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Authors: Paul Auster

Tags: #Relato

El libro de las ilusiones (39 page)

BOOK: El libro de las ilusiones
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No puedo evitarlo. No tengo fuerzas suficientes para llevar una carga como ésta. Una y otra vez intento abarcarla con los brazos, pero es demasiado grande para mí, David, pesa demasiado, y ni siquiera puedo levantarla del suelo.

Por eso es por lo que no voy a llamarte esta noche. Me dirías que se trata de un accidente, que no ha sido culpa mía, y yo empezaría a creerte. Querría creerte, pero lo cierto es que la empujé fuerte, mucho más fuerte de lo que se puede empujar a una anciana de ochenta años, y la maté. No importa lo que ella me hiciera. La maté, y si ahora dejo que me convenzas de lo contrario, eso sólo serviría para destruirnos a los dos más adelante. No hay otro remedio. Para detenerme, tendría que renunciar a la verdad, y una vez hecho eso, todo lo bueno que hay en mí empezaría a morir. He de hacerlo ahora mismo, ya lo ves, mientras aún tengo valor. Gracias al alcohol. Guinnes te da fuerza, como decían las carteleras publicitarias de Londres. El tequila te da valor.

Sales de algún sitio, y por lejos que creas que te has ido de ese sitio, al final siempre acabas allí. Pensé que tú podrías rescatarme, que acabaría perteneciéndote, pero yo siempre les he pertenecido a ellos y a nadie más. Gracias por el sueño, David, Alma la fea encontró un hombre, que hizo que se sintiera hermosa. Si has podido hacer eso por mí, imagínate lo que podrías hacer por una chica que tuviera una sola cara.

Considérate afortunado. Es bueno que esto se termine antes de que descubras quién soy realmente. Aquella primera noche me presenté en tu casa con un revólver, ¿no es verdad?

No olvides nunca lo que eso significa. Sólo una loca haría algo así, y no se puede confiar en los locos. Fisgonean en la vida de los demás, escriben libros sobre cosas que no les conciernen, compran pastillas. ¿De verdad fue por accidente por lo que te las dejaste aquí el otro día? Las tuve en el bolso todo el tiempo que pasaste en el rancho. Siempre quería dártelas, y siempre se me olvidaba; incluso en el momento en que te subiste a la furgoneta. No me lo reproches. Resulta que yo las necesito más que tú. Mis veinticinco amiguitas de color púrpura. Máximo efecto, Xanax; noche de sueño ininterrumpido, garantizada.

Perdón. Perdón. Perdón. Perdón. Perdón.

Después de leerlo la llamé, pero no contestó. Esta vez logré comunicar —oí sonar el aparato al otro extremo de la línea—, pero Alma no llegó a coger el teléfono. Lo dejé sonar cuarenta o cincuenta veces, esperando obstinadamente que los timbrazos rompieran su concentración, la distrajeran y le diera por pensar en otra cosa que no fueran las pastillas. ¿Habría servido de algo que lo dejara sonar otras cinco veces más? ¿Y otros diez timbrazos más la habrían impedido seguir adelante? Finalmente, decidí colgar, cogí un papel y le envié un fax.
Háblame, por favor, escribí. Por favor, Alma, coge el teléfono y habla conmigo.

Volví a llamarla un momento después, pero esta vez la línea se cortó después de que el aparato sonara seis o siete veces. No lo entendí al principio, pero luego me di cuenta de que debía haber arrancado el cable de la pared.

9

Aquella misma semana, unos días más tarde, la enterré junto a sus padres en un cementerio católico a unos treinta y cinco kilómetros al norte de Tierra del Sueño.

Alma nunca había mencionado a pariente alguno, y como no se presentó ningún Grund ni ningún Morrison a reclamar su cadáver, me hice cargo de los gastos del entierro. Hubo decisiones siniestras que tomar, comparaciones grotescas que hacer entre los pros y los contras del embalsamamiento y la cremación, la duración de diversos tipos de madera, el precio de los ataúdes. Luego, tras haber optado por la inhumación, otras cuestiones sobre la ropa, el tono del carmín, laca de las uñas, peinado. No sé cómo me las arreglé para hacer todo eso, pero sospecho que lo hice como todo el mundo en esas circunstancias; medio presente y medio ausente, medio cuerdo y medio loco. Lo único que tengo claro es que rechacé la idea de la cremación. No más hogueras, dije, no más cenizas. Ya la habían abierto para hacerle la autopsia, pero no iba a permitir que la quemaran.

La noche del suicidio de Alma, llamé a la oficina del sheriff desde mi casa de Vermont. Enviaron a investigar a un ayudante llamado Victor Guzman, pero aun cuando llegó al rancho antes de las seis de la mañana, Juan y Conchita ya habían desaparecido. Alma y Frieda estaban muertas, el fax que me había remitido seguía en el aparato, pero la gente menuda se había largado. Cuando me marché de Nuevo México cinco días después, Guzman y otros ayudantes del sheriff seguían buscándolos.

