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Authors: Eric Frattini

El laberinto de agua (28 page)

BOOK: El laberinto de agua
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—¡Monseñor...!

—Descanse, descanse —ordenó Mahoney al joven, al tiempo que entraba en las estancias de Lienart.

Tras atravesar el portón, el secretario observó que le estaba esperando ya la camarera vaticana, con quien había hablado minutos antes.

—Monseñor, su eminencia le está esperando —dijo haciendo una reverencia y besando su anillo episcopal.

Al entrar en el amplio salón de los apartamentos privados del cardenal secretario de Estado August Lienart, Mahoney divisó una amplía mesa en donde se alineaban en marcos de plata diversas fotografías de papas, jefes de estado y de gobierno, príncipes y reyes, dedicadas a su eminencia.

—Ése es mi museo particular —dijo Lienart a espaldas de Mahoney, sirviéndose un vaso de whisky de malta—. ¿Quiere usted, monseñor?

—Oh, no, gracias. Es muy tarde para beber, o muy temprano, según se mire.

—Y bien, ¿qué le trae hasta mis estancias a estas horas? —preguntó Lienart.

—He recibido una llamada desde Suiza del padre Cornelius.

—¿Y qué información tenía para nosotros el fiel padre Cornelius?

—Los padres Cornelius, Pontius y Alvarado están preocupados por el avance en la traducción de libro hereje.

—De momento, tenemos que esperar. La paciencia es un árbol de raíces amargas, pero de frutos dulces. La clave de la paciencia es hacer algo mientras se espera y le aseguro, querido monseñor, que yo no detengo mi camino por la impaciencia de algunos. Debe informar a nuestros hermanos de Suiza que la paciencia en un momento de enojo o preocupación puede evitar cien días de dolor. No deben actuar sin mi consentimiento, infórmeles de que violarían las normas del Círculo y, por tanto, pueden ser castigados por ello.

—Pero, eminencia, tanto ellos como yo creemos que es peligroso que esos científicos puedan llegar a traducir todo el texto completo de ese libro hereje.

—Usted sabe tan bien como yo que nuestro aliado en la Fundación Helsing conseguirá poner en nuestras manos las palabras de ese traidor de Judas. Sólo debemos esperar. ¡Todos deseamos tantas cosas...! Lástima que haya más sueños que vida... y más retrasos que tiempo, pero siempre hay una luz asomándose en la oscuridad. Esa luz que nos da aliento y esperanza para seguir soñando, para seguir deseando hasta alcanzar nuestro objetivo. No lo olvide nunca, querido y fiel Mahoney, y así debe decírselo a nuestros queridos hermanos Pontius, Alvarado y Cornelius —precisó Lienart.

—El padre Cornelius ve necesario emprender alguna acción contra esos científicos, pero considera que puede ser peligroso adoptarlas en Berna. Hay un inspector que está tras la pista de la muerte de ese Hoffman.

—La muerte de Werner Hoffman estuvo mal ejecutada. Como dijo un día el gran Cicerón: «Es propio de los hombres equivocarse, pero es de necios perseverar en el error». Si la muerte de Hoffman fue un error, sería de locos volver a llevar a cabo una acción semejante en Suiza. Dejemos que el resto de los científicos regresen a sus ciudades de origen para llevar a cabo el golpe contra ellos. Si actuamos en Canadá, Israel, Chicago y Ginebra, estos golpes pasarán desapercibidos al fino olfato de ese Grüber del que usted habla.

—La Entidad, nuestro servicio de inteligencia, ha reunido datos sobre el equipo que está trabajando en el libro hereje —reveló Mahoney.

—Cuidado, monseñor Mahoney, no me gustaría que los agentes del cardenal Belisario Dandi descubriesen la conexión del secretario de Estado con el Círculo.

—No se preocupe. Puesto que la Fundación Helsing está llevando a cabo la restauración de un objeto que puede ser adquirido por la Santa Sede, tienen la obligación de investigar a todos aquellos que estén en contacto con el objeto —precisó Mahoney, abriendo varias carpetas con el sello de la Entidad—. El equipo de científicos está formado por una tal Sabine Hubert, que actúa como portavoz. Después están Burt Herman, un americano experto en origen del cristianismo; un judío llamado Efraim Shemel, especialista en lengua copta, y un tipo llamado John Fessner, un
hippy
canadiense experto en análisis por radiocarbono. Creo que reside en una gran casa en Ottawa. Y el último de la lista era Werner Hoffman, un alemán cuya especialidad era el papiro y ejercía como profesor en la Universidad de Frankfurt al que le gustaba vestirse de mujer mientras su amante lo azotaba con una fusta.


Genuflectant omnes in plano,
todos se arrodillan al mismo nivel del suelo, querido Mahoney. Debemos esperar para actuar y quiero que así se lo comunique a los hermanos del Círculo. Nadie debe proceder sin mi aprobación y quiero que esto quede muy claro. Nos encontramos en un momento culminante de nuestra negociación. En este momento, el siguiente paso debe ser emprendido por el señor Aguilar. Cuando tengamos el libro en nuestras manos, podremos actuar y dejar que nuestros hermanos lleven a cabo lo que el destino ha escrito para esos cuatro científicos.

