Read Gengis Kan, el soberano del cielo Online

Authors: Pamela Sargent

Tags: #Histórico

Gengis Kan, el soberano del cielo (85 page)

BOOK: Gengis Kan, el soberano del cielo
9.82Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Bortai salió, seguida de dos de sus mujeres, y descendió los peldaños. Los guardias que rodeaban la gran tienda y los carros estaban en fila y en posición de alerta; había tantas antorchas encendidas que parecía de día. Otras personas habían salido de sus tiendas. Los vítores de la multitud cayeron sobre ella como una ola.

—¡El Kan! ¡El Kan! ¡Temujin! ¡Temujin!

Algunos se arrodillaban, otros alzaban los brazos. Los perros ladraban.

Un grupo de hombres caminaba hacia Bortai; el Kan iba entre ellos. Ella esperaba que viniese acompañado de Borchu o Subotai, pero los hombres que lo rodeaban eran jóvenes. Bortai apretó los dientes. Seguramente se había reído mientras reunía a los jóvenes para que lo acompañaran a Karakorum. "Como si todavía fuese un muchacho", pensó ella.

Temujin pasó junto a unos hombres que sostenían antorchas. Su pelo era más gris, las arrugas que rodeaban sus ojos más profundas. La furia de Bortai se disipó. Él todavía se movía con gracia, con su andar de jinete, pero su cuerpo era más pesado, su espalda no tan erguida. Cuando la miró, una sonrisa le iluminó el rostro; por un momento, la mujer vio en él al muchacho que había sido.

Se detuvo a unos pasos de ella. Bortai hizo una profunda reverencia, los vítores se extinguieron.

—Te saludo y te doy la bienvenida, mi Kan y esposo —dijo ella—. Que el águila haya volado hasta aquí tan inesperadamente nos produce enorme alegría.

—No es tan inesperado —dijo él—. ¿Acaso no dije que pronto estaría entre vosotros? —Los jóvenes que lo rodeaban soltaron unas risas ahogadas—. Es cierto que avisaron a mi adorada Khatun que llegaría un poco después, pero mi impaciencia creció a medida que me acercaba a su "ordu". Y cabalgar hasta aquí de este modo también me ha mostrado que mi pueblo no ha descuidado sus obligaciones. Los pastores que vi estaban en guardia, y los centinelas me interrogaron. Habrían venido a avisarte si no se lo hubiera prohibido. Ahora veo que aquí los guardias han mantenido sus corazas lustradas y sus armas afiladas, y que se yerguen ante mí tan orgullosamente como cuando me fui. Mi esposa ha salido apresuradamente de su tienda para recibirme, y mi pueblo ha interrumpido su sueño para darme la bienvenida. Si hubiera venido cuando se me esperaba me habría privado de estos placeres.

Los jóvenes rieron. Bortai sonrió a su pesar, recordando otras épocas, cuando él se apresuraba a volver con ella.

—Me alegra verte, esposo y Kan —dijo—. Sólo lamento no poder darte la bienvenida con el banquete que te mereces.

—Habrá tiempo para celebraciones. —Se acercó a ella y le tomó las manos—. Cuando celebremos, me sentaré en mi trono y observaré todas las formalidades. Esta noche, sólo soy un esposo que desea la bienvenida de la esposa que tanto ha echado de menos, si es que ella se digna a dejarme entrar en su tienda.

Ella asintió.

—Por supuesto que puedes entrar.

Temujin se volvió hacia sus acompañantes.

—Aquellos de vosotros que tengáis familia aquí podéis marcharos. La guardia nocturna se ocupará de ofrecer alimento y refugio a los demás.

Soltó las manos de Bortai y entró en la tienda.

Excepto por las esclavas, estaban solos. El Kan se sentó en la cama; en una tabla próxima había copas de porcelana y jarros de "kumiss" y de vino. Una mujer se acercó y le sirvió una fuente de carne seca.

—Te pido disculpas por mi pobre hospitalidad —dijo Bortai—. Si quieres esperar para dormir, haré que maten un cordero.

—Esto es suficiente —dijo él—. Siéntate conmigo, esposa, y di a las demás que vuelvan a la cama.