De los restos de Frieda se encargó su abogado, siguiendo las instrucciones de su testamento. El servicio se celebró en el cenador del Rancho Piedra Azul —justo detrás de la casa grande, en el bosquecillo de álamos y sauces de Hector—, pero me guardé muy mucho de asistir.

Por Frieda ya no sentía sino odio, y la idea de asistir a aquella ceremonia me revolvía el estómago. Yo no conocía al abogado, pero Guzman le habló de mí, y cuando me llamó al motel para invitarme al entierro de Frieda, simplemente le dije que estaba ocupado. Prosiguió luego con unas divagaciones sobre la pobre señora Spelling y la pobre Alma y lo horroroso que había sido todo aquello, y entonces,
en la más absoluta reserva
, haciendo apenas una pausa entre las frases, me informó de que la finca valía más de nueve millones de dólares. El rancho se pondría a la venta una vez que se autenticara el testamento, me dijo, y el producto de la venta, junto con los beneficios de la desinversión de las acciones y obligaciones de la señora Spelling, iría a parar a una organización sin fines de lucro de Nueva York. ¿A cuál?, pregunté. Al Museo de Arte Moderno, contestó él. La totalidad de los nueve millones se destinaría a un fondo anónimo para la conservación de películas antiguas. Qué raro, comentó, ¿no le parece? No, contesté, no es nada raro. Escalofriante y cruel, pero no raro. Si le gustan los chistes malos, con éste podría usted reírse durante años.

Quería volver al rancho por última vez, pero cuando paré el coche frente a la verja, no tuve valor para atravesarla. Había acariciado la esperanza de encontrar en casa de Alma alguna fotografía, algo que pudiera llevarme a Vermont, pero la policía había puesto una de esas barreras de cinta amarilla con la que suele acordonar la escena del crimen, y de pronto me faltaron agallas. No había ningún poli que me impidiera el paso, y no habría tenido dificultad en salvar la barrera y entrar en la finca, pero no pude, me fue imposible, así que di la vuelta al coche y me marché. Pasé las últimas horas en Albuquerque encargando una lápida para la tumba de Alma. Al principio pensé mantener la inscripción al estricto mínimo: ALMA GRUND 1950–1988 ESCRITORA. Salvo por las veintiocho páginas de la nota de suicidio que me envió la última noche de su vida, yo no había leído una sola palabra de sus escritos.

Pero Alma había muerto a causa de un libro, y la justicia exigía que fuera recordada como autora de ese libro.

Volví a casa. Nada ocurrió en el vuelo a Boston. Encontramos ciertas turbulencias en el Medio Oeste, comí un poco de pollo y bebí un vaso de vino, miré por la ventanilla; pero no pasó nada. Nubes blancas, un ala plateada, el cielo azul. Nada.

Al llegar a casa me encontré con el mueble bar vacío, y ya era muy tarde para salir a comprar una botella. No sé si eso fue lo que me salvó, pero se me había olvidado que acabé con el tequila la última noche y, sin esperanza de aturdimiento en cuarenta kilómetros a la redonda de West T—, donde todo estaba cerrado a cal y canto, me fui sobrio a la cama. Había pensado en lanzarme por la pendiente, caer de nuevo en mis viejos hábitos de pena inconsolable y destrucción alcohólica, pero a la luz de aquella mañana de verano en Vermont, algo en mí resistió la tentación de irme a pique. Chateaubriand estaba llegando al término de su larga meditación sobe la vida de Napoleón, y volví a encontrarlo en el vigésimo cuarto libro de las
Memorias
, en la isla de Santa Helena con el depuesto emperador.
Ya llevaba seis años exiliado; había necesitado menos tiempo para conquistar Europa. Rara vez salía de casa y pasaba el tiempo leyendo a Ossian en la traducción italiana de Casarotti... Cuando Bonaparte salía, paseaba por senderos escabrosos bordeados de áloes y fragantes retamas... o se ocultaba entre las densas nubes que rodaban por el suelo... En este momento de la historia, todo se agosta en un día; quien vive demasiado, muere vivo. Al avanzar en la vida, dejamos tres o cuatro imágenes de nosotros mismos, diferentes entre sí; las vemos a través de la niebla del pasado, como retratos de nuestras diversas edades.

No sabía si había logrado convencerme de que era lo bastante fuerte para seguir trabajando, o si de pronto me había vuelto insensible. Durante el resto del verano, tuve la impresión de vivir en otra dimensión, despierto frente a lo que me rodeaba pero al mismo tiempo separado de todo, como si tuviera el cuerpo envuelto en una gasa transparente. Dedicaba largas jornadas al Chateaubriand, levantándome temprano y acostándome tarde, y a medida que pasaban las semanas avanzaba a un ritmo constante, aumentando poco a poco mi cupo diario de tres a cuatro páginas completas de la edición de la Pléiade. Aquello tenía todo el aspecto de progresar, y esa sensación me daba a mí, pero también fue un periodo en el que estuve sujeto a curiosas faltas de atención, a despistes que parecían acecharme cada vez que me levantaba de la mesa. Se me olvidó pagar el recibo del teléfono durante tres meses seguidos, sin hacer caso de los amenazadores avisos que llegaban, y no pagué la factura hasta que un día se presentó un operario en el jardín para desconectar la línea. Dos semanas después, en una expedición de compras a Brattleboro que incluía una visita a la oficina de correos y otra al banco, me las arreglé para echar la cartera al buzón, confundiéndola con un montón de cartas. Esos incidentes me dejaban perplejo, pero ni una sola vez me detuve a considerar por qué se producían. Hacerme esa pregunta habría significado ponerme de rodillas para abrir la trampilla bajo la alfombra, y no podía permitirme atisbar entre aquellas tinieblas. Por la noche, una vez terminado el trabajo, después de cenar me quedaba hasta muy tarde en la cocina, transcribiendo las notas que había tomado durante la proyección de
La vida interior de Martin Frost
.

