Mordiéndose los labios miró por última vez al cadáver, cuyas pupilas ya se nublaban. Frédéric Hurault había muerto con la sorpresa en el fondo de los ojos, probablemente sin comprender. En plena noche, en la oscuridad, sin ni siquiera una farola en los alrededores. Llamaron a su ventanilla y abrió. Surgió un arma blanca y se la hincaron varias veces en el abdomen. Un crimen resuelto en menos de veinte segundos, sin gritos, sin derramamiento de sangre. Y sin testigos. Vendrían a continuación la búsqueda de pistas, la autopsia y la investigación de proximidad. Un circuito muy rodado, que permitía resolver el 95 por ciento de los casos criminales.
Quedaba, sin embargo, ese famoso 5 por ciento, con miles de páginas de procedimientos que llenaban las oficinas abuhardilladas de la Criminal. Un puñado de asesinos despabilados, que lograban escapar a través de las mallas de la red. Esos eran los más difíciles de perseguir, y uno tenía que ganarse su detención.
Como un desafío a la autoridad, Sharko pisó de nuevo el escenario del crimen, se permitió incluso una vuelta para inspeccionar el vehículo y desapareció finalmente sin saludar a nadie. Todos lo observaron alejarse sin abrir los labios, excepto Manien, que seguía vociferando.
No importaba. De momento, Sharko ya no veía las cosas claras y tenía sueño…
En mitad de la noche. Sharko de pie en su cuarto de baño, con los pies juntos sobre una báscula electrónica nueva, extraordinariamente precisa. No había posibilidad de error, indicaba exactamente setenta kilos y doscientos gramos. Su peso a los veinte años. Sus abdominales habían reaparecido, al igual que los sólidos huesos de su clavícula. Con su metro ochenta y cinco de altura, palpó aquel cuerpo enfermo con repugnancia. En un papel colgado de la pared, marcó un punto en la parte inferior de una cuadrícula trazada unos meses antes. Una línea que representaba la evolución de su peso, que descendía. A ese ritmo, acabaría por salir fuera del papel y se prolongaría sobre las baldosas de la pared.
Con el torso desnudo volvió a su cuarto, una habitación sin vida. Una cama, un armario, un montón de raíles desmontados y trenes en miniatura, en un rincón. La radio-despertador cuya melodía no había oído desde hacía una eternidad indicaba las 3:07.
Pronto sería la hora.
Sentado con las piernas cruzadas, se situó en medio del colchón y esperó. Sus párpados temblaban. Su mirada estaba clavada en las cifras rojas y agresivas.
3:08… 3:09… Sharko llevó contra su voluntad la cuenta atrás de los segundos mentalmente: 60, 59, 58, 57… Un ritual del que le era imposible deshacerse, que se repetía cada noche, como una ola. El infierno en lo más hondo de su cerebro quemado.
La cifra de los minutos cambió.
3:10. La impresión de una explosión, del final del mundo.
Un año y dieciséis días antes, a esa misma hora, había sonado su teléfono. Aquella noche tampoco dormía. Recordó entonces la voz masculina, procedente del laboratorio de la policía científica de Poitiers, que le anunció lo peor. Unas palabras surgidas de ultratumba, que restallaron como el viento de un tornado: «Los resultados son concluyentes. Los análisis comparativos del ADN de Lucie Henebelle y de la víctima carbonizada en el bosque son positivos. Se trata por tanto de Clara o de Juliette Henebelle, pero de momento no tenemos manera de saber más. Lo lamento».
Con gesto fatigado, Sharko se deslizó bajo las sábanas y se las subió hasta el mentón, con la triste esperanza de tratar de dormir dos horas, tal vez tres. Lo suficiente para sobrevivir. Sólo quienes verdaderamente sufren de insomnio saben lo largas que son las noches y cómo gritan los fantasmas. Los ruidos de la noche que resuenan… Y luego, los pensamientos que arden en el cerebro… Para vencer esa tortura, el veterano policía lo había probado casi todo, en vano. La inmovilidad, los somníferos, la sincronía respiratoria, incluso la práctica de deporte hasta desfallecer de fatiga. El cuerpo se doblegaba, pero no la mente. Y se negaba a ver a un psiquiatra. Estaba harto de todos esos médicos que ya lo habían tratado durante muchos años por su esquizofrenia.
Nunca, nunca tendría paz.
Cerró los ojos e imaginó unos balones amarillos que se dejaban arrastrar por la cresta de las olas. Eran sus propias imágenes para tratar de dormir. Al cabo de un rato, percibió por fin la resaca del mar, el murmullo del viento, el crujir de los granos de arena. Sus brazos se abotagaron y la torpeza se adueñó de él, incluso oía como su corazón alimentaba sus músculos agotados. Pero, como siempre cuando llegaba ese adormecimiento, la espuma de las olas se volvió de un rojo como la sangre y arrojó los balones medio deshinchados sobre la playa por la que se arrastraban las sombras negras de unos niños.