—¿Y si el destino escrito no se cumple como usted predice, eminencia?

—¿El destino? El destino es del que baraja las cartas, y nosotros, usted y yo, querido Mahoney, somos los que mezclamos esas cartas y las repartimos. Siempre se ha creído que existe algo que se llama destino, pero también que hay otra cosa que se llama albedrío, mi fiel Mahoney. Lo que califica a los hombres como usted o yo es el equilibrio de esa contradicción.

—¿Qué pasará con la mujer, Sabine Hubert?

—¿Qué ocurre con ella?

—Vive en Suiza y me imagino que si actuamos contra ella, eso levantará sospechas.

—Será el último objetivo en ser alcanzado. No quiero que la policía suiza descubra la conexión del Círculo con los científicos que han trabajado en ese maldito libro hereje.

—¿Quiere que dé alguna orden concreta a los hermanos?

—Mantenga a los hermanos Cornelius, Pontius y Alvarado en Suiza, a la espera de órdenes. Los padres Ferrell y Osmund deben quedarse en Venecia.

—¿Y el padre Reyes?

—Deberá permanecer en silencio y orando en el Casino degli Spiriti en Venecia hasta nueva orden. Él fue el responsable de la pérdida de nuestro querido hermano Marcus Lauretta en El Cairo y debe pedir perdón al Altísimo por ello, y a mí por haber violado mi confianza —sentenció el cardenal—. Acuérdese de conservar en los acontecimientos graves la mente serena. Sólo en usted puedo confiar, monseñor Mahoney. No me defraude.

El obispo Emery Mahoney se levantó del sofá en el que estaba acomodado, y tras hacer una breve reverencia, agarró la mano derecha del cardenal y besó con devoción el anillo con el escudo de armas de la familia Lienart.


Fructum pro fructo
.


Silentium pro silentio
—respondió el poderoso cardenal secretario de Estado del Vaticano.

Unas horas después, el cardenal Lienart se encontraba dando un solitario paseo por los jardines vaticanos. Le gustaba caminar a primeras horas de la mañana, cuando aún los jardineros no habían comenzado su labor. Mientras se dirigía hacia el jardín botánico, pudo oír a su espalda el sonido de unos pasos.

—¿Cómo está usted, mi fiel y querido Coribantes?

—Muy bien, Eminencia. Esperando mejores tiempos que confío en que no tarden mucho en llegar —respondió el agente del contraespionaje papal mientras besaba el anillo del cardenal.

—Puede que ese día esté cerca. Las cosas se hacen cuando hay que hacerlas. Hacerlas cuando no debes, puede significar una infracción de tu destino y cambiar para bien o para mal tu futuro.

—¿Y qué desea de su fiel servidor, Eminencia? —volvió a preguntar el agente del SP.

—Necesito de su sabiduría y de sus contactos. Usted sabe bien que ha llegado tal vez el momento de que alguien con mano de hierro sepa cómo coger las riendas del Vaticano y acabe de una vez por todas con ese campesino al que llaman Sumo Pontífice...

—Perdone, Eminencia, pero no entiendo muy bien lo que desea de mí...

—Necesito un títere...

—¿Un títere?

—Sí, un títere para la gran obra de teatro que vamos a representar.

—¿Y cuál será el escenario?

—La plaza de San Pedro, querido amigo, la plaza de San Pedro —respondió Lienart ante la mirada atónita del espía papal—. Necesitaré un títere, un hombre de paja al que podamos hacer el protagonista de la función, sin que él sepa que lo es. Necesitaré un títere que sea capaz de llevar a cabo una misión sagrada sin que él mismo sepa que es tan sólo un títere entre nuestras manos.

—¿Y quién será el muerto de la función? —preguntó Coribantes.

—Mi querido amigo, el único que puede impedir que las cosas cambien en la Iglesia; el único que está provocando la pérdida de prestigio de nuestra Iglesia por querer acercarse a esos malditos comunistas de Varsovia y de Moscú; el único que impide que se cumpla mi destino y para el que he sido preparado desde hace décadas. Los comunistas son herejes y con los herejes no hay nada de qué hablar, tan sólo quemarlos en la hoguera.

—Pero la Inquisición y las hogueras han dejado de existir hace ya muchos años, Eminencia...

—Necesito que busque a ese títere para mí, y le aseguro que cuando se cumpla mi destino, usted, querido Coribante, será recompensado.

—¿Cuánto tiempo tengo para darle un nombre a ese títere?

—Hay hombres, amigo Coribantes, que luchan un día y son buenos; hay hombres que luchan muchos años y son mejores, pero hay quienes luchan toda la vida y ésos son los imprescindibles, y usted es uno de estos últimos. Cuanto antes tenga ese nombre, mejor.

—Cumpliré sus órdenes con eficacia y en silencio, Eminencia —respondió el espía justo antes de desaparecer entre los altos arbustos de los tranquilos jardines vaticanos.

