Gataca (9 page)

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Authors: Franck Thilliez

Tags: #Thriller, Intriga, Poliiciaca

BOOK: Gataca
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Lucie meneó la cabeza con firmeza.

—Haz lo que quieras, pero no pondré los pies allí. Estoy harta de psiquiatras.

—No me has entendido. No es psiquiatra, nos ayuda a abrir los ojos ante nuestro pasado, a interrogarnos acerca de las relaciones con nuestros antepasados. Los lazos de sangre.

Marie miró al suelo, donde siempre miraba antes de anunciar los temas de mayor importancia, como si éstos nos doblegaran la cabeza. Tras una inspiración, soltó la frase con brutalidad.

—Yo también tuve una hermana gemela.

Lucie sintió un puñetazo en el abdomen, uno de esos que cortan la respiración. Retrocedió en su sillón.

—¿Una… una hermana gemela?

—Se llamaba France. Fue la primera en salir del vientre de mi madre en la maternidad de Liévin, en junio de 1950.

Lucie tenía un nudo en la garganta. Su madre casi nunca hablaba de su pasado, de su juventud, como si todo estuviera encerrado en un viejo baúl del que hubiera perdido la llave. A decir verdad, Lucie sabía muy poco sobre su propia familia y sus antepasados. Todas esas almas y esos cuerpos se habían dispersado en el espacio y en el tiempo, como una estela de polvo.

—Cuando… Cuando ocurrió la tragedia, acabábamos de cumplir cuatro años. Aún vivíamos en Calonne, en esa época. ¿Recuerdas las fotos de la casa donde tus abuelos vivieron de jóvenes?

Lucie asintió sin dejar de apretar los labios. Por supuesto, la recordaba. Una casita de ladrillos rojos, en lo más hondo de la cuenca minera. El fuego de carbón, las baldosas moteadas, el gran barreño que servía de bañera para toda la familia… Su abuelo era minero y su abuela repartía las lámparas junto al pozo negro que se tragaba a los hombres, a las seis de la mañana… Unos obreros a los que prácticamente no había conocido, fallecidos a una edad temprana a causa de enfermedades que afectaban a los pulmones o a la garganta.

Marie hablaba con nostalgia y las palabras que salían de su boca parecían pulidas por el tiempo.

—Fue en pleno verano. France y yo jugábamos en el jardín. Nos divertíamos cavando con palos pequeños hoyos en la tierra, allí donde había las frambuesas, detrás del gallinero de tu abuelo. France era mucho más hábil que yo, y cavaba más rápido aquella tierra tan negra y tan dura. Y desenterró una granada. Tu abuelo nos había enseñado una para que supiéramos cómo eran y nos había explicado que si se desenterraban armas de la guerra, sobre todo no había que tocarlas. En la cuenca minera no era raro que la gente encontrara obuses, cascos e incluso esqueletos de soldados alemanes enterrados en sus terrenos.

Los dedos de Lucie se crisparon en la tapicería, mientras su madre seguía explicando.

—A mis cuatro años, le dije a France que se quedara allí mientras iba a avisar a nuestros padres. Cuando entré en el patio, oí la explosión. La onda expansiva rompió todos los cristales de la vieja casa.

Se trituraba las manos como debía de haberlo hecho a lo largo de todos aquellos años cuando volvía a recordarlo. Lucie sintió que los ojos se le inundaban de lágrimas.

—Su muerte se convirtió en un tabú. No volvimos a hablar de ello entre nosotros. Mis padres, mis tíos, mis tías y mis primos hicieron como si… como si France nunca hubiera existido. Renegamos de ella, escondiendo ese vergonzoso secreto en lo más hondo de nuestra alma. Ni una sola foto de ella, nada que pudiera recordar su presencia. Incluso yo acabé olvidándola, con el tiempo, porque no me dieron otra opción. Cuatro años… Era tan pequeña. A menudo incluso he llegado a dudar: ¿existió realmente? Ni siquiera estaba segura de eso.

Lucie se puso en pie y abrazó a su madre.

—¡Oh, mamá! ¿Por qué no me lo habías contado?

Marie acariciaba con sus manos la espalda de su hija, abrazándola con fuerza. Estaba a punto de llorar.

—Luego yo, la gemela superviviente, me quedé embarazada de ti a los veintidós años. Mi primera ecografía mostró que… que…

Lucie se separó un poco de ella y la miró a los ojos. Leyó en ellos culpabilidad y una tremenda tristeza. Todo su organismo se estremeció y habló mecánicamente.

—…Que estabas embarazada de gemelas. Pero sólo una de las dos nacería y absorbería durante el embarazo a su propia hermana.

—Tú… Mi hija única.

Lucie se incorporó y apretó los puños con asco. Conocía la historia, había tenido que afrontarla con agallas. Primero fueron aquellos horribles dolores de cabeza que aparecieron en su adolescencia. Luego los exámenes y aquellas abominaciones que descubrieron en su cráneo, hacia los dieciséis años. Un cirujano le extrajo un quiste dermoide en el que había los restos orgánicos de su hermana gemela. Dientes, uñas y cabellos absorbidos por el gemelo dominante en el vientre materno, durante los primeros meses de concepción. Los casos descubiertos en el mundo se contaban con los dedos de una mano.

