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Authors: Fritz Leiber

Tags: #Fantástico

Espadas entre la niebla (3 page)

BOOK: Espadas entre la niebla
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El desenlace de la refriega fue rápido. Los tres atacantes, sólo intimidados un instante por el rocío de carbones ardientes, que no les alcanzaron, se lanzaron adelante con resolución, los cuatro aceros en busca del Ratonero y de Fafhrd. El nórdico paró con el brasero el golpe de la espada que empuñaba Gnarlag en la mano derecha, y el de la izquierda con la guarda de su propia arma, a la vez que atravesaba con ésta el cuello del matón.

Fue una estocada terrible: las dos espadas de Gnarlag pasaron por los lados de Fafhrd y se desplomaron con su portador agonizante. El nórdico, que ahora experimentaba un intenso dolor en la mano izquierda, lanzó el brasero en la dirección útil más próxima..., que resultó ser la cabeza de Skel, privando de ese golpe al Ratonero, quien por entonces retrocedía ágilmente, pero no con mayor rapidez que la de Kreshmar y Ske1 en su ataque.

El Ratonero se agachó bajo la hoja de Kreshmar y clavó a Escalpelo entre las costillas del asesino, por el camino más fácil hacia el corazón. Extrajo la espada con rapidez y proporcionó la misma dosis de acero delgado al tambaleante y aturdido Skel. Se apartó entonces de un salto y escudriñó a su alrededor, sosteniendo la espada alta y amenazante.

—Todos han mordido el polvo —dijo Fafhrd, quien había dispuesto de más tiempo para examinar su entorno—. ¡Ay, Ratonero, me he quemado los dedos!

—Y a mí me han diseccionado una oreja —replicó el pequeño espadachín, tocándose con cautela el lóbulo magullado—. Bueno, sólo ha sido un rasguño en el borde... —Entonces, tras haber asimilado la observación de Fafhrd, exclamó—: ¡Te lo tienes bien merecido por pelear con un arma propia de un pinche de cocina!

—¡Bah! ¡Si no fueras tan cicatero con el carbón, los habría dejado a todos ciegos cuando les eché las brasas ardientes!

—Y te habrías quemado aún más los dedos —dijo el Ratonero en tono risueño, que se acentuó al añadir—: Creo haber oído el ruido de una bolsa de oro en el cinto de uno de los que pusiste a raya con el brasero. Skel..., sí, el camorrista Skel. Cuando recupere a Garra de Gato...

Se interrumpió a causa de un repulsivo sonido de succión que finalizó con un leve plop. Al tenue resplandor procedente del barrio de los nobles, presenciaron una horrorosa visión sobrenatural: la daga ensangrentada del Ratonero suspendida sobre el ojo traspasado de Gis, sostenida sólo por un serpenteante tentáculo de la niebla blanca que había enmascarado a sus atacantes y que ahora se había hecho todavía más densa, como si hubiera succionado —como así era, en efecto— un alimento supremo de sus servidores muertos.

Los dos amigos experimentaron entonces el temor a las más horrendas pesadillas convertidas en realidad: el rayo que mata certeramente surgiendo de improviso en la tormenta, la serpiente gigante que emerge del mar, las sombras que se fusionan en el bosque para asfixiar al hombre que se ha perdido en él, la negra cinta de humo que brota de la hoguera del brujo y va en busca de víctimas a las que estrangular.

Oían a su alrededor el débil tintineo del acero contra los adoquines: otros tentáculos de niebla estaban levantando las cuatro espadas caídas y el cuchillo de Gis, mientras que otros palpaban el cinto del degollado en busca de los cuchillos no desenvainados.

Era como si un gran pulpo fantasmal hubiera surgido de las profundidades del Mar Interior y se estuviera armando para el combate.

A cuatro metros por encima del suelo, en el punto de la espesa niebla de donde brotaban los tentáculos, se estaba formando un disco rojo, en el centro del cuerpo de la niebla, por así decirlo... Un disco rojo que iba adquiriendo el aspecto de un ojo único, grande como un rostro...

