Sharko se frotó las sienes y, tras ponerse las gafas de sol, una de cuyas varillas estaba remendada con pegamento, echó la nuca hacia atrás, con el rostro mirando al cielo. Unos rayos tibios le acariciaban placenteramente las mejillas. Cerró los ojos y pudo imaginar al asesino llegando al animalario con un mono agresivo. Uno noquea a la víctima y el otro la muerde en la cara, presa de sus instintos de la selva. Tal vez el «monstruo» al que se había referido
Shery
. Uno de sus congéneres simiescos.
A su alrededor, el ruido de voces y motores se detuvo. El chapoteo del agua… El soplo del viento… Las sombras que danzaban agradablemente bajo sus párpados… Todo se dispersó, como un puñado de sal arrojado al cielo.
Se sobresaltó con violencia cuando una mano lo agarró del hombro. Sharko tardó unos segundos en darse cuenta de dónde se hallaba. Con una mueca, alzó la nuca y se incorporó. Levallois estaba ante él.
—No es muy legal haberme dejado plantado en plena sala de autopsias. Acabamos de empezar a trabajar juntos y ya me las gastas así.
Sharko miró su reloj. Había transcurrido más de una hora. Contuvo un bostezo.
—Discúlpame, pero estoy pasando un mal momento.
—Hace un montón de tiempo que pasas un mal momento, por lo que me han dicho los demás. Según parece, Manien y tú os peleasteis hasta que te despidió.
—No hagas caso de las malas lenguas. En los pasillos del 36, las oirás de todos los colores. Rumores perniciosos, la mayoría infundados. ¿Y qué hay de la autopsia?
—No te has perdido nada. Quedarse para ver eso, la verdad… Chénaix maneja los cuchillos como un violinista su arco. Es asqueroso. Si algo en este oficio me da horror, es eso.
—¿La víctima fue violada?
—No.
—Por lo tanto se trata de un móvil no sexual.
—¿Estás de broma?
Nervioso, Jacques Levallois se metió en la boca un chicle de menta y se puso él también las gafas de sol.
Guaperas, el tipo, un poco como Brad Pitt en
Seven
.
—Vaya… No es de las historias que me apetece explicarle a mi mujer.
—En ese caso, no le expliques nada.
—Es fácil decirlo… De hecho, hay una cosa que ni yo ni los colegas entendemos… En Nanterre debías de ganar el doble con la mitad de preocupaciones. Dentro de menos de diez años te jubilarás. ¿Por qué has vuelto a roer huesos a la Criminal? ¿Por qué pediste que te degradaran a las funciones de teniente? No se había visto nunca, no tiene ni pies ni cabeza. ¿Y el dinero, acaso no te importa?
Sharko inspiró, con las manos juntas entre sus piernas como un pobre diablo que estuviera dando de comer a las palomas. Sus colegas casi no sabían nada acerca de su última investigación en la OCRVP, dirigida desde Nanterre. En vista de sus repercusiones políticas, científicas y militares, el caso del síndrome E era relativamente confidencial.
—El dinero no es problema. En cuanto a las razones, son personales.
Levallois masticó su chicle mirando al río, con las manos en los bolsillos.
—Tienes el carácter agriado. Espero que no estemos todos condenados a volvernos como tú.
—No está en tus manos. Te convertirás en lo que el destino quiera que te conviertas.
—Qué fatalista.
—Más bien realista.
Sharko observó aún durante unos segundos una barcaza, se puso en pie y se dirigió hacia el coche.
—Venga, date prisa. Vamos a comer y luego iremos a echar un vistazo a casa de Éva Louts.
—¿Te importa si comemos simplemente un bocata y vamos a casa de Louts directamente? Todas esas tonterías me han quitado el apetito.
Era la habitación de una estudiante soltera. Una amplia biblioteca, libros apilados en montones de a diez, unas estanterías rebosantes, una mesa de trabajo en ángulo que se comía la mitad del salón y un equipo informático de última generación: una gran unidad central, impresora, escáner, grabadora y una torre de CD. El apartamento de dos habitaciones de Éva Louts quedaba a dos pasos de la Bastilla, en la calle de la Roquette: una callejuela adoquinada, estrecha, que parecía oculta en lo más profundo de una ciudad medieval.
Provistos de una orden judicial, los policías habían llamado a un cerrajero para entrar. Desde hacía unas horas, los teléfonos móviles sonaban y las informaciones circulaban entre los investigadores. Ahora que se había confirmado el crimen, trabajaban en el caso los cuatro hombres del grupo de Bellanger y numerosos colegas que temporalmente se habían sumado como refuerzos. Mientras Sharko y Levallois estaban allí, otros interrogaban al director de la tesis de Louts, a sus padres y a sus amigos, o analizaban sus cuentas bancarias. La célebre apisonadora del 36 se había puesto en marcha.
