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Authors: Pamela Sargent

Tags: #Histórico

Gengis Kan, el soberano del cielo (91 page)

BOOK: Gengis Kan, el soberano del cielo
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"Dame una respuesta —pensó—, dime ahora cuál era mi propósito".

—No preguntes por el principio de las cosas, ni inquieras por su fin último.

Ch'ang-ch'un era quien hablaba. El sabio le había dicho otra cosa, algo que podía darle una respuesta. Se había esforzado por comprender cuando el Maestro le había hablado, creyendo que podría apoderarse de su conocimiento y eso había sido un error. Ch'ang-ch'un le había dicho que el camino hacia la sabiduría consistía en aceptar el mundo tal como era, en conocer su funcionamiento, y no en imponerle nuestra voluntad. Su voluntad ya no le reportaría nada.

El ruido del torrente volvió a invadirlo. Ch'ang-ch'un había hablado de ser como el agua, que se adaptaba a la forma del recipiente que la contenía y que reflejaba en su superficie a toda la naturaleza. Temujin sintió que flotaba en un vasto río que fluía a través de todo el mundo. Cerró los ojos y se dejó llevar por la corriente.

Vio una ciudad de Khitai; a través de la puerta abierta de sus murallas, contempló los techos curvos de las casas y las torres de las pagodas. Diminutas embarcaciones llenas de gente y otras naves más grandes con velas flotaban sobre el agua. A la distancia, la Gran Muralla era como una serpiente gigantesca. De qué poco había servido la muralla para rechazar a los invasores; sólo había servido para que la gente que vivía del otro lado creyera que la protegería de todo lo exterior.

El río lo llevó a través de tierras y montañas amarillas, más allá de ciudades amuralladas y alimentadas por canales, y junto a hileras de álamos y sauces verdes que señalaban un oasis. La corriente serpenteaba a través de un desierto de arena y luego por la árida extensión del Gobi. Pasó junto a una estepa moteada de tiendas, después por un bosque de pinos y abetos. Llegó a una ciudad con mezquitas de cúpulas doradas y esbeltos minaretes adornados con mosaicos de colores; cerca de las colinas, más allá de la ciudad, un rastro de polvo señalaba el paso de una caravana.

El río siguió llevándolo. La gente se acercaba a sus riberas y pronto le pareció que todo el mundo venía a verlo pasar. Gente de piel clara y otra con la piel más oscura, algunos con la robusta complexión de los mongoles, y otros con los cuerpos más delgados de los Han, lo miraban pasar llevado por las aguas. La gente de pelo amarillo alzaba los brazos, y los de pelo negro se arrodillaban en la costa sembrada de juncos. Vio ojos negros y pardos, ojos amarillos con los párpados caídos y los redondos y feroces ojos azules de los extranjeros.

Tal vez sus descendientes perdieran el mundo, pero dejarían su marca en él. Mientras lo conservaran, las caravanas se trasladarían entre las regiones situadas más al este y las distantes tierras del oeste. Su reino uniría durante un tiempo el este y el oeste, conectando tierras siempre divididas y que no se conocían entre sí, y de eso crecería algo nuevo. La semilla de su pueblo se dispersaría. Aunque fueran obligados a volver a su tierra natal y olvidaran lo que alguna vez habían sido, dejarían su marca en los pueblos de tierras distantes. Su reino era un crisol, y la raza de hierro allí forjada transformaría el mundo.

El río lo llevó a tierras desconocidas, ocultas tras una densa niebla gris. No podía ver lo que se extendía más allá pero comprendió entonces que una fuerza poderosa regía el mundo. Había pensado en ella como Dios, pero fuera lo que fuere, era la razón fundamental de todas las cosas y las unía hasta convertirlas en un todo. Supo por fin que nunca conocería su propósito, pero que estaba en la propia naturaleza de los hombres tratar de comprender esa fuerza, incluso mientras eran impulsados por ella. La naturaleza les daría los medios para conocer sus métodos, tendrían el poder de convertirse en algo mejor de lo que eran, de vivir para siempre como él había esperado, o de destruirse a sí mismos.

Lo que Temujin había hecho era parte de ese proceso, y otros tendrían que hacer lo que pudieran. Cuando todos los pueblos de la tierra constituyeran un solo "ulus", serían libres de perseguir otra meta. El cielo le había ofrecido una respuesta, pero qué crueldad que hubiera sido justo ahora, cuando no tenía a su lado a nadie con quien compartir la visión. Se esforzó por captar el sonido de una voz, pero estaba solo en el río infinito, y un desierto vacío se extendía delante de él.

El desierto se volvió de color púrpura, luego desapareció. El río lo arrastró hacia lo desconocido.

123.

Los cuerpos de hombres y camellos yacían cerca de un pozo de agua. Yisui desvió la mirada de los cadáveres.

Había visto más cuerpos en la ruta del cortejo, la de viajeros desafortunados que habían cruzado la ruta que el Kan seguía en su último viaje. Mercaderes con caravanas, familias que se trasladaban entre ciudades, y pastores en los oasis habían caído bajo las espadas de los doloridos soldados. La muerte de su esposo permanecería en secreto hasta que su cuerpo llegara al hogar.