Ella les murmuró algo a las mujeres, que se retiraron a la parte este de la tienda. Bortai se acomodó en un cojín, junto a la cama.

—Qué reencuentro —masculló—. Podrías haber llegado de un modo más majestuoso. Cuando oí los gritos, creí que el enemigo había caído sobre nosotros.

—Por fin hablas como la Bortai que recuerdo. —Roció unas gotas de "kumiss", bebió y le entregó la copa a su esposa—. No debes regañarme por haber respondido a tu mensaje.

—En tu respuesta decías que regresarías cuando te pareciera. Después de esperar todo el invierno y buena parte de la primavera, unos pocos días más no habrían tenido importancia.

—Cuanto más pensaba en ello, tanto más me disgustaba la perspectiva de encontrarme contigo con el arnés del protocolo restringiéndome.

—Actúas como un muchacho —dijo ella, y lo miró a los ojos; Temujin posó una mano sobre su hombro.

—Te he echado de menos, Bortai.

Tal vez fuese a causa de la penumbra, pero parecía más joven. Ella todavía podía imaginarlo tal como había sido, y tal vez él la viese del mismo modo.

—Por lo que veo —dijo ella—, Khulan te ha cuidado bien. Ansío volver a verla. Espero que se haya vuelto más comunicativa. Me han dicho que su hijo y su esposa Uighur ya te han dado otro nieto, y…

—No hablemos de Khulan. —Los pálidos ojos del Kan miraron fijamente las llamas del fogón; aparentemente el otro fuego se había extinguido en él. Había dolor en su voz y un profundo cansancio que Bortai no había advertido antes. No era posible que estuviera tan perturbado por una mujer, ni siquiera por Khulan. La guerra y la muerte de sus camaradas debieron de dejar su marca en él.

Temujin la miró fijamente.

—Vaya mensaje que me enviaste —dijo—. Cualquiera hubiera pensado que todo mi reino estaba amenazado.

—No dije que lo estuviera, sólo que podría estarlo —replicó Bostai. Sirvió más "kumiss"—. Bien, supongo que sabes que la dama Yao-li Shih viene hacia aquí para hacerte una petición.

—Eso me han dicho.

—He dado la orden de que se le ofrezca refugio en nuestro campamento junto al Tula, ya que muy pronto nos trasladaremos allí. Creo que te pedirá que envíes al hijo mayor de Liao Wang a gobernar a los Khitan. Ha conducido bien a su pueblo desde la pérdida de su esposo, y merece tu respeto, especialmente después de haberse tomado la molestia de venir a verte. Me han dicho que el joven Ye-lu Hsieh ha demostrado valor mientras estuvo a tu servicio.

—Es un buen muchacho —dijo Temujin—. Yo esperaba conservarlo a mi lado un poco más.

—Te será de mayor utilidad en las tierras de su padre, y la dama Yao puede aconsejarlo. Podrías enviar a tu hermano Belgutei con él, como comandante de sus tropas.

—Obviamente has pensado en todo. Bortai, acabo de entrar en tu tienda y ya me estás diciendo lo que debo hacer.

Ella suspiró.

—Estas cuestiones deben decidirse, y es hora de que los herederos de esas tierras accedan a sus tronos. Si tienen aunque sea una parte de la sabiduría que tu hija Alakha y la dama Yao han demostrado en el gobierno de Ongghut y Khitan, serán buenos gobernantes. —Bebió un poco de "kumiss"—. Simplemente te aconsejo, Temujin. Tú debes decidir qué hacer.

—Has actuado bien, Bortai. No podría haber dejado mis tierras al cuidado de nadie más sabio. —Ella se sonrojó ante el halago—. He echado de menos mis viejos campos de pastoreo. Tal vez vuelva a oír a los espíritus cuando vaya al Burkhan Khaldun.

Él había estado lejos durante demasiado tiempo; ¿cómo podía dudar de que los espíritus le hablarían? Bortai observó las manos de dedos nudosos de su esposo. El sabio de Khitai no le había traído juventud ni larga vida, pero ella no había esperado eso. Ninguna magia podía evitar que los hombres muriesen; el espíritu de Temujin sólo encontraría juventud en el otro mundo.