Con guantes en las manos, Jacques Levallois se sentó ante el ordenador de la víctima, mientras Sharko examinaba las habitaciones. Observaba meticulosamente el tipo de decoración. A lo largo de sus investigaciones había descubierto que los objetos siempre susurran la razón de su presencia a quien les presta oído.
En la habitación, numerosas fotos enmarcadas mostraban a Louts equipada con arneses y elásticos junto a puentes, saltando en paracaídas o con un traje de esgrima a diversas edades. Tenía un cuerpo esbelto y atlético, que parecía brincar sobre la pista. Medía un metro setenta y tenía un físico de pantera: ojos verdes como un bosque, pestañas largas y arqueadas, una silueta alargada y bien proporcionada. En silencio, también con guantes, el comisario registró minuciosamente el resto de la habitación. En un rincón, un aparato para remar, una bicicleta estática y unas pesas. Frente a la cama, un amplio fresco coloreado que representaba el árbol genealógico del homínido, del australopiteco africano al hombre de Cro-Magnon. Daba la impresión de que Louts trabajaba en los misterios de la vida incluso mientras dormía.
Sharko prosiguió su registro y miró en los armarios y los cajones. Se disponía a salir de la habitación cuando sintió como un chispazo en su mente. Volvió hacia el cuadro de dos esgrimistas en pleno combate. Frunció el ceño y puso el índice sobre los floretes de Louts y de su adversario.
—Esto sí que es curioso.
Desconcertado por su descubrimiento, descolgó el cuadro de la pared, se lo puso bajo el brazo y prosiguió su visita. Baño, pasillo y una cocina amueblada con buen gusto. Papá y mamá, ambos profesionales liberales según los primeros datos arrojados por la investigación, debían de ayudarla financieramente. En los armarios y en el frigorífico, diversos productos dietéticos, proteínas en polvo, bebidas energéticas y fruta. Una disciplina nutricional férrea. La joven parecía cuidarlo todo, el cuerpo y la mente.
Sharko volvió al salón, junto a la mesa de trabajo, y rápidamente recorrió el espacio con la mirada. No había televisor, como había dicho Jaspar. Examinó los libros de la biblioteca y los que estaban apilados, que por lo tanto Éva había hojeado recientemente. Biología, ensayos sobre la Evolución, genética, paleoantropología: un mundo extraño del que casi no conocía nada. Había también centenares de revistas científicas, a las que probablemente Louts estaba suscrita. El calendario académico del año 2010, que empezaba dentro de poco tiempo en las universidades y escuelas superiores, ya estaba colgado de la pared, impreso en papel reciclado. Horarios cargados, asignaturas indigestas: paleogenética, microbiología, taxonomía, biofísica.
Por su parte, el teniente Levallois se abstraía de cuanto lo rodeaba. Concentrado en su tarea, navegaba por la arborescencia del ordenador. Sharko lo observó e hizo restallar sus guantes de plástico.
—¿Y bien?
—Su teclado es para zurdos, lo que me dificulta las cosas, pero no me ha impedido hacer una búsqueda por fechas en todo el ordenador. El documento más reciente es de hace un año.
—Y respecto a la lateralidad, ¿has encontrado alguna cosa?
—Nada, en absoluto. Es evidente que alguien ha pasado por aquí y lo ha borrado todo, incluso la tesis.
—¿Se podrán recuperar los datos?
—Como es habitual, eso dependerá de cómo el sistema haya llevado a cabo la eliminación. Es posible que sólo puedan obtenerse fragmentos, o nada de nada.
Sharko miró hacia el recibidor.
—A la víctima no se le encontraron las llaves del apartamento, ni tampoco estaban entre sus cosas en el despacho, y la puerta del piso estaba cerrada con llave. Tras eliminar a Louts, el asesino vino aquí, tranquilamente, para hacer limpieza, y volvió a cerrar al salir. No puede decirse que se trate del tipo de asesino que es presa del pánico.
Levallois señaló el cuadro que Sharko llevaba bajo el brazo.
—¿Por qué cargas con eso? ¿Te gusta la esgrima?
Sharko se dirigió a él.
—Mira esto. ¿No ves nada?
—¿Aparte de dos chicas enmascaradas que se enfrentan y parecen dos mosquitos gigantes? No, nada.
—Pues salta a la vista. Ambas contrincantes son zurdas. Teniendo en cuenta que la probabilidad es de un zurdo por cada diez personas, hay que reconocer que es curioso.
Jacques Levallois cogió el cuadro, sorprendido.
—Es verdad. Y precisamente es el tema de su tesis.
—Una tesis que ha desaparecido.
Sharko lo dejó que meditara y abrió los cajones. Dentro de ellos había material de oficina, pilas de papel y más revistas científicas. Uno de los titulares le llamó la atención: «Violencia». Se trataba de la célebre revista americana
Science
. El número estaba fechado en 2009. Sharko recorrió rápidamente el sumario. Se hablaba de nazis, de matanzas en institutos, del comportamiento agresivo de ciertos animales y de asesinos en serie. El editorial, en inglés, era muy breve: ¿dónde radicaban las causas de la violencia? ¿En la sociedad? ¿En el contexto histórico? ¿En la educación? ¿O en ciertas porciones de los cromosomas llamadas «genes»?