—Lo sé, mi buen amigo, lo sé...

* * *

Berna

Bien entrada la noche, alguien se introdujo en el edificio principal de la Fundación Helsing. El recién llegado era conocido por los guardias armados de seguridad. Cruzó grandes salas en penumbra y llegó hasta la planta principal de despachos. Al fondo de un pasillo se encontraba una gran puerta de roble con una placa de bronce: «Renard Aguilar. Director».

La visita nocturna a la sede era más una medida preventiva que de seguridad. Estaba claro que Renard Aguilar no deseaba que nadie conociese el contenido de la conversación que iba a tener en unos minutos.

El director levantó el auricular y marcó el número de la residencia del millonario Delmer Wu.

—Buenas noches, deseo hablar con el señor Wu.

—¿Con quién hablo? —preguntó la voz.

—Dígale al señor Wu que soy Renard Aguilar, un amigo del mejor discípulo. Él lo entenderá.

—Lo siento, pero el señor Wu no responde directamente. Le informaré de su llamada a uno de sus asistentes. Déjeme su número y su nombre y le daré su mensaje para que le llame inmediatamente —respondió la mujer de forma casi automática, como si de una grabación se tratase. Su pequeño discurso dejaba claro que eran las normas impuestas por el millonario para impedir que nadie pudiera acceder a él, ni siquiera a través del teléfono.

—Escuche bien lo que voy a decirle, porque no lo volveré a repetir, señorita. Si no quiere quedarse sin trabajo en menos de una hora, le recomiendo que localice al señor Wu y le dé el mensaje que le acabo de transmitir. Sé que él espera esta llamada, así es que si usted cree tener el suficiente poder como para desviar esta llamada a uno de los asistentes del señor Wu, allá usted.

La joven secretaria guardó silencio durante unos segundos, tal vez intentando tomar una decisión.

—Las personas que pueden acceder directamente al señor Wu tienen una clave de seguridad. Si esa clave salta en nuestra centralita de teléfonos, la llamada pasa directamente al señor Wu, y usted no tiene esa clave. Lo siento. No puedo pasarle. Lo único que puedo hacer es transmitir su mensaje a uno de sus asistentes.

—Bien, señorita. Haga lo que quiera, pero le recomiendo que vaya buscando un nuevo trabajo —dijo Aguilar.

—Un momento, señor Aguilar, no cuelgue —pidió la mujer—. Le pasaré con el señor Elliot, el asistente del señor Wu.

Enfadado por no haber podido hablar con Delmer Wu, esperó impaciente hasta oír la voz del asesor texano del millonario.

—¿Señor Elliot? Soy Renard Aguilar, director de la Fundación Helsing.

—¿Qué desea?

—Quiero hablar con el señor Delmer Wu.

—Mucha gente quiere hablar con el señor Wu. ¿Qué le hace tan especial para que le permita hablar con él?

—Tengo un libro que tal vez le interese para ampliar su colección. Dígale que tengo en mi poder el libro que recoge las palabras del mejor discípulo de Jesucristo. Transmítale este mensaje. Él lo entenderá —dijo Aguilar antes de colgar.

Si sabía jugar bien sus cartas, podría hacerse con una tajada de dos millones de dólares libres de impuestos. Mientras saboreaba en sus pensamientos los placeres que iba a poder pagarse con ese dinero, una luz roja intermitente en su teléfono lo devolvió a la realidad.

—¿Dígame?

—¿Cuál es su propuesta? —preguntó el mismísimo Delmer Wu al otro lado de la línea.

—¡Oh, señor Wu, qué sorpresa! Estaba pensando que a lo mejor no le interesaba el libro de Judas.

—Acabo de despedir a la estúpida que se negó a pasarme su llamada, señor Aguilar. Como ve, yo no tengo reparos ni escrúpulos si con ello puedo alcanzar un objetivo, y ese objetivo ahora es el libro de Judas que tiene usted en su fundación —afirmó el millonario asiático.

—Bueno, no esperaba que despidiese a su secretaria —se disculpó el director.

—No se preocupe por ella. Y ahora, dígame, ¿en qué puedo servirle?

—Quiero proponerle un buen negocio.

—Déjeme a mí decidir si el negocio es bueno o malo. Le doy quince segundos, desde este mismo momento, para convencerme.

—Tengo en mi poder un libro que...

—Le quedan diez segundos —interrumpió Wu.

—... puede contener las palabras de Judas Iscariote, el apóstol...

—Le quedan cinco segundos —volvió a interrumpir el millonario.

—Le ofrezco la posibilidad de convertirse en el propietario del libro de Judas.

—Ahora empiezo a escucharle. Y ahora, dígame, ¿cómo sé que tiene usted el libro?

—No lo tengo en mi poder, pero la Fundación Helsing está llevando a cabo su restauración y traducción. Sé que usted ha tenido que depositar diez millones de dólares como donación en una cuenta en Suiza para que el Vaticano pueda adquirirlo. Yo le propongo que se adelante usted en esa compra. Ya conoce su valor y, si yo quiero, puedo hacer que ese libro acabe en su colección.

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