Verdaderamente era una anciana si podía tener esos pensamientos. Una persona joven no se solazaba reflexionando sobre el descanso final que a todos esperaba.

—Los espíritus me dijeron la verdad en mi sueño —dijo ella.

—¿En tu sueño?

—El que tuve antes de conocerte, aquél en que un halcón me traía el sol y la luna.

—Ah, el sueño que compartiste con tu padre.

—Tú me has traído el sol y la luna, Temujin.

Los espectros de sus padres parecían próximos, como siempre que Bortai pensaba en la juventud de ambos.

—Debo dormir, Bortai. Las largas cabalgatas me cansan más que antes.

Se quitó el abrigo y el sombrero; ella le quitó las botas. Seguramente habría más guerras por delante, pero sus hijos y sus generales podrían llevarlas a cabo mientras él las dirigía desde su tierra natal. Cuando se acercó a su esposo, Bortai rogó que al final de su vida tuviese un poco de paz.

VIII - Octava parte.

Dijo Subotai: "Las aguas se han secado, la más bella gema ha sido destruída. Ayer, oh, mi Kan, te alzabas sobre tu pueblo como un halcón. Hoy has caído del cielo …".

118.

El campamento junto al Tula era el más grande que Checheg había visto nunca; se perdería entre tantos círculos de tiendas y carros. Había pasado junto a manadas y rebaños durante días; cerca del campamento, los rebaños de ovejas parecían grandes nubes posadas sobre las llanuras de hierbas amarillas.

Más allá del límite este del campamento, los centinelas esperaban junto a las dos hogueras. Todo el campamento ondulaba en medio del calor; las montañas que bordeaban el valle hacia el norte eran una muralla parda y negra moteada de verde. Uno de los hombres que acompañaba a Checheg y a las otras muchachas se adelantó al galope para ir al encuentro de los centinelas.

"Elegida —pensó Checheg—, elegida para el Kan". Cada año, el pueblo Onggirat enviaba un tributo a Gengis Kan, al igual que todas las tribus y clanes del "ulus". Este año habían elegido nueve muchachas Onggirat —entre las cuales se encontraba—, y los soldados del Kan habían llegado a reclamar el tributo. Su padre era jefe y chamán de su pequeño campamento; un sueño le había dicho que su hija sería la mujer de un gran hombre. No había hombre más grande que Gengis Kan.

Artai sofrenó su caballo junto al de Checheg.

—El Kan tiene ya tantas mujeres —murmuró la otra joven—. Sólo nos acepta porque rechazarnos sería un insulto.

—Pero él fue quien decretó que debían entregársele las más bellas muchachas —respondió Checheg en un susurro.

—Difícilmente podría cancelar su propio decreto. Si lo hiciera, la gente creería que ya no puede acoplarse con una mujer.

Checheg se sobresaltó; los soldados podían oírlas. Mejor ser la mujer del Gran Kan, aunque fuera una entre muchas, que la esposa de una joven soldado o jefe.

Sin embargo, en cuanto vio el campamento su entusiasmo decayó un poco. Habría tantas muchachas allí; Merkit, Kereit y Naiman, muchachas de Khitai, de los bosques del norte, de las tierras del oeste y de los oasis del sur. El Kan ni siquiera estaba en este campamento ahora, ya que había ido al sur, a la montaña de Burkhan Khaldun. Según los rumores, todavía penaba por su viejo camarada, Jebe Noyan, quien había muerto recientemente. Otros hablaban de una campaña contra Hsi-Hsia. El Kan sólo llevaba en el campamento junto al Tula desde el principio del verano, pero algunos decían que tal vez condujera su ejército contra los

Tangut. Podía pasar bastante tiempo hasta que el Kan la honrara con sus favores.

Checheg se irguió. Los espíritus habían hablado con su padre; ellos le mostrarían el camino para llegar junto al Kan.