Era inevitable pensar que tan pronto como aquel ojo pudiera ver, unos diez tentáculos armados atacarían en seguida, certeramente.

Fafhrd permaneció paralizado de terror entre el ojo que se iba formando con rapidez y el Ratonero. Éste tuvo una inspiración súbita, cogió con firmeza a Escalpelo, se preparó para correr y gritó al alto nórdico:

— ¡Haz un estribo!

Fafhrd adivinó la estratagema del Ratonero, se sobrepuso al horror, entrelazó los dedos de ambas manos y se agachó. El Ratonero echó a correr, colocó el pie derecho en el estribo que Fafhrd había formado con las manos y saltó desde allí al mismo tiempo en que su amigo reforzaba el salto con un fuerte empujón y una exclamación simultánea de extremo dolor.

El Ratonero, precedido por su espada, apuntada con precisión, pasó a través del disco ocular ectoplásmico, dispersándolo totalmente. Entonces desapareció de la vista de Fafhrd tan repentina y completamente como si lo hubiera engullido un banco de nieve.

Un instante después los tentáculos armados empezaron a dar estocadas y tajos, al azar y erráticamente, como podrían hacerlo unos espadachines ciegos. Pero como eran diez, nada menos, algunos de los golpes se acercaban peligrosamente a Fafhrd, el cual tenía que esquivarlos y agacharse para mantenerse fuera de las trayectorias mortales. Guiados por el ruido de sus zapatos sobre los adoquines, los tentáculos armados con espadas y cuchillos empezaron a apuntar un poco mejor, de nuevo como podrían hacerlo unos espadachines ciegos, y tuvo que esquivarlos más ágilmente, cosa que no era la más fácil y segura para un hombre tan corpulento como él. Un observador imparcial, si un ser así hubiera sido concebible, podría haber llegado a la conclusión de que el pulpo espectral trataba de hacer bailar a Fafhrd.

Entretanto, en el otro lado del monstruo blanco, el Ratonero había reparado en el hilo plateado y rosado, y dando un salto, porque el filamento trató de evadirle, lo cortó con la punta de Escalpelo. Ofreció más resistencia al acero que todo el cuerpo de la niebla, y al partirse produjo un sonido de lo más antinatural e inesperado.

Inmediatamente, el cuerpo de niebla se derrumbó, se deshinchó con más celeridad que cualquier vejiga pinchada, o más bien cayó como un gigantesco bejín blanco al que da un puntapié una bota gigante, los tentáculos se desprendieron y las espadas y cuchillos se estrellaron sobre los adoquines, al tiempo que se esparcía un hedor que obligó a Fafhrd y al Ratonero a taparse bocas y narices.

El hedor duró poco. Tras husmear cautamente y cerciorarse de que el aire volvía a ser respirable, el Ratonero exclamó alegremente:

— ¡Eh, querido camarada! Creo que he cortado la delgada garganta de esa cosa, o el corazón, o un nervio vital, o la tralla plateada, o el cordón umbilical, o lo que fuera esa cuerda.

—¿Adónde conducía esa cuerda? —le preguntó Fafhrd.

—No tengo la menor intención de tratar de averiguarlo —respondió el Ratonero, mirando cautelosamente por encima del hombro en dirección por donde había llegado la niebla—. Si te apetece, dedícate a recorrer el laberinto de Lankhmar. Pero la cuerda parece tan muerta como todo lo demás.

—¡Ah! —exclamó Fafhrd, de súbito, y empezó a agitar las manos—. ¡Pequeño bribón! Obligarme a hacer un estribo con mis manos quemadas...

El Ratonero sonrió mientras su mirada recorría los adoquines desagradablemente viscosos, los cadáveres y las armas esparcidas.

—Garra de Gato debe de estar por aquí... —musitó—. Y oí el tintineo del oro...

— ¡No se te escaparía una moneda bajo la lengua del hombre al que estuvieras estrangulando! —le dijo Fafhrd con enojo.