En cuanto lo supo, el carácter de Lucie cambió. Aquello que para algunos no era más que un simple problema de concepción hizo que la adolescente se sintiera sucia, avergonzada y monstruosa. ¿Qué innobles instintos durante la gestación la habían llevado a conquistar el vientre materno? Más adelante, descubrió un hecho natural que la impresionó sobremanera: el canibalismo intrauterino de los tiburones toro. En esta especie, los embriones más desarrollados devoran a los más débiles. Un fenómeno que selecciona, antes del nacimiento, a los individuos más resistentes y que demuestra la fuerza del instinto y de los genes. Lucie había reflexionado mucho acerca de ese fenómeno natural. ¿Tenía ella, al igual que esos tiburones, los más viles instintos de depredación? ¿Conservaba ella a flor de piel esos rasgos animales, prehistóricos, que por lo general se hallan ocultos en lo más hondo de cada individuo? ¿Era por esa razón increíble e incomprensible por lo que se había hecho policía y perseguía a otros predadores como ella?

Miró de nuevo a su madre, profundamente perturbada por la conversación.

—Y el año pasado, Clara… Dios mío… No, mamá, no puedo creer que…

Se encerró en el silencio, incapaz de afrontar la evidencia. Su madre la asió de las manos.

—Ahí están los hechos. Algo afecta a los gemelos de nuestra familia. Ignoro si… si hubo gemelos en generaciones precedentes, habría que hacer difíciles investigaciones, pero una cosa es cierta: los conflictos no resueltos, los secretos, las cosas silenciadas, siempre vuelven a salir a la luz, repitiéndose de generación en generación. No te puedes imaginar la de casos que me ha explicado esa terapeuta. Freud ya se refirió a la posibilidad de la transmisión de un mal a través de un inconsciente que uniera a los miembros de una misma familia. Jung y Dolto hablaban de un inconsciente colectivo y de sincronías. Todo eso existe.

—Es imposible.

—Hay casos célebres a lo largo de la historia. El padre de Arthur Rimbaud, por ejemplo, que no conseguía resolver sus problemas familiares y huyó, abandonando a su hijo. Como su propio padre y su bisabuelo antes que él… ¿Y qué decir de esas maldiciones de los Kennedy o los Rockefeller? Hay cosas que no pueden explicarse, Lucie, pero que existen. En la consulta de la terapeuta conversé con un hombre joven que tenía unas pesadillas recurrentes desde su infancia, en las que veía a gente quemarse. Soñó con eso hasta que su abuelo le confesó que había salido con vida de los campos de concentración, un secreto que nunca había confiado a nadie. Desde aquel día, el joven no volvió a tener pesadillas. Hay algo en los genes, en la máquina biológica, que hace que paguemos las deudas de nuestros ancestros mientras éstas no salen a la luz. Hay algo más que el ADN que transita de una generación a otra, estoy convencida.

Lucie meneaba la cabeza. Su mente superracional de ex policía no podía admitir que creyese en esas disparatadas historias de maldiciones. Un policía se basa en hechos, en pruebas concretas, y no en suposiciones descabelladas.

—Así, según tú, si no hubiera existido ese secreto sobre la gemelaridad en nuestra familia, ¿yo no habría absorbido a mi gemela durante el embarazo y Carnot hubiera elegido a otra víctima? Es absurdo.

—Yo no he dicho eso, es mucho más complicado… Pero te pido una cosa: no vayas mañana a ver a Carnot. Ven conmigo a ver a esta mujer. Te abrirá los ojos acerca de tu propio pasado.

—Todo eso no tiene ni pies ni cabeza.

—Rechazas que te ayuden.

—Y tú buscas explicaciones donde no las hay. En todo esto no veo más que una triste sucesión de coincidencias. He sido policía y sé el rostro que tiene la muerte. No hay nada mágico ni maldito. Es pura biología y pura química, mamá. Y ahora, si me permites…

Con un suspiro, Lucie se dirigió hacia la habitación de Juliette, con la impresión de haberse quedado completamente vacía.

9
Oficinas de la Criminal…

Una vez que la puerta se hubo cerrado a sus espaldas, el comisario se halló frente a dos hombres, Bertrand Manien y Marc Leblond, su brazo derecho. Uno estaba sentado, tieso como un palo, y el otro apoyado despreocupadamente en la ventana del fondo que daba al Sena. Un ambiente cargado y un mobiliario de otra época.

—Siéntate, Franck.

Sharko obedeció en silencio la orden de su ex jefe. Una silla de madera, rudimentaria. Sintió un dolor en las nalgas, porque tenía los huesos sobresalientes. Estaba delgado, demasiado delgado. Por lo general, en aquella sala, organizada como
open space
, había de media cinco o seis policías que trabajaban a la vez frente a sus ordenadores. En aquel momento, o todos los hombres estaban trabajando en la calle o bien les habían pedido amablemente que abandonaran el lugar durante la «entrevista». Marc Leblond se situó junto a Manien y se acomodó a su vez. Un tipo alto, también delgado, de unos cuarenta años, inseparable de sus botas camperas y su paquete de cigarrillos baratos. Una cara de reptil, de ojos finos en los que centelleaba el vicio. Antes de incorporarse a la Criminal, aquel policía se había pasado cinco años deteniendo putas y eventualmente comprobando la calidad del servicio. A Sharko nunca le había gustado aquel tipo y el sentimiento era mutuo.