Y pensó en ella, otra vez, como siempre. Ella, Lucie Henebelle, cuya imagen se resumía en un rostro, una sonrisa, unas lágrimas. ¿Qué había sido de ella? Sharko había averiguado discretamente que había presentado su dimisión, unos días después de la detención del asesino y del drama que hubiera llevado a la tumba a cualquiera. ¿Había conseguido luego sacar la cabeza fuera del agua o se había hundido, como él, en un pozo? ¿Cómo eran sus días y sus noches?
Su gran corazón de policía enfermo comenzó a latir con más fuerza. Demasiado rápido como para que pudiera confiar en dormirse. Así que Sharko se dio la vuelta y volvió a empezar. Las olas, los balones, la arena caliente…
El lunes 6 de septiembre, su teléfono sonó a las 7:22, mientras bebía un descafeinado, solo, frente a la cuadrícula de un crucigrama del que sólo había completado un tercio. En la definición «Dios de la violencia y del mal», había anotado «Set», y luego abandonó el pasatiempo en silencio, con la mente demasiado confusa. Tiempo atrás, no le hubiera supuesto esfuerzo alguno completar aquella cuadrícula, pero ahora…
Al otro extremo de la línea, Nicolas Bellanger, su nuevo jefe, le pidió que se dirigiera rápidamente al centro de primatología de Meudon, a cuatro kilómetros de París. Acababan de hallar a una mujer muerta en una jaula, agredida y mutilada por un chimpancé, según parecía.
Sharko colgó bruscamente. Se acercaba al fin de su carrera y le hacían investigar a unos monos. Podía ver perfectamente a sus colegas escaqueándose y dejándole a él el muerto. Imaginaba las bromas, las miradas de reojo, los «¿Qué,
comisario
, ahora flirteas con los macacos?».
Sumido en la tristeza, se dijo que había caído muy bajo.
Tras pasar junto al observatorio de Meudon, Sharko circulaba despacio por una carretera, en medio del bosque, acompañado por su nuevo colega del equipo de Bellanger, Jacques Levallois, de treinta años. Con cara de ser el primero de la clase y torso musculoso, Levallois había entrado en la Criminal un año antes, tras obtener excelentes resultados en las oposiciones a teniente y gracias al enchufe del subjefe de la brigada de estupefacientes, que era tío suyo.
Aquella mañana, el comisario no estaba muy hablador. Ambos hombres nunca habían trabajado juntos y Levallois, como todos, conocía el turbulento pasado de su nueva pareja. Las persecuciones sin fin de asesinos violentos… La inmersión en los casos más retorcidos… Su esposa y su hija fallecidas en trágicas circunstancias, unos años antes… Y esa extraña enfermedad que se había desencadenado en su cabeza y que luego había desaparecido… Levallois lo consideraba un superviviente nato, uno de esos héroes caídos a los que sólo cabe admirar o detestar. De momento, el joven teniente aún no sabía por qué decantarse. Sólo tenía una certeza: Sharko había sido un buen investigador.
El lugar por el que circulaban los policías, a pesar de su proximidad a la capital, parecía aislado del mundo: árboles por doquier, una luz dulzona y una vegetación exuberante. Un rótulo discreto indicaba «Centro de primatología, UMR 6552 EEE».
—EEE significa Etología-Evolución-Ecología —dijo Levallois para romper el hielo.
—¿Y qué significa Etología-Evolución-Ecología?
—Para ser sincero, lo ignoro.
Sharko giró en una bifurcación y estacionó en un aparcamiento donde ya había una decena de vehículos del personal y uno del servicio urgente de la policía. Situado en el corazón del bosque, el centro parecía un pequeño campamento fortificado, protegido por altas y sólidas empalizadas de madera que formaban un muro circular. Se accedía por una verja que, en aquellas circunstancias, estaba abierta de par en par. Sin decir palabra, los dos oficiales, el viejo y el joven, penetraron en el enclave y se dirigieron hacia los hombres y mujeres que conversaban al final de una avenida de tierra batida.
El centro no tenía nada verdaderamente espectacular. A uno y otro lado, unos inmensos espacios acondicionados ofrecían una impresión de libertad a los animales, pero éstos se hallaban rodeados por una discreta reja y las ramas altas de los árboles estaban cubiertas con redes verdes. Monos de todos los tamaños jugaban o se colgaban de la cola a la vez que gritaban y unos lémures observaban a los dos intrusos con sus grandes ojos de jade. La pálida copia de una selva amazónica, adaptada a la moda parisina.
Una mujer de cabello oscuro, de rasgos cansados, se separó del grupo y se aproximó a ellos. Debía de tener unos cincuenta años, con un lejano parecido a Sigourney Weaver en
Gorilas en la niebla
. Levallois desenvainó con orgullo su carnet tricolor.
—Policía Criminal de París. Soy el teniente Levallois y éste es…
—Comisario Sharko —dijo Shark, tendiéndole la mano.
Se dieron un sólido apretón de manos. La mujer tenía una fuerza inusual.
—Clémentine Jaspar. Soy primatóloga y también la responsable del centro. Lo que ha sucedido es terrible.
—¿Uno de sus monos ha atacado a una empleada?
Jaspar sacudió la cabeza, con aspecto triste. Una mujer en contacto con la naturaleza, pensó Sharko observando sus dedos agrietados, su tez bronceada por un sol que no era el de Francia. Una amplia cicatriz le atravesaba el antebrazo, una de esas que podría haber provocado el corte de un machete.
—No comprendo qué ha sucedido.
Shery
nunca le hubiera hecho daño ni a una mosca. No es posible que haya podido cometer semejante atrocidad.
—
Shery
es…
—Mi mona. Un chimpancé de África que me acompaña desde hace mucho tiempo.
—¿Puede mostrarnos el lugar de los hechos?
Asintió y señaló un largo edificio blanco, moderno, de una sola planta.
—El animalario y los laboratorios están allí. Ya han llegado dos hombres del servicio urgente de la policía. Uno está dentro y el otro… no sé por dónde anda, debe de estar por las avenidas, pegado al teléfono. Síganme.
Los policías saludaron con una inclinación del mentón a los empleados, todos ellos visiblemente afectados por el drama. Eran cinco o seis, la mayoría jóvenes, tenían en sus manos unas tazas de café y conversaban animadamente. Sharko observó con atención cada uno de los rostros y volvió a situarse junto a Jaspar.
—¿Qué hacen en su centro?
—Nos dedicamos a la etología. Tratamos de comprender cómo se configuraron las organizaciones sociales de los primates y sus facultades cognitivas en el curso de su evolución biológica. Para ello, estudiamos sus desplazamientos, su manera de utilizar los instrumentos, su modo de reproducción. Contamos con un centenar de primates de diez especies diferentes, en un terreno de ocho hectáreas. La mayoría procede de África.
Ni Sharko ni su colega sacaron su cuaderno de notas. ¿Para qué, si el caso estaba casi cerrado de entrada? Por las copas de los árboles, como en un ballet sincronizado, unas bolas pelirrojas se columpiaban lánguidamente de rama en rama: una familia de orangutanes, con el pequeño colgado del pecho de su madre.
—¿Y la víctima? ¿Cuál era su actividad concreta?
—Éva Louts era estudiante de la universidad de Jussieu. Se había especializado en biología evolutiva y trabajaba aquí desde hace tres semanas, en el marco de su tesis de fin de carrera.
—¿Qué es la biología evolutiva?
—Para empezar, ¿saben qué es el genoma?
—No exactamente.
—Es la disposición, elemento a elemento, del ADN que compone nuestros veintitrés pares de cromosomas. Eso ofrece una secuencia de más de tres mil millones de datos que constituye, en cierta medida, el manual de fábrica de nuestro organismo. Así, con el genoma, podemos reconstruir la historia de la vida. La biología evolutiva trata de comprender por qué y cómo aparecen nuevas especies, nuevos virus como el sida o el SRAS,
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mientras otras se extinguen. Y a la vez, trata de responder a un montón de preguntas acerca de la evolución de la vida. ¿Por qué, por ejemplo, envejecemos y morimos? Ya habrán oído hablar, a buen seguro, de la selección natural, las mutaciones o la herencia genética.
—¿Darwin y compañía? Sí, vagamente.
—Pues bien, en eso mismo estamos.
Entraron en el animalario. Tras cruzar un pequeño despacho con un somero equipo informático, llegaron a una gran sala donde se sucedían jaulas de diferentes tamaños, la mayoría de ellas vacías. Algunos lémures gesticulaban aquí y allá. Sobre unas estanterías había muchos juguetes de plástico, formas geométricas de colores, puzles de grandes piezas o recipientes de plástico. En aquel lugar reinaba un desagradable olor a cuero viejo y excrementos. Aparentemente conmocionada, Jaspar se detuvo y señaló con el índice.
—Ahí es donde ha sucedido. Pueden verlo. Discúlpenme si no me acerco, pero es que tengo muy mal cuerpo.
—La entendemos.
Sharko y su colega se aproximaron y ambos estrecharon la mano de un tercero, un policía bigotudo que estaba de guardia cerca del lugar del suceso. En la última jaula, un cubo de aristas de tres metros y con barrotes, la víctima se hallaba negligentemente tendida sobre la paja y el serrín, con los brazos hacia atrás como si estuviera tomando el sol. Había manado sangre de la parte posterior de su cráneo. Una amplia herida —a todas luces producida por un mordisco— le cruzaba la mejilla derecha, hasta debajo del mentón. Una chica de unos veintitrés o veinticuatro años. Le habían arrancado la blusa y sus zapatos habían sido lanzados unos metros más allá, en medio de la sala. Sobre la sangre había un gran pisapapeles metálico, tal vez de cobre o de bronce.
En la esquina derecha, al fondo de la jaula, estaba acurrucado un chimpancé, con el pelo reluciente por la sangre a la altura de los antebrazos, en las manos y en las patas. Era alto y negro, de hombros poderosos y brazos delgados y velludos. Volvió la vista hacia los nuevos intrusos, con unas pupilas de jungla en las que Sharko pudo leer, en una fracción de segundo, la expresión de una profunda desazón.
Shery
, el gran mono, recuperó su posición postrada, dando la espalda a los observadores.