En el Templo del Odio, cinco mil fieles empezaron a levantarse lentamente, débiles y quejumbrosos, cada uno de ellos aligerado de peso desde el inicio de la ceremonia. Los que tocaban los tambores se derrumbaron sobre sus instrumentos, los que manipulaban las luces lo hicieron sobre sus velas rojas apagadas, y el enjuto arcipreste bajó la cabeza con gesto cansado y torvo, y apoyó la máscara de madera en sus manos semejantes a garras.

En el cruce de los callejones, el Ratonero hizo oscilar ante el rostro de Fafhrd la pequeña bolsa que acababa de extraer del cinto de Skel.

—Mi noble camarada, ¿se lo damos como regalo de bodas a la dulce Innesgay? —preguntó con voz cantarina—. Y luego volvemos a encender el braserillo y terminamos esta noche como la comenzamos, saboreando las alegrías inigualables del deber cumplido y las múltiples maravillas de...

—¡Trae aquí, idiota! —gruñó Fafhrd, arrebatándole la bolsa pese al dolor de los dedos quemados—. Sé de un sitio donde tienen tisanas suavizantes, y también agujas para remendar los rasguños en las orejas de los ladrones. ¡Y donde tanto el vino como las muchachas son ardientes y limpios!

Tiempos difíciles en Lankhmar

Hace mucho tiempo, en Lankhmar, ciudad de la Toga Negra, en el mundo de Nehwon, dos años antes de la Muerte Emplumada, Fafhrd y el Ratonero Gris se separaron.

Se desconocen los motivos exactos de la riña entre el alto y pendenciero bárbaro y el esbelto y esquivo Príncipe de los Ladrones, lo que causó el fin de aquella asociación con la que vivieron grandes aventuras, y en su día fue objeto de muchas especulaciones. Algunos dijeron que se habían peleado por una muchacha; otros sostenían la idea, aún más improbable, de que habían discutido por el reparto de un botín de joyas arrebatado a Muulsh el prestamista. Srith de los Pergaminos sugiere que su distanciamiento se debió principalmente al reflejo de una hostilidad sobrenatural que existía por entonces entre Sheelba del Rostro Sin Ojos, el demoníaco mentor del Ratonero, y Ningauble de los Siete Ojos, el extraño patrón de Fafhrd con sus múltiples serpientes.

La explicación más probable, que se opone frontalmente a la hipótesis de Muulsh, es que los tiempos eran difíciles en Lankhmar, las aventuras escasas y poco atractivas, y los dos héroes habían llegado a ese punto en la vida en que un hombre con dificultades económicas desea mezclar incluso las aventuras y placeres más insólitos con ciertas actividades prudentes que conduzcan a la seguridad financiera o espiritual, aunque pocas veces, o ninguna, a ambas.

Esta teoría, la del hastío y la inseguridad, así como una diferencia de opinión sobre la mejor manera de combatir los sombríos sentimientos que embargaban su ánimo, explica los principales elementos que subyacen en la separación de la pareja... Esta teoría puede responder, y quizá incluso incorporar, la sugerencia, por lo demás ridícula, de que los dos camaradas riñeron a causa de la ortografía correcta del nombre de Fafhrd, pues el Ratonero prefería perversamente un simple equivalente lankhmariano de «Faferd», mientras que el propietario del nombre insistía en que sólo la original aglomeración de consonantes que llenaban la boca podría seguir satisfaciendo a su oído y su vista, y a su sentido semiletrado y bárbaro de la adecuación de las cosas. Los hombres aburridos e inseguros lanzan flechas a las motas de polvo.

Es cierto que su amistad, aunque no se rompió por completo, se enfrió mucho, y que sus estilos de vida, aunque ambos permanecieron en Lankhmar, divergieron notablemente.

El Ratonero Gris entró al servicio de un hombre llamado Pulg, un próspero extorsionista de pequeñas sectas religiosas, un señor del oscuro mundo del hampa de Lankhmar, que cobraba tributos a los sacerdotes de todos los diosecillos a los que trataban de convertir en dioses, so pena de diversas cosas desagradables, molestas y repugnantes que ocurrirían en los futuros servicios del diosecillo moroso. Si un sacerdote no pagaba a Pulg, sus milagros no surtirían efecto, la congregación de fieles y las colectas disminuirían mucho, y era muy posible que acabara con la piel llena de magulladuras y los huesos rotos.