El reptil rubio desenfundó primero. Una voz ronca, imperativa, la del tipo que disfruta con la situación.

—Háblanos de Frédéric Hurault.

Frédéric Hurault… El cadáver hallado en su coche en Vincennes. Frente a los dos policías, Sharko había adoptado una posición fingidamente relajada. Con los brazos cruzados, un poco repantigado en su silla. Al fin y al cabo se hallaba ni más ni menos que en su antiguo puesto.

—¿Que os hable de él? ¿Qué quieres decir?

—¿Cómo lo detuviste? ¿Cuándo?

El comisario frunció el ceño. Quiso ponerse en pie pero Bertrand Manien se inclinó por encima de la mesa de despacho y le puso la mano en el hombro.

—Quédate,
comisario
, por favor. Desde hace dos días estamos con la mierda al cuello en ese caso. No hay testigos ni móvil aparente. Hurault no era un habitual de la prostitución, y ni siquiera se le empinaba, con toda la medicación que le habían dado en el hospital psiquiátrico. ¿Tenía una cita? ¿Un deseo repentino? Pero ¿por qué en ese lugar, tan alejado de todo? En resumidas cuentas, de momento no tenemos nada.

—¿Me echaste de tu equipo y ahora quieres que te ayude?

—Te hice un favor al echarte, ¿no? Era, como decirlo… ¿un favor por favor? Escúchame, el asesino no es un simple putero. Simplemente te preguntamos para tratar de avanzar. Perseguiste a Hurault hace años y lo detuviste. Lo conoces. A él y a sus relaciones.

—Para eso están los archivos.

—Los archivos pesan y están llenos de polvo. No hay nada como el factor humano. Nos gustaría que nos pasaras las informaciones importantes. Es posible que pronto todos mis hombres estén trabajando en el caso del mono y yo tengo que avanzar en el mío, que no le importa a nadie, ¿me entiendes?

Sharko se serenó.

—No puedo deciros demasiado sobre él que no sepáis ya. Fue a principios de los años 2000. Hurault se acababa de divorciar, tras diez años de matrimonio, por decisión de su mujer. Un divorcio turbulento. Hurault no soportaba verse solo. Tenía treinta años y era obrero de la Firestone. Vivía en un pequeño apartamento en Bourg-la-Reine. El día del trágico suceso, tenía la custodia de sus hijas durante el fin de semana.

El policía tragó saliva, respiró y trató de mantener una voz neutra, desprovista de emoción. Sin embargo, nunca había olvidado los horrores que vio aquel día, en el cuarto piso de un edificio antiguo.

—A las pequeñas las encontró la madre el domingo por la noche. Estaban en pijama, ahogadas en la bañera. ¿Queréis que os describa la escena?

—Con eso basta.

—Tras seguir la pista de sus movimientos bancarios, pudimos atrapar a Hurault quince días más tarde en Madrid, en un hotel de tres al cuarto. Dijo que había perdido la razón en el momento de cometer el acto y que no recordaba cómo había matado a las chiquillas. Según un perito psiquiatra, había sufrido un breve brote psicótico provocado por el estrés del divorcio. Cuando vio los cuerpos ahogados en la bañera, fue presa del pánico y huyó. Sus abogados esgrimieron el artículo 122.1 del código penal sobre la irresponsabilidad. Al cabo de un largo y complicado juicio en el que desfiló una batería de psiquiatras, ganaron. Hospital psiquiátrico Sainte Anne por un tiempo indeterminado. Por lo que respecta a la madre… Varios intentos de suicidio… Nunca se recuperó.

Manien manoseaba un bolígrafo, sin dejar de mirar a Sharko. Sus gestos eran bruscos, nerviosos.

—¿Y tú? ¿Qué pensabas tú? ¿Creías que no era responsable?

—Lo que yo creyera poco importaba. Había hecho mi trabajo. El resto no era asunto mío.

—¿Que no era asunto tuyo? Sin embargo, te vieron en el juicio. Un juicio al que asististe con asiduidad, como si te concerniera personalmente.

—A menudo he asistido a juicios de casos importantes en los que he intervenido. Y estaba de vacaciones.

—Yo, en vacaciones, me voy a pescar o a la montaña.

Se volvió hacia Leblond.

—¿Y tú qué haces?

El reptil se contentó con una mueca, sin responder. Manien se volvió de nuevo hacia Sharko con un aspecto más relajado, casi burlón.

—Y tú prefieres asistir a juicios… De acuerdo… Cada uno se divierte como quiere, al fin y al cabo. ¿Sabes si Hurault tenía enemigos?

—¿Además de todos los padres y madres de Francia?

Un silencio. Unas miradas retadoras. Manien soltó el bolígrafo y se inclinó hacia delante, con los puños en el mentón.

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