Él se había ido, y sin embargo, el sol todavía los castigaba; por la noche, las estrellas eran tan brillantes como antes. Parecía imposible que así fuera, que la gloria del cielo no hubiera perdido fulgor con la muerte del Kan.

El hombre que conducía el carro de Yisui fustigó al camello con el extremo de su vara. Más adelante, hileras de hombres a caballo avanzaban lentamente a través de las dunas de Kansu. La tierra se agitaba alrededor, un mar de olas de arena arremolinadas por el viento. Subotai marchaba detrás de la guardia, conduciendo el féretro con Ogedei y Tolui. Más tropas seguían la procesión, junto con las mujeres, los niños, el ganado y los esclavos que podrían sobrevivir al viaje.

Los carros parecían pequeños comparados con el féretro, cuyas ruedas de madera eran altas como un hombre y su plataforma tan ancha que eran necesarios veinte camellos para tirar de él. En la plataforma había baúles colmados de tesoros, y un blanco dosal sostenido por varas de oro se agitaba al viento. Debajo, en una cama repleta de almohadones, el Gran Kan era trasladado a su hogar.

Él la esperaría. Ella casi no podía creer que hubiera muerto, ni siquiera cuando los chamanes salieron de la tienda y gritaron que había volado al cielo, ni siquiera cuando la chamana la condujo entre las hogueras. Ella siempre lo sentiría cerca, dispuesto a poseerla una vez más.

La muerte le había evitado el dolor de saber que pocos días antes su viejo amigo Borchu había caído durante una escaramuza con los Kin. Los dos, tan próximos en vida, ahora serían compañeros para siempre.

El Kan tampoco se había enterado de la orden que ella había impartido en su nombre. Había dicho a los generales que no mataran a los sobrevivientes de Ning-hsia, que Temujin así lo había dispuesto antes de pedirle que saliese de la tienda. Por un instante, se había sentido excitada al desafiarlo, al saber que él ya no podía impedir aquel acto de clemencia. Yisui había visto alivio en los ojos de los hombres que, hartos de matanza, estaban dispuestos a obedecer. Ya había habido bastante muerte; el cielo le había ordenado al Kan que demostrase que también había que ser clemente, y ella sólo obedecía la voluntad celestial.

Pero no había obedecido a Temujin. Cuando ya era tarde para desdecirse, la mujer había visto lo que le esperaba. Temería su propio fin durante el resto de su vida. La muerte vendría a buscarla y el Kan estaría a su lado; su espíritu le castigaría por su rebeldía. El espíritu de Yisui huiría de él a través de la estepa en el cuerpo de un lobo, ocultándose en la oscuridad de un bosque del norte asumiendo la forma de un leopardo, temblando ante los sonidos de los cazadores que la perseguían. Nunca escaparía de él.

"Las aguas se han secado —pensó—; la gema más preciosa ha sido destruida". Subotai había dicho esas palabras después del banquete funerario.

—Ayer, oh mi Kan, te alzabas sobre tu pueblo como un halcón. Hoy como un caballo joven después del galope, has tropezado, oh mi Kan.

El general se había arañado el rostro; los gemidos guturales de los hombres casi habían ahogado sus palabras.

—¿Cómo es posible, mi Kan, que al cabo de sesenta breves años, el cielo te haya arrebatado?

Subotai se había arrojado contra una de las grandes ruedas, como si deseara que el féretro lo aplastase.

Yisui se sacudió la arena de la cara. Se arremangó y dejó al descubierto las cicatrices de sus brazos. Se había cortado tan profundamente con el cuchillo durante el duelo que habían llamado a un chamán para que le curase las heridas. Si el espíritu del Kan veía su dolor, tal vez la perdonara.

Un eje crujió; el gigantesco féretro se detuvo. Los conductores azotaron a los camellos; luego los dos hombres descendieron para revisar las ruedas. Comenzó a soplar un fuerte viento, las dunas lejanas se convirtieron en una imagen de luces y sombras.

Yisui se tapó la cara con un pañuelo. Algunos decían que la fallecida reina Tangut había lanzado un hechizo sobre el Kan. Los hombres deseaban creer que sólo una magia poderosa había sido capaz de acabar con su vida.

El viento no cesaba. Si el cielo se oscurecía y los espíritus los atacaban con una tormenta, los chamanes tal vez no pudieran desviarla.

Subotai desmontó y se aproximó al féretro. Se arrodilló, después alzó la vista hacia el sitio donde estaba sentado el Kan, bajo el dosel.

—Oh mi Kan —gritó el general por encima del aullido del viento— ¿quieres abandonar a tu pueblo? ¿Nos dejarás ahora? ¡Ya no podemos proteger tu vida! ¡Te ruego que nos permitas llevar la gema de jade de tu cuerpo a la noble Bortai Khatun y a tu pueblo!

El viento cesó súbitamente; los hombres empujaron las ruedas del féretro con unas varas.