En compañía de tres o cuatro matones de Pulg, y a menudo de una o dos esbeltas bailarinas, el Ratonero llegó a ser una figura familiar y amenazante en la calle de los Dioses, que va desde la Puerta del Pantano hasta los lejanos muelles y la Ciudadela. Todavía vestía de gris, se cubría con una capucha y se ceñía a un costado a Garra de Gato y a Escalpelo, aunque la daga y la espada ligeramente curva permanecían en sus vainas. Sabía por larga experiencia que una amenaza es generalmente más efectiva que su ejecución, y limitaba sus actividades a conversar y manejar el dinero. Solía empezar diciendo: «Hablo en nombre de Pulg... ¡Como suena, con una g final! ». Luego, si los religiosos se volvían recalcitrantes o demasiado testarudos en su regateo, y era necesario destrozar unos santitos o disolver a la congregación, hacía un seña a los matones para que tomaran medidas disciplinarias mientras él permanecía al margen, ocioso, generalmente dedicado a una conversación sardónica con una o varias acompañantes, y a menudo mordisqueando dulces. A medida que transcurrían los meses, el Ratonero engordaba y las sucesivas bailarinas eran más delgadas, aniñadas y de mirada sumisa.

En cuanto a Fafhrd, rompió su larga espada sobre una rodilla (produciéndose un corte profundo), arrancó de sus vestidos los pocos adornos que les quedaban (fragmentos de metal mate, bajo de ley y sin valor) y trozos de piel de roedor, renunció solemnemente a la bebida copiosa y a todos los placeres que la acompañan (durante cierto tiempo sólo tomó cerveza ligera y se abstuvo de mujeres), y se convirtió en el único acólito de Bwadres, sacerdote único de Issek de la jarra. Se dejó crecer la barba hasta que era casi tan larga como el pelo que le rozaba el hombro, enflaqueció, aparecieron huecos en sus mejillas y las órbitas de sus ojos adquirieron un aspecto cavernoso, el tono de su voz cambió de bajo a tenor, aunque no como resultado de la terrible mutilación que algunos rumoreaban que se había infligido: los que sabían que se había cortado al romper su espada, aunque mentían como bellacos con respecto a la parte del cuerpo afectada.

Los dioses en Lankhmar (es decir, los dioses y candidatos a la divinidad que moran o acampan, por así decirlo, en la Ciudad Imperecedera, no los dioses de Lankhmar .... lo cual es un asunto muy distinto, secreto y horrendo)..., los dioses en Lankhmar dan a menudo la impresión de que son tan innumerables como los granos de arena del Gran Desierto Oriental. En su gran mayoría comenzaron como hombres, o, más exactamente, los recuerdos de hombres que llevaron vidas ascéticas, acosadas por visiones, y cuyas muertes fueron dolorosas y confusas. Uno tiene la sensación de que desde el principio del tiempo una horda interminable de sus sacerdotes y apóstoles (o incluso los mismos dioses, poco importa) se han arrastrado por el mismo desierto, la Tierra Hundida, y el Gran Pantano Salado, para converger en la entrada de Lankhmar, en la Puerta del Pantano, baja y con un pesado arco, tras haber sufrido por el camino las diversas e inevitables torturas, castraciones, cegueras y lapidaciones, empalamientos, crucifixiones, descuartizamientos y demás tormentos a manos de los bandidos orientales y los infieles mingoles. Uno se siente tentado a pensar que estos últimos fueron creados con el único propósito de perseguir cruelmente a esos desdichados. Entre la santa multitud de atormentados hay algunos señores de la guerra y brujas en busca de inmortalidad infernal para sus oscuras y satánicas figuras aspirantes a deidades, y algunas protodiosas, en general doncellas de las que se dice que fueron esclavizadas durante décadas por magos sádicos y violadas por tribus enteras de mingoles.

BOOK: Espadas entre la niebla
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