—Piensa en el cuerpo de un hombre —dijo Ch'ang-ch'un—. ¿Quién lo gobierna? Tiene cien partes, ¿cuál prefieres? ¿Acaso algunas son criados y otras amos, o cada parte se convierte en gobernante y siervo, según el momento? ¿No es posible que sean un todo que crece y cambia, que sigue el curso de la naturaleza sin necesidad de amo?
El sabio taoísta repetía palabras que había dicho antes. Temujin apenas si las había comprendido entonces, y se había preguntado si el Maestro no estaría cuestionando su derecho a gobernar. Ahora parecían dar algún indicio de respuesta a sus preguntas.
Sabía tan poco. En otro tiempo había creído que los ancianos eran sabios. Ahora él era un viejo, y se preguntaba cuántos otros ancianos habrían disfrazado su ignorancia bajo un manto de falsa sabiduría.
Antes de que pudiera hacer más preguntas al monje, el rostro desapareció.
Temujin permaneció en su tienda cuando llegó el rey Tangut con su tributo. Li Hsien fue obligado a arrodillarse fuera del "yurt" y a hacer sus discursos junto a la entrada mientras una fila de guardias mostraba el tributo al Kan. La tienda pronto estuvo colmada de budas de oro, sartas de perlas en bandejas de plata y copas y cuencos centelleantes. Los hombres hablaron de otros obsequios… una gran tienda de seda, centenares de camellos y caballos, apuestos muchachos y bellas jóvenes ataviadas con finos abrigos de pelo de camello.
Temujin permitió que el rey fuera hasta su tienda durante tres días, pero no lo dejó entrar. El tercer día, el Kan hizo una seña a Tolun Cherbi. Los gritos de agonía del monarca y sus parientes aliviaron su dolor; cuando le llevaron la cabeza del rey en una badeja de plata, sintió que tal vez el espíritu maligno que le oