ruipérez, mientras ésta ayudaba a subirse los calzones al menor de sus hijos:
—¡Qué mañana! Es para tener los nervios de punta. Llamadas de teléfono. Conversaciones entre tu marido y Pedro. La visita del cura y el alcalde. Estoy con el corazón en un hilo.
—Será por enterarte. Ya lo ves: a mí ni me va ni me viene. No me preocupo —hacía una pausa—. Niño gorrino, a ver cuando aprendes a ponerte los calzones tú solo, que ya vas siendo mayor.
—No creas que solamente es curiosidad.
—Pues ¿qué es entonces?
María Ruiz alzaba la vista hasta el techo, donde colgaba una telaraña empolvada.
—Es que estoy inquieta.
Felisa seguía el curso de la mirada de María.
—No tengo tiempo de limpiar. Con tanto chico…
—¡Y qué más da limpiar que no limpiar! Yo he perdido ya el gusto por las cosas. Te juro que estoy deseando marcharme. Si Baldomero se decidiera de una vez, dejábamos el servicio y todo. En cualquier sitio…
—Dichosa tú. Nosotros, con tanto chico…
Terminaba de arreglar al hijo. Le dio un azote cariñoso.
—Vete a jugar, pero sin mancharte, que destrozáis más ropa que los diablos, que costáis un dineral. Deberíais ir desnudos a ver si la piel os duraba más…
El chico corrió hacia la puerta. Felisa y María se quedaron en silencio.
En la frescura del pozo, donde el musgo se oscurecía con la profundidad, brillaba la mancha pupilar del agua. El alto brocal impedía a los chicos ver cómodamente la mancha luminosa. Gritaban dentro del pozo a la misma entraña de la oscuridad y no se percataban del ojo de la oscuridad, ojo camaleónico movible, que giraba sobre sí. Ver aquella mancha era, al recoger el agua, gozar de una grata sensación de frescor. Las mujeres en el verano, cuando no funcionaba el motor porque el nivel del agua bajaba mucho en el pozo, se veían obligadas a sacar el agua tirando de la cuerda de la polea. Si se asomaban, a medida que iban alzando el cubo, parecía que se traían, que se acercaban también, al ojo blancuzco imposible de extraer de la profundidad.
Ernesta sacaba agua del pozo y miraba distraída el reflejo del agua. Cuando Sonsoles se le acercó por detrás, al hablarle casi la asustó:
—¿En qué pensabas, criatura?
—Estaba mirando el agua.
—Te entretienes con cualquier cosa.
Sonsoles se rió. Repitió:
—Mirando el agua…
Chirrió la polea. El cubo quedó sobre el brocal.
—Al atardecer, Ernesta, vente por casa.
Ernesta, asintió. Con el cubo balanceante, derramándose el agua, caminó hacia su casa.
Al verla alejarse, Sonsoles pensaba en ella. De sirvienta en una casa rica de un pueblo hasta casarse con Guillermo. La madre de Ernesta, entusiasmada con la boda. Nada mejor para Ernesta. La dueña de la casa le hizo un regalo importante. Siempre se hace un regalo importante en estos casos, un poco por afecto, un mucho por vanidad. Supuso la boda alegre en apariencia, pero con la no clara alegría, con la seriedad de ordenanza de los compañeros de Guillermo. Sí, todas las bodas habían sido iguales, poco más o menos.
Se llenó el cubo y empezó a tirar de la cuerda. Uno de los niños de Felisa se acercó a ver la operación.
—¿Me dejas que lo saque yo?
—Sí, hombre, pero despacio, no se te vaya a derramar el agua y tengamos que volverlo a hacer.
—Sí, despacio. Muy despacio. Mira.
Subió el cubo. El niño añadió:
—Mamá nunca me deja subir el cubo.
—Mira, si eres siempre bueno, cuando yo venga a sacar agua me puedes ayudar.
Sonsoles caminaba con el cubo hacia su casa. La llamó Pedro.
—Ven en cuanto puedas.
Le contestó gritando:
—Nada más dejar el agua voy para allá.
Pedro estaba apoyado en la ventana, los codos en el alféizar, mirando las espaldas de su mujer, sus amplias caderas, sus grandes nalgas, sus gordas y toscas piernas, en otro tiempo, recordaba, ágiles y bien formadas: ¡Cuánto podía el tiempo! Aquella mujer lejana, con ademanes de niña, con los ojos vivos y alegres, negros como el pecado, que decía una antigua canción. Aquella mujer era la misma que hoy con más tiempo, con un hijo, con algunos recuerdos, con bastante tristeza en toda su persona, como para no desearla. Sin embargo, la quería. Era su vida de casi diez años. Tan pocos años y tan llenos de pequeñas cosas comunes.
