—Nos ha dejado —dijo un guardia próximo a ella—. ¿Qué será de nosotros ahora?
Bortai se apoyó en un carro. Su corazón seguía latiendo: la mujer se sentía sorprendida de que así fuera. Los otros se preguntarían por qué no demostraba dolor, cómo podía quedarse allí tan tranquila cuando el centro de su vida había desaparecido, pero si se abandonaba ahora al dolor, ya nunca dejaría de llorar.
Finalmente se acercó a Chagadai y le dijo:
—Tu padre me llamó en sueños, y los espíritus me enviaron a él. Debemos guiarlo para que se reúna con su pueblo.
Había hileras de soldados a ambos lados del féretro; los camellos que tiraban de él habían sido desuncidos. Dos hogueras ardían delante del féretro y había allí nueve chamanes que hacían sonar sus tambores. Ogedei condujo a Bortai y a Khadagan a la plataforma.
Khadagan se apoyó en Bortai mientras ambas se arrodillaban; Chagadai sollozaba detrás de las dos mujeres. Bortai miró el cuerpo inerte que estaba bajo el dosel. Esa sombra, con su rala barba gris y su rostro marchito, no era su esposo; su espíritu aún vivía en sus hijos, en todo su pueblo. Él los había convertido en lo que eran, y velaría por todos ellos. Entonces recordó que nunca más volvería a sentir su brazo, que nunca volvería a mirar sus ojos pálidos, y el dolor la sobrecogió.
Una sombra cayó sobre Bortai, que alzó la mirada para ver a Yisui haciéndole una reverencia para después arrodillarse a su lado. Los ojos negros de la otra Khatun se movían de un lado a otro, y tenía los labios en carne viva de tanto mordérselos.
—Fui su sombra —dijo Yisui—. No me moví de su lado, señora, hasta que la muerte acudió a buscarlo y él me ordenó que saliera de la tienda.
—¿Te dijo algo cuando se aproximaba el final? —susurró Bortai.
"¿No hubo ninguna palabra para mí?", pensó.
—A veces mascullaba palabras que yo no comprendía —respondió Yisui, y Bortai deseó haber estado allí para captarlas—. Su voluntad fue clara al final. Tus dos hijos menores vinieron a verlo, y los escribas pudieron consignar sus decretos.
—Lo sé.
Ogedei se lo había dicho. El Kan había estado enfermo durante toda la campaña, pero sus hombres estaban tan habituados a obedecerle que no habrían rechazado sus órdenes, ni siquiera para salvarle la vida.
—Fui su sombra —dijo Yisui—. Cumplí la promesa que te hice.
Bortai se puso de pie y después ayudó a las otras dos viudas a levantarse. Ansiaba dar rienda suelta a sus lágrimas, pero el dolor había secado la fuente que había en su interior.
Ogedei enviaría correos a cada campamento y a cada ciudad del reino del Kan. Gran cantidad de jefes y Noyan llegarían al campamento junto al Kerulen a presentar sus respetos. El cuerpo del Kan descansaría fuera el "ordu" de Bortai y de las tiendas de las otras Khatun mientras se celebraban los banquetes; su espíritu oiría las canciones y los elogios de su pueblo. Ni siquiera después del entierro acabaría el trabajo de la mujer, pues tendría que cuidar el "ulus" hasta que Ogedei fuera proclamado Kan.
Pero ella siempre había cumplido con su deber, velando por su pueblo hasta que él regresaba. Esta vez no sería muy diferente. Sólo tendría que esperar poco tiempo antes de que su viejo corazón dejase de latir; entonces volverían a estar juntos y ya no se separarían jamás.
El silencio despertó a Yisugen. Había creído que los gemidos nunca acabarían, pero el campamento estaba ahora sumido en el silencio.
Yisugen no había visto llorar a Bortai, pero los ojos atormentados de la Khatun revelaban su sufrimiento. En un momento dado a Yisugen le pareció que Bortai ansiaba la tumba, pero la primera esposa del Kan jamás le había fallado, y no lo haría ahora. Bortai se mantuvo junto a Ogedei durante las celebraciones, y permaneció a su lado durante las audiencias concedidas a los Noyan. Ogedei sería Kan porque su padre así lo había decretado, pero también porque los consejos de Bortai le habían enseñado la manera de infundirles confianza a los Noyan.
Yisugen abandonó el lecho, se calzó las botas y se envolvió en un abrigo de marta. Sus tres hijos menores dormían; su hijo mayor, demasiado borracho para cabalgar hasta su propia tienda, cambió de posición en sus almohadones. La mujer pasó junto a los esclavos dormidos junto a la entrada y descendió los peldaños, indicando a los guardias que permenecieran en silencio cuando ellos la saludaron.
El féretro estaba en un amplio espacio, frente a la tienda de la mujer; algunos hombres rodeaban las hogueras próximas a la plataforma. El blanco dosel brillaba bajo la luz de la luna; el cuerpo del Kan, envuelto en pieles, estaba oculto en la oscuridad.
Yisugen se acercó a la plataforma, arropándose en su abrigo, y se arrodilló sobre la delgada capa de nieve. El espíritu de su madre la había enviado a él, y sus ruegos la habían reunido con su hermana. Había escapado de la muerte uniendo su vida y la de Yisui a la de Temujin, y los años la habían librado de los sueños que antes la perseguían: niños muriendo a manos de los mongoles y cuerpos sin cabeza de rodillas ante el Kan. Ella había salvado a su hermana, y tener cerca a Yisui le había ayudado a dominar el miedo que sentía en presencia del hombre al que ambas estaban atadas. Había vivido toda su vida haciendo honor al viejo juramento que le había hecho a su hermana, tratando de olvidar la matanza que las había reunido.
El Kan ya no existía, y ella y Yisui no serían separadas. Sin embargo, parecía que Temujin se había llevado con él el espíritu de su hermana. Yisui miraba a los otros deudos con ojos vacíos mientras celebraban, bebían, cantaban y lloraban; sólo salía de la tienda para asistir a los sacrificios ofrecidos al espíritu del Kan, o para acudir a otra celebración fúnebre. Yisugen había esperado que su hermana acudiera a ella en busca de consuelo, pero Yisui no la buscaba, y no le había dicho nada acerca de los últimos días de vida de su esposo. Yisui se estremecía y hacía signos contra el mal cada vez que pasaba junto al féretro; se había rodeado de chamanes y de los niños que antes siempre había ignorado. Vivía entre letanías y hechizos, apaciguando a los espíritus y manteniendo alejado cualquier mal invisible.
Yisugen miró a Temujin. Si la desesperación de Yisui se hacía más profunda, muy pronto yacería a su lado. El Kan había conseguido una victoria sobre las dos: su muerte había cortado el vínculo que las unía. Yisugen se cubrió el rostro, destrozada por la pérdida.
El hijo de Khulan fue el último en salir de la tienda. Kulgan la abrazó y después bajó cojeando los peldaños hasta donde estaba Nayaga. Los dos hombres se abrazaron, murmurando lamentos de borrachos.
Khulan los observó desde la entrada. La mujer había imitado el dolor de los demás, gimiendo mientras caminaba alrededor del féretro y cortándose los brazos con un cuchillo, pero sus heridas eran simples rasguños. Sus lágrimas brotaban más fácilmente cuando recordaba las vidas que el difunto Kan había segado, las víctimas que tanto habían sufrido por su culpa.
Un muchacho le entregó una antorcha a Nayaga. El general y Kulgan se abrieron paso hasta los caballos. Comenzó a soplar el viento, que removió la nieve hasta ocultar a los dos hombres tras un velo blanco. El Kan había decretado que ella no tendría otro esposo, pero su amor por Nayaga se había convertido en un desierto mucho tiempo atrás, y la fidelidad del hombre hacia Temujin seguía gobernándolo.
