No obstante, era una revolución que contaba con pocos amigos. Tanto la derecha como la extrema izquierda odiaban la nueva República de Weimar. Para los bolcheviques acérrimos, era una capitulación burguesa y juraron derrocarla. Les apoyaban muchas decenas de miles de soldados desencantados, convencidos de que habían combatido en vano. Por lo que a ellos respectaba, los proyectiles de artillería y el fuego de ametralladora habían transformado a orgullosos combatientes individuales en un proletariado de la muerte. Para muchos miembros de la ingente y muy radicalizada clase trabajadora alemana, el desenlace fue una réplica violenta contra todo lo que había significado la guerra.
Una oleada de motines y levantamientos amenazaba con exportar a Alemania la Revolución Rusa de 1917. Ya el 6 de noviembre de 1918 Harry Kessler expresó su alarma por la creciente ola de militancia que amenazaba con envolver a una vulnerable Alemania posbélica: «Nos dijeron que los marinos amotinados se habían apoderado de Hamburgo, Lübeck y Cuxhaven, y también de Kiel. En Hamburgo los soldados se habían unido a los marineros y formado un gobierno rojo. Los rojos afluyen en todos los trenes de Berlín a Hamburgo. Aquí se espera un levantamiento esta noche.»
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Pocas semanas después, los espartaquistas (precursores de los comunistas alemanes) planeaban abiertamente fundar una «república de consejos» o
Räterrepublik
en todo semejante al estilo soviético, para consternación de sus horrorizados adversarios.
Más aciago aún fue el hecho de que este giro hacia la extrema izquierda provocara una reacción igual y opuesta en la derecha que llevó a Alemania al borde de la guerra civil. El espectro tanto de un gobierno democrático de Weimar como, peor todavía, de consejos soviéticos armados en ciudades como Múnich era un anatema absoluto para los nacionalistas veteranos, y para sus jóvenes acólitos como Bruno. La desolación se convirtió en la cólera de los hombres que no soportaban ver postrado de rodillas a su país otrora poderoso: «Ante los ojos tenían una visión repugnante», escribió un veterano destrozado, describiendo el trauma del regreso del frente. «Chicos imberbes, desertores disolutos y putas arrancaban las hombreras de nuestros combatientes de la primera línea y escupían sobre sus uniformes grises de campaña; gente que nunca había visto un campo de batalla, que nunca había oído el silbido de una bala […] o luchado realmente.»
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En los testimonios de Theodore Abel abundan relatos de virtud injuriada entre veteranos en quienes la experiencia de la derrota había dejado cicatrices profundas e indelebles: «El 15 de noviembre de 1918, yo me dirigía hacia mi guarnición desde el hospital de Bad Nauheim […] Cuando renqueaba con ayuda de mi bastón por la estación Potsdam de Berlín, una banda de hombres uniformados que llevaban brazaletes rojos me detuvo y me ordenó que les entregara mis hombreras y mi insignia.»
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Anécdotas como ésta, con sus grados de autocompasión granguiñolesca, facilitarían más adelante a los nazis uno de sus más importantes mitos fundacionales: «Todavía agradezco a las estrellas que me ahorraran la experiencia de presenciar la humillación infligida […] a camaradas heridos por aquellos animales inhumanos […] Aullábamos de rabia. Por aquella Alemania habíamos sacrificado nuestra salud y nuestra sangre, y afrontado tormentos infernales.»
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Subsistía una pregunta acuciante para los derechistas agraviados como los Langbehn, padre e hijo, inquebrantables en su creencia de que la guerra había sido noble y justa. ¿Qué había sucedido realmente en noviembre de 1918? ¿De quién fue la culpa? La respuesta era sencilla. Los bolcheviques favorables a Moscú no sólo se habían aprovechado de la derrota alemana, sino que se habían esforzado en causarla. El ejército no había perdido la guerra, le habían «apuñalado por la espalda»,
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le habían traicionado «elementos implacables [que] se habían preparado desde mucho antes para socavar el frente de hierro, privarle de su fe en la patria y hacer que se cansara de la contienda […] De este modo volvimos humillados pero no derrotados». Los periódicos pronto empezaron a proclamar este lema desafiante y lo convirtieron en un mito nacional: «¡Presentad vuestros estandartes, valientes soldados! No os ha derrotado el enemigo, sino la caída del frente nacional. El rasgo más trágico de la situación actual es la conciencia de que los alemanes han luchado contra sus compatriotas.»
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Aunque sólo era un adolescente, Bruno debió de asimilar variaciones inacabables de invectivas y acusaciones de esta índole, para las que una ciudad castrense como Perleberg era el vivero perfecto. Aun así, por el momento seguía siendo el coto de extremistas de derecha a los que la gran mayoría pasaba por alto. Pero todo esto cambió en junio de 1919, cuando las potencias victoriosas entregaron a Alemania sus condiciones definitivas de la paz, el Tratado de Versalles
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. La paranoia nacionalista estalló de golpe en la corriente dominante de la opinión respetable, cuando setenta millones de alemanes se alzaron indignados contra el hecho de ser declarados un estado paria y excluirles del club de los países aceptables. Fue un asunto totalmente tóxico durante los veinte años siguientes, tanto para los nazis como para los que no lo eran.