Salía Sonsoles secándose las manos en el delantal. Se acercaba calmosamente. Pedro se pasó la mano por la frente. Estaba ya pensando en cómo se lo diría. Era mejor decírselo para que ella paulatinamente fuera preparando a las demás mujeres, cuando lo trajeran. Sin sorpresa no habría aquellos ataques de nervios que una vez, estando en Asturias, le había tocado aguantar en un pueblo en que ocurrió una cosa parecida. Un muerto. Las mujeres no lo diferencian, lo lloran. Un muerto de muerte violenta levanta del corazón de las mujeres una pirámide de dolor. Lo sienten como arrancado de ellas mismas, como algo hecho de su carne que podía palpitar y existir hasta lograr prácticamente su misma desaparición.
Sonsoles estaba bajo la ventana.
—Entra, mujer.
En el reloj del Ayuntamiento del pueblo dieron las dos. Eran las dos de la tarde. La campana pequeña extendió la noticia por los campos. Las dos: uno y dos. El alcalde dormitaba, sentado en una butaca de mimbre. El cura leía el periódico.
Entró Sonsoles.
—¿Qué quieres?
Pedro agachó la cabeza, se pasó el dorso de una mano por los labios.
—Tengo que darte una mala noticia.
Sonsoles se le quedó mirando con fijeza, como si mirase un objeto sin esperanza, que Pedro sintió aquella mirada en la frente y no alzó la cabeza.
—Han matado a un compañero.
Pedro esperaba la pregunta, pero Sonsoles no la hizo. Siguió:
—Es necesario que vayas advirtiendo a las mujeres de lo sucedido. No lo traerán hasta tarde. No se sabe a quién le ha tocado. Tú me entiendes, ¿verdad?
—Te entiendo.
El reloj del Ayuntamiento repitió la hora. Las dos de la tarde y un minuto. Exactamente un minuto.
Sonsoles salió a la calle. Pedro la vio alejarse. Pedro soñaba con diez años atrás. Luego fue a hacer el relevo.
L
A CASA SÓLO TENÍA PLANTA BAJA
. Pegada a la fachada delantera, de un diminuto alcorque crecía una parra como una vena parda retorcida, horrorosa en un hermoso rostro. La parra se agarraba a los hierros del canalón del tejado, se sostenía con alambres roñosos y tensos sobre la puerta de entrada y parecía, en aquel diciembre de 1934, el mismo espectro del invierno. De la parra sobre el cemento de la entrada caían las gotas de lluvia, que la madre de Felisa veía deslizarse una tras otra, contándole los minutos, las horas, los días de enfermedad.
En el verano, el verdor de la parra daba una luz refrescante a las habitaciones delanteras de la casa; los chiquillos jugaban bajo ella, la regaban transportando el agua en botes de conservas. Las moscas del verano se refugiaban en la parra y nunca maduraron las uvas porque los pájaros y los niños se adelantaban al otoño.
En el verano, bajo la parra, al atardecer, bebía lentamente su porrón de vino blanco Juan Martín, padre de Felisa; bebía y saludaba a los amigos, que pasaban a los turnos de la estación del ferrocarril. Juan Martín, en mangas de camisa, se sentía entonces feliz; a veces, hasta charlaba con su mujer, sentada en una silla de mimbre, con la mirada perdida entre las piedrecillas de la grava extendida a ambos lados del pasillo de cemento. La mujer asentía con la cabeza.
—Tenemos que hacer un Estado alegre, donde cada obrero tenga su compensación. —Explicaba a continuación su teoría política y añadía al final—: ¿Verdad que España sería un ejemplo para las demás naciones?
Si algún amigo o conocido paraba un momento, él le ofrecía vino y le hablaba de caza.
—Este año la perdiz se dará muy mal, ha sido un invierno muy duro.
—No sé, ya se verá, ya se verá…
—No lo dudes, hombre. Anda, toma otro trago, y a ver si matas más que el rey antiguamente.
Se reía a grandes carcajadas. Luego, cuando el amigo había continuado ya su camino, llamaba a la hija mayor. Felisa aparecía.
—¿Qué quieres, padre?
—Tráeme un trozo de pan. Del sobado. Es para ayudar a este vino.