Sharko cerró la revista con un suspiro. Tal vez él tenía una respuesta, con todos los horrores descubiertos a lo largo de su investigación del año anterior. Terminó su registro y señaló con el mentón hacia el ordenador.
—¿Has mirado sus favoritos de Internet?
Levallois dejó el cuadro y asintió con la cabeza.
—Ni favoritos, ni historial, ni
cookies
. No he visto nada interesante en sus correos electrónicos. Habrá que recurrir a su proveedor para tratar de descubrir sus conexiones.
Sharko observó restos de cola por todas partes sobre la gran superficie de trabajo que representaba un mapamundi. Probablemente, unos
post-it
que habían sido arrancados. Tal vez los había robado el asesino.
Su mirada se detuvo en la torre de CD, y la señaló.
—Me sorprendería mucho que Louts no hubiera hecho copias de seguridad de su disco duro.
—Ya he echado un vistazo. Si había discos grabados, ya no están ahí.
—Haremos que venga un equipo completo, para un registro en profundidad y para llevarse el material informático.
Se oyó un teléfono. Levallois descolgó su móvil. Unos minutos de conversación. Tras colgar, se dirigió a Sharko.
—Dos noticias. La primera no tiene nada que ver con esto, sino con el cadáver del bosque de Vincennes, Frédéric Hurault. El
boss
me pide que te transmita el mensaje: tu antiguo jefe de grupo quiere verte en su despacho de inmediato.
—¿Verme? Bueno… ¿Y la otra noticia?
—Robillard ha comenzado por consultar los archivos de la policía. Al parecer, hace menos de un mes, Éva Louts pidió un certificado de penales —que, dicho sea de paso, está limpio— para obtener autorizaciones para visitar varias instituciones penitenciarias.
—¿Instituciones penitenciarias?
—Una decena, por lo menos. Parece que nuestra víctima quería conocer a varios presos franceses. De ahí que me pregunte: ¿qué iría a buscar en el infierno carcelario una estudiante que observa a los monos?
A primera hora del día siguiente, Lucie se preparaba para el largo camino hasta la cárcel de Vivonne, cerca de Poitiers, y guardaba varios botellines de agua y alguna muda de ropa en una mochila. Luego, de un embalaje, extrajo un teléfono móvil nuevo y se lo mostró a su madre.
—Es para Juliette. Lo llevará en su mochila y así siempre podré localizarla. Sé que es pequeña todavía, pero no podrá utilizarlo para hacer llamadas, es un contrato especial. Es sólo para… para poder sentirme cerca de ella y saber dónde está cuando quiera. ¿Qué te parece?
Marie Henebelle no respondió. Permaneció en el sofá, con el ceño fruncido por la preocupación, con las manos entre los muslos. Desde el verano anterior, iba tan a menudo al apartamento que era como su segunda residencia. Lucie incluso había transformado su pequeño despacho en un dormitorio. Frente a ella, la televisión emitía clips musicales. Marie se puso en pie, apagó el televisor y se dirigió a su hija con voz grave.
—No vuelvas a poner el pie en el engranaje, Lucie. No vayas mañana a esa prisión, ni al entierro de ese cabrón. Todo eso no hace más que empeorar las cosas. Te lo dijo el psiquiatra, tienes que alejarte al máximo de… todo eso.
—Me da igual lo que diga el psiquiatra. No tengo elección.
—Claro que la tienes.
Marie Henebelle ya conocía la canción. Ir allí significaba volver a abrir las heridas, afrontar el mal cara a cara, buscar respuestas que nunca se obtendrían. Reflexionó un buen rato, con los dedos crispados, y acabó por decir:
—Hay algo que debo decirte.
—Ahora no. Voy a ir a dar una vuelta por la Ciudadela con
Klark
y Juliette.
Marie se pasó una mano por la cara, preocupada.
—Tiene que ver con la historia de nuestra familia y nuestra relación con la gemelaridad.
Sorprendida, Lucie comprobó que Juliette estaba en su habitación y se acercó a su madre.
—¿Qué relaciones?
Marie se mordió los labios. Se miraba las uñas, sin saber adónde dirigir la mirada. Indicó a su hija que se sentara frente a ella.
—Desde lo sucedido, Lucie, estoy viendo a alguien…
—¿A un hombre?
—Una mujer, psicoterapeuta y a la vez genealogista, interesada principalmente en la resolución de los conflictos intergeneracionales. Es lo que se conoce como psicogenealóloga. Me gustaría que me acompañaras a una de las sesiones.
—¿Otro psiquiatra? ¿Por qué no me lo habías dicho?
—Por favor… Ya me resulta bastante difícil hablarte de esto…