Las recibió una anciana, les dijo que se llamaba Kerulu y luego las condujo a un "yurt". En el este de la tienda había pequeñas camas de madera con almohadones de fieltro; las jóvenes dejaron sus bultos cerca de ellas. Kerulu escrutó detenidamente a cada muchacha, y le preguntó su nombre. Cuando terminaron de comer un refrigerio de cuajada y "kumiss", y hubieron salido a aliviar sus necesidades, la anciana les ordenó que se acostaran.

Checheg durmió profundamente, cansada por el viaje. Cuando despertó la vieja Kerulu estaba sentada junto al fogón. En su rostro arrugado había claros signos de agotamiento; Checheg sospechó que había estado vigilando a las muchachas mientras dormían.

—Quitaos las camisas —dijo Kerulu, mientras otras dos mujeres entraban en el "yurt".

Las muchachas soltaron risillas y se sonrojaron mientras las mujeres les revisaban los dientes, olían su aliento y comprobaban si eran vírgenes.

—Tu aliento es agrio —dijo la anciana a una de ellas—. Ésta se agita en sueños, y esta otra es demasiado alta, y la pequeña no parece tan fuerte como las demás. —Frunció el entrecejo mirando a una joven que estaba al lado de Checheg—. Y tú, niña, roncas un poquito.

Las mujeres murmuraron entre ellas mientras las muchachas se vestían. Cuando terminaron, las cinco que Kerulu había mencionado antes recibieron la orden de recoger sus cosas, y las otras dos mujeres las condujeron fuera.

—¿Adónde van? —preguntó Artai.

—Las llevarán a otros campamentos —replicó Kerulu—, y serán entregadas a hombres que el Gran Kan estima. A pesar de que son hermosas, aquí sólo se quedan las perfectas. Vosotras sois afortunadas. Muchas muchachas esperaban la llamada del Kan en otros campamentos, mientras atienden los rebaños de las esposas menores. Algunas jamás son enviadas a servir a una Khatun. Vosotras tendréis el honor de vivir en el "ordu" de Bordai Khatun, y acabáis de pasar la primera prueba.

Ya habían lavado sus tazas cuando un guardia gritó desde la entrada; Khadagan Ujin, una de las esposas del Kan, deseaba entrar. Checheg ansiaba salir a orinar, pero no dijo nada; seguramente una vejiga débil sería un punto en su contra.

El tocado de plumas de Khadagan Ujin era tan alto que la mujer tuvo que agacharse para entrar en la tienda. Las muchachas se arrodillaron mientras Kerulu hacía una reverencia. La Ujin usaba bastón; su cuerpo, bajo la túnica de algodón, era delgado para ser el de una anciana, pero su rostro jamás podía haber sido bello.

—Te saludo, Ujin —dijo Kerulu—. Cinco muchachas Onggirat resultaron inadecuadas, pero estas cuatro están muy bien. Tienen cuerpos bien formados, sus dientes son fuertes y sus trenzas espesas, tienen aliento dulce al despertar, y no perturbarán el descanso del Kan con su sueño inquieto.

Khadagan Ujin se volvió hacia las jóvenes.

—Tendréis un gran honor —les dijo—. Cumpliréis con las tareas que se os asignen, y Kerulu-eke vivirá con vosotras. Si tenéis suerte, pronto seréis llamada a servir a Bortai Khatun en su tienda. Si tenéis mucha suerte, tal vez el Kan se fije en vosotras y es posible que alguna le complazca lo suficiente para que sea entregada a alguno de sus hijos o a algún Noyan. Y si tenéis la mayor suerte que una mujer puede tener, el Kan tal vez os lleve a su propia cama. —La Ujin frunció el entrecejo. Luego, agregó—: Estoy segura de que todas sois virtuosas, pero debo deciros algo. No soñéis con seducir a ningún joven que os agrade. El Kan es muy celoso de sus posesiones.

BOOK: Gengis Kan, el soberano del cielo
9.82Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Lawman's Christmas Wish by Linda Goodnight
Too Much Temptation by Lori Foster
The Prada Paradox by Julie Kenner
The Madonnas of Echo Park by Brando Skyhorse
Feeding the Hungry Ghost by Ellen Kanner