Sólo había tratado a Alma durante ocho días, cinco de los cuales habíamos estado separados, y cuando calculaba cuánto tiempo habíamos pasado juntos en esos otros tres, llegaba a un total de cincuenta y cuatro horas. De esas horas, dieciocho se habían perdido durmiendo. Otras siete se habían desperdiciado en separaciones de una u otra especie: las seis horas que pasé solo en su casa, los cinco o diez minutos que estuve con Hector, los cuarenta y un minutos que duró la película. Eso sólo dejaba veintinueve horas en que tuve realmente ocasión de verla y tocarla, de encerrarme en el círculo de su presencia. Hicimos el amor cinco veces. Comimos juntos seis veces. Le di un baño.

Alma había aparecido en mi vida para desaparecer de ella tan rápidamente que a veces tenía la impresión de habérmela inventado. Esa era la peor parte de enfrentarme a su muerte. No había muchas cosas para recordar, de modo que recorría los mismos senderos una y otra vez, sumando siempre las mismas cifras para llegar a los mismos resultados miserables. Dos coches, un avión, seis copas de tequila. Tres casas, tres camas en tres noches diferentes. Cuatro conversaciones telefónicas. Estaba tan aturdido, que no sabía cómo llorar su pérdida si no era manteniéndome con vida. Meses después, cuando terminé la traducción y me marché de Vermont, comprendí lo que Alma había hecho por mí. En ocho días escasos, me había traído de entre los muertos.

Poco importa lo que me pasara después. Éste es un libro de fragmentos, una recopilación de aflicciones y sueños medio recordados, y para contar esta historia he de atenerme a los hechos de la historia misma. Sólo añadiré que ahora vivo en una gran ciudad, en un punto entre Boston y Washington D. C., y que esto es lo primero que escribo desde
El silencioso mundo de Hector Mann
. Di clases durante un tiempo, encontré otro trabajo más satisfactorio y entonces dejé la enseñanza para siempre. Debo añadir también (para quienes les interesan esas cosas) que ya no vivo solo.

Hace once años que volví de Nuevo México, y en todo ese tiempo no he hablado con nadie de lo que me ocurrió allí. Ni una palabra de Alma, ni una palabra de Hector y Frieda, ni una palabra del Rancho Piedra Azul.

¿Quién habría dado crédito a una historia así, en caso de que hubiera pretendido contarla? No tenía prueba alguna, nada con lo que demostrar mis afirmaciones. Las películas de Hector se habían volatilizado, el libro de Alma no existía, y lo único que habría podido mostrar era mi patética colección de notas, mi trilogía de garabatos del desierto:

el desglose de
Martin Frost
, los fragmentos del diario de Hector y un inventario de plantas extraterrestres que no tenían nada que ver con nada. Más valía callarme, decidí, y dejar sin resolver el misterio de Hector Mann. Por entonces otros autores se pusieron a escribir sobre su obra, y cuando las comedias mudas se pasaron a video en 1992 (una colección de tres cintas en un estuche), el hombre del traje blanco empezó a ganar seguidores poco a poco.

No fue una sonada vuelta a la popularidad, desde luego, sólo un minúsculo acontecimiento en el país de los entretenimientos industriales y los multimillonarios presupuestos de mercadotecnia, pero satisfactoria a pesar de todo, y me agradaba encontrarme de vez en cuando con artículos que se referían a Hector como un maestro menor del género o (para citar el artículo de Stanley Vaubel en
Visión y Sonido) el último de los grandes artesanos de la comedia muda
. Quizá bastaba con eso. Cuando se creó un club de admiradores en 1994, me invitaron a ser miembro honorario. Como autor del primer y único estudio a fondo de la obra de Hector, me consideraban como el espíritu fundador del movimiento, y esperaban que les diera mi aprobación. En el último recuento, la Hermandad Internacional de los Fanáticos de Hector contaba con más de trescientos miembros al corriente de pago de sus respectivas cuotas, y algunos de ellos vivían en lugares tan lejanos como Suecia o Japón. Todos los años, el presidente me invita a asistir a su reunión anual en Chicago, y en 1997, cuando al fin acepté su proposición, al final de mi charla recibí una ovación de todos los asistentes puestos en pie.

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