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El tratado dio a la izquierda revolucionaria un ímpetu aún más grande para apoderarse del país. Pero hacia finales de 1919 la creciente agitación bolchevique empezaba a alarmar cada vez más al gobierno de Weimar. Decidió actuar, a pesar de que hacerlo suponía aliarse con la derecha nacionalista, aun cuando ésta tampoco amaba a la nueva República. Por el momento, lo único que contaba era que el gobierno actuase.
La República de Weimar aceptó pagar a los soldados que aún llevaban uniforme, con objeto de restablecer la normalidad en Alemania. Muchos recibieron exultantes la perspectiva de nuevos combates. Surgieron formaciones armadas en bases militares y guarniciones de todo el país, creadas en torno a la autoridad de oficiales carismáticos, y que pasaron a ser los llamados «Freikorps». Más que simples mercenarios, eran soldados que se entregaban al pillaje y convertían su experiencia de las trincheras en un nuevo tipo de solidaridad nacionalista. La vida civil aún tendría que esperar.
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Una vez más, los barracones de Perleberg sirvieron a Bruno como atalaya perfecta desde donde observar todo lo que ocurría, ya que la guarnición fue transformada en un cuartel importante de los Freikorps. El 5 de abril de 1919, un destacamento
Stillfried
del Freikorps Hülsen (llamado así por su jefe, el teniente general Bernhard von Hülsen) se mudó a los barracones. El contingente se había creado en Berlín en diciembre de 1918 y había luchado allí contra los comunistas insurgentes alrededor de la Navidad de 1918 y enero de 1919. Las fuerzas de Von Hülsen se componían de varios destacamentos, un total de unos 11.000 hombres, hasta que fue disuelta el 15 de mayo de 1919 y sustituida por un segundo
Stillfried
Freikorps que según las crónicas fue acogido «muy afectuosamente» en Perleberg. Este destacamento comprendía cuatro compañías y un pelotón de ametralladoras provistas de morteros y artillería.
En los grandes edificios que rodeaban la casa de Bruno volvieron a resonar los gritos de los sargentos instructores, las sesiones de armamento y el crujido retumbante de las botas desfilando, sólo que esta vez aquellos soldados lucharían en las calles de ciudades alemanas, no en los campos de Francia o Polonia. Su primera tarea consistió en arriar la bandera roja que ondeaba en el ayuntamiento de Perleberg, «para alegría de la población». Después organizaron un concierto al aire libre en la plaza principal de la ciudad e izaron el estandarte nacionalista, blanco, negro y rojo. Al cabo de unas semanas, cumplida su misión, los Freikorps abandonaron Perleberg. Cuando se hubieron ido, los ciudadanos formaron una unidad de defensa civil —que casi con seguridad incluyó al padre de Bruno— para colmar el vacío.
La guerra simplemente había cambiado un campo de batalla por otro, un enemigo antiguo por uno nuevo: calles en lugar de trincheras, comunistas en lugar de soldados británicos
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. Los Freikorps eran escuadras de vigilancia que saqueaban las calles, desfilaban bajo enseñas nacionalistas, una insignia con una calavera y, cada vez más, con la cruz en forma de gancho o la esvástica que pronto se convirtió en su símbolo principal. Y durante más de dos años acometieron contra cualquier amenaza roja, real o imaginaria. Fue la primera introducción de Bruno en la idea de la vida paramilitar y sus embriagadoras satisfacciones
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. El chico de trece años la absorbió como una esponja.
Hacia finales de 1920, el pacto fáustico entre el gobierno socialista y los Freikorps de derecha parecía haber sido provechoso, porque los últimos amotinados y los consejos obreros finalmente habían capitulado. Su «purificación por medio de una tormenta» parecía haber evitado la Revolución Bolchevique.
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Para la airada derecha alemana aplastar a los espartaquistas era sólo el principio. Sólo se podría restaurar la grandeza nacional mediante una purga completa de todos los elementos a los que consideraban extraños y débiles. Esto no era el jingoísmo anticuado de 1914. Era un nacionalismo aún más agresivo que el militarismo prusiano del que había nacido. Enardecido por el fervor tribal y el sueño de la redención nacional, sus llamas ardieron más fuertes en torno al concepto de la esencia étnica germánica, no sólo a sus hombres de uniforme. Mientras los bolcheviques reivindicaban la clase, los nacionalistas alemanes de después de la guerra construyeron su edificio de mito y rencor sobre la idea del
Volk
, el «pueblo». El nazi Bruno habría juzgado esta idea tan electrizante como profundamente consoladora.
Pero el
Volk
no estaba aún en condiciones de adoptar su poderosa capa nacionalista. Por lo que respectaba a los nacionalistas agraviados, el desenlace horroroso de la guerra demostraba que Alemania había sido conquistada desde dentro; no sólo había sufrido una derrota militar, sino un completo fracaso de nacionalidad. Sólo un acto de salvación nacional podría hacer que Alemania renaciera de sus cenizas. Los nacionalistas se comprometieron a lograrlo.
Para ello, por supuesto, había un obstáculo de importancia: la pequeña cuestión de la Primera Guerra Mundial. Todo lo que la victoria hubiese ofrecido yacía en ruinas: el prestigio nacional, el poder militar y la dominación continental. Para la generación de Bruno, por consiguiente, era imperativo rescatar el significado sagrado de la guerra de la realidad de su desastroso desenlace y erradicar el estigma de 1918. El alma nacional estaba en juego y para recuperarla haría falta la más poderosa imaginación alemana.
Por suerte para los nacionalistas, existía un hombre así en la persona de un ex oficial de infantería, Ernst Jünger, un autor que había cautivado al Bruno de quince años, que era ya un lector ávido con apetito para la literatura nacionalista. A mediados de la década de 1980, Bruno me había regalado una edición alemana de
Tempestades de acero
, la novela más famosa de Jünger. Lee esto, me había dicho. Era el libro que más admiraban él y sus
Kriegskameraden
, el mejor libro sobre la guerra jamás escrito, explicó. Una pequeña parte de mí veía que, en efecto, se trataba de una novela realmente emocionante. Pero pasarían años hasta que comprendí de verdad sus resonancias más amplias.
Jünger era un personaje fascinante y ambiguo. Había sido en la guerra uno de aquellos soldados de asalto que Bruno había llegado a admirar tanto de niño. Fue herido muchas veces y condecorado con igual frecuencia (obtuvo la medalla alemana más distinguida, la
Pour le Mérite
o Max Azul. Había vertido sus todavía vibrantes recuerdos del frente en una primera novela asombrosa, publicada pocos meses después de terminada la guerra y aclamada enormemente ya en los años veinte. Es un crudo y vigoroso clásico de la literatura bélica que aún conserva su capacidad de impresionar. El contraste es acusado para los que nos educamos leyendo memorias, diarios y novelas de guerra inglesas, francesas o incluso norteamericanas
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. La gran mayoría de estos relatos trazan un retrato de fútil desperdicio, sacrificio innecesario e insensatez política. Contienen una carga de elegía y patetismo, una censura melancólica de los excesos del nacionalismo y un militarismo que causa estragos. Era una guerra que debería haberse evitado; un error trágico, mal calculado y criminalmente perpetrado.
Reforzó todo esto un diario extraordinario que heredé de mi tío abuelo escocés, Algy Davidson, que había servido en las trincheras como segundo teniente, con los Seaforth Highlanders, junto con su hermano Don, mi abuelo. Era la crónica de los muchos meses que había pasado en el frente, y abundaba en reflexiones sobre el motivo de que estuviese allí y la causa por la que estaba luchando. Lleno de patriótico estoicismo, la guerra era algo que había que librar y ganar, aunque sólo fuera para volver a casa y no tener que pelear nunca más en una contienda semejante. Servir en el ejército era una fuente de orgullo, de profesionalismo y de camaradería, pero su precio de sufrimiento y sacrificio nunca le consintió incurrir en la fantasía de que fuese de algún modo placentero. No hay ninguna indicación en las páginas curvadas y amarillentas del diario, escrito a lápiz con una letra fina, de que el combate le exaltase o satisficiera necesidades que no cubriera la paz: «Sábado, 7 de abril de 1917. El tiempo es gris y nublado, y llueve. Después del rancho vamos al cuartel general y el oficial al mando y su ayudante nos dan consejos de despedida. Parecen seguros del éxito. Yo sufro un absceso que es muy irritante pero tengo que mostrarme lo más alegre posible. Deseo
bon chance
al capitán Will y a otros oficiales que se dirigen al frente. Ken Ross recibe la noticia de que han matado a su primo de Tain. Es un buen soldado y le echarán mucho en falta. Que Dios ayude a su afligida madre. Al atardecer nos ocupamos de nuestros pelotones. Hay mucha actividad de aeroplanos, pues el cielo está despejado para una buena observación. Por la noche escribimos cartas de despedida a los amigos. Mañana avanzaremos hacia el frente y tomaremos posición. Dios nos ayude en la lucha y nos conceda la victoria.» Fue su última reseña; tres días después murió del disparo de un francotirador cuando se dirigía a la enfermería.
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El verdadero sentido de la vida no estaba para Algy en el campo de batalla; estaba en casa, esperando que volvieran los afortunados que sobrevivían. Aunque su deber era combatir, la guerra era una aberración, una experiencia infernal que había que sobrellevar para ahorrársela a la siguiente generación.