Dos soldados subieron a la plataforma; uno de ellos sostenía en alto una antorcha mientras el otro ajustaba las cuerdas que unían el dosel a las varas que lo sostenían. La luz cayó sobre el rostro del cadáver; el frío lo había preservado, pero tenía la piel tensa, y eso daba al muerto una mueca siniestra. La nieve seguía cayendo y pronto Khulan ya no distinguió el feretro.
Los guardias que estaban abajo la miraron y después se pusieron en cuclillas junto a las hogueras. "Ahora estoy libre", pensó Khulan, y se preguntó cómo habría enfrentado él la muerte que tanto temía, si se habría ofrecido a los espíritus o si se habría acobardado ante el terror del olvido.
Comprendía por qué su pueblo lamentaba tanto su pérdida. Su voluntad de hierro los había unido, exigiéndoles obediencia, y a cambio había cumplido las promesas que había hecho. Ellos seguirían por un tiempo el curso que él les había marcado, tal vez durante varias generaciones, pero sin él perderían el camino.
Temujin había creído alguna vez que el cielo lo guiaba. Había dependido tanto del cielo que había olvidado a Etugen, la tierra. El cielo atacaba las tierras con tormentas y nieve, la desgarraba y la hería, pero las flores y la hierba siempre volvían a la estepa. ¿Sería el Kan recordado como otra de las tormentas que habían azotado la tierra oscureciéndola durante un tiempo, hasta que las nubes eran barridas por el viento?
Khulan estaba libre de Temujin y de su espíritu. Su espectro no perseguiría a una mujer que sólo podía pensar en él con una compasión fría y distante. En las historias que la gente contaba acerca del Kan no habría lugar para un hombre cuyos miedos, tanto como su coraje, lo habían convertido en un conquistador.
Khulan pensó en el futuro. Después de ser convertido en Kan, Ogedei había decidido que establecería su campamento en Karakorum, en las tierras antiguamente gobernadas por los Kanes Kereit. Los viajeros irían allí desde tierras distantes para honrar al nuevo Kan, y entre ellos sin duda habría hombres instruidos, eruditos tan sabios como Ye-lu Ch'u-tsai y el sabio taoísta. Ella los llamaría a su tienda, aprendería de ellos y escucharía las verdades que seguirían viviendo cuando las conquistas de Temujin sólo fueran un recuerdo.
Khulan desvió la mirada del féretro, se volvió, entró en la tienda y se dirigió hacia el calor y la luz.
Checheg bostezó, se sentó y quitó la manta que la cubría. Se sentía extenuada después de servir a las Kathun y a los Noyan. Las celebraciones fúnebres habían durado dos meses y el duelo terminaría pronto; el Kan sería sepultado antes de que llegara la época más cruda del invierno.
El dolor que había sentido por la muerte de Temujin había sido sincero. Después de haber pasado más de dos años en el "ordu" de Bortai, seguía siendo virgen. Sin embargo, y a pesar del dolor, sus esperanzas habían empezado a florecer otra vez. Ogedei sería Kan. El hombre había estado demasiado consternado para reparar en ella cuando la joven lo atendía, pero su dolor pasaría. Su padre le había dicho que sería la mujer de un gran hombre; tal vez se había referido a Ogedei.
Los corderos balaron junto a la entrada. La vieja Kerulu miró el caldero que pendía sobre el fogón. Las otras tres muchachas gruñeron al abandonar el calor del lecho. Checheg se alisó las trenzas. Había dormido con su camisa de lana y pantalones, pero se estremeció al calzarse las botas de fieltro: el "yurt" se había enfriado. Se acercó al fogón y aceptó una taza de caldo de manos de Kerulu-eke.
—He conocido muchas penas —masculló la anciana cuando las jóvenes se sentaron alrededor del fuego—, pero sin duda ésta es la más grande, pues el más poderoso de los conquistadores nos ha dejado para siempre.
Una voz de hombre gritó un saludo fuera de la tienda y Kerulu se dirigió a la entrada. Checheg se preguntó si los chamanes habrían venido a pedir más ovejas para los sacrificios que harían durante el viaje del Gran Kan hacia el lugar de su descanso definitivo. Ya habían sido elegidos los esclavos que acompañarían al Kan: el espíritu de un gobernante tan grandioso necesitaría muchos sirvientes para atenderlo.
Kerulu dio un paso atrás cuando cinco soldados, con abrigos de piel de oveja y llevando a la cintura las fajas azules de la guardia del Kan, entraron y dejaron en el suelo un gran baúl.
—Os saludo —dijo un hombre cuando las muchachas se pusieron de pie—. He venido para pronunciar las palabras de Ogedei, el hijo del más grande de los hombres. Ogedei ha decretado que treinta de las más bellas doncellas de su "ordu" reciban un gran honor; estas cuatro se encuentran entre ellas.
—Espero que sean dignas —dijo Kerulu.
Checheg entrecerró los ojos; sin duda no era adecuado que el heredero reuniera las doncellas que deseaba antes de que su padre recibiera sepultura.
—Estas doncellas —prosiguió el hombre—se ataviarán con las finas ropas que hemos traído. Cuando llevemos al más grande de los guerreros al lugar de su descanso definitivo, ellas nos acompañarán. El hijo del Kan ha decretado que serán compañeras de cama del Gran Kan, y que lo servirán en el otro mundo.
Checheg se quedó sin aire. Artai gritó y se arrojó a los pies del soldado.
—¡Te lo suplico! —gritó—. ¡Golpéame, envíame muy lejos, entrégame al más bajo de los hombres, pero esto no! —Se aferró al tobillo del hombre—. ¡Llévame ante el hijo del Gran Kan! ¡Déjame hablar con él…!
El hombre la hizo a un lado de un puntapié. Kerulu cogió a la muchacha por un brazo y la ayudó a levantarse.
—¡Kerulu-eke! —gritó la joven—. ¡Ayúdame!
—No puedo hacer nada. —Kerulu, sin poder contener las lágrimas, la sacudió—. No te deshonres de este modo.
El cortejo partió del campamento una mañana, fría y gris. La gente se apiñaba a los costados del camino para ver pasar la procesión. Una chamana, montada en un caballo blanco, marchaba delante del féretro tirado por bueyes, llevando un corcel de la brida; unos chamanes con máscaras de animales y sombreros adornados con plumas de águila iban sentados en la plataforma, haciendo sonar sus tambores. Dos filas de jinetes escoltaban los carros en que iban las Khatun, los hijos del Kan, las esposas principales de éstos y sus sirvientes. Después venían más carros cargados de tesoros, esclavos y doncellas que yacerían en la tumba, y detrás venían más hombres con ganado, caballos y ovejas que serían sacrificados en honor al espíritu del Kan.
La gente gritaba y se rasgaba las vestiduras a medida que el cortejo avanzaba lentamente sobre la tierra desnuda y parda. Checheg no lloraba y tampoco dijo nada al hombre que conducía el carro en que viajaba junto con las otras tres jóvenes Onggirat. Aún no había perdido el valor, ni siquiera cuando todas ellas fueron ataviadas con túnicas de seda y abrigos de pelo de camello, ni tampoco cuando fueron conducidas al carro. Sus parientes se sentirían honrados de que sus hijas fueran elegidas, ya que tendrían el rango de las familias que habían dado esposas a Gengis Kan. Ella y sus compañeras no podrían servir bien al Kan en la otra vida si demostraban cobardía en ésta, y recibirían una muerte honorable, sin derramamiento de sangre.