Los camellos bramaron, y el féretro avanzó. Subotai se puso de pie mientras un hombre le acercaba un caballo. Yisui se acurrucó en el asiento de su carro. Ni siquiera los espíritus del desierto podían retener al Kan. El espíritu de Temujin permanecería con su pueblo, y con ella.

124.

En otoño, cuando se formaba hielo sobre el Kerulen, un pastor llegó al "ordu" de Bortai para decirle que un ala del ejército del Kan que portaba su estandarte había sido avistado a unos pocos días de marcha hacia el sur. Ella interrogó al hombre, descubrió que era todo cuanto sabía y le dijo que podía marcharse.

Ningún correo había llegado trayendo un mensaje de Temujin. Tal vez el Kan quisiera sorprenderla una vez más. Se había enterado de sus victorias y esperaba que su esposo siguiera adelante en la guerra contra los Kin. Ahora, sin ninguna advertencia, el ejército regresaba.

El miedo que Bortai había sentido cuando Temujin partió, volvió a apoderarse de ella. La noche anterior había soñado que estaba sola en un oscuro bosque de pinos. Su esposo la había llamado, gritando como lo había hecho cuando la había rescatado de los Merkit, en medio de la noche. Ella había corrido por el bosque gritando su nombre, y se había despertado antes de encontrarlo.

"Él me necesita", pensó Bortai. Temujin podía estar herido o enfermo; si era así, habría cruzado el Gobi antes de que sus enemigos se enteraran de su estado. Bortai se negaba a pensar que aquel viaje secreto pudiera tener otros motivos.

Descendió los peldaños y llamó al capitán de la guardia.

—He tenido un sueño —le dijo—. Los espíritus me han dicho que debo viajar al encuentro de mi esposo y darle la bienvenida al hogar. Envía un jinete a la tienda de Chagadai, para decirle a mi hijo que deseo que me acompañe. Trae contigo diez de tus mejores hombres. Saldremos al amanecer.

—Sí, Honorable Señora.

Ella volvió a subir los peldaños. Khadagan estaba de pie en la entrada; Bortai le tomó la mano.

—No me dejes —le susurró, invadida de pronto por un mal presentimiento.

Bortai partió del campamento con Khadagan en un carro tirado por un buey. A excepción de otros dos carros que llevaban algunas criadas, provisiones y los paneles de un "yurt", no viajaba con séquito. Chagadai la esperaba fuera de su círculo de tiendas y frunció el entrecejo mientras los hombres que lo acompañaban saludaban a los guardias de su madre.

La gente se había reunido en los límites del campamento para verlos pasar. Chagadai cabalgaba junto al carro de su madre, lanzándole furiosas miradas pero sin pronunciar palabra. Pensaba que no estaba bien que viajase de esa manera, que tendría que haber traído una gran tienda, más siervos y esclavas, más guardias, más esplendor. Chagadai se inclinó hacia ella.

—Madre, no es correcto— dijo.

—No me regañes, Chagadai.

—Al menos podrías haber traído un conductor para el carro.

—Cuando tú todavía mamabas podía vérmelas con cinco bueyes como éste —dijo Bortai—. Si hubiera traído más, sólo habría demorado el viaje.

—No es correcto, insisto. —Chagadai sacudió la cabeza—. Pensaba prohibirte que viajaras, pero no habría sido adecuado discutir en la víspera del regreso del Kan. Eres lo bastante terca para haber viajado de todos modos, y entonces…

—Hijo —dijo Bortai al tiempo que tiraba de las riendas y miraba fijamente a Chagadai—. No escucharé una palabra más. Puedes ser tan duro como una piedra. Ten un poco de consideración por tu vieja madre, que puede necesitarte.

Siguieron hacia el sur el curso del Kerulen durante tres días. Al cuarto día se detuvieron en una tierra plana y amarilla que bordeaba el desierto. Al alba, Bortai salió de su tienda y observó hacia el distante macizo rocoso que se erguía al sur. Una masa de figuras oscuras avanzaba hacia ella, una ancha plataforma con un enorme dosel blanco parecía flotar por encima de la nube de polvo que levantaba la procesión.

Su vista se había hecho menos aguda. Entrecerró los ojos y le pareció distinguir el estandarte de su esposo. Divisó bajo el dosel la figura de un hombre sentado.

Los otros se apiñaron en torno a ella. Chagadai fue quien primero gritó.

—¡Padre! ¡Padre!

—¡La gran águila ya no vuela! —gritó un soldado—. ¡El poderoso Kan ha caído!

Khadagan lanzó un alarido, se desgarró la túnica y se arañó el rostro. Los hombres se abrazaron y el aire se llenó de lamentos. Bortai siguió mirando las figuras oscuras que se movían entre el polvo, deseando que se tratase de un espejismo. La plataforma era un féretro, pero el hombre sentado bajo el dosel, tocado con el casco engarzado en oro de Temujin, con una espada entre los dedos nudosos, no podía ser su esposo.

Un hombre con las mismas espaldas anchas del Kan cabalgaba al frente de la procesión. Pero el féretro no desapareció, y después la mujer vio que el hombre que se acercaba al galope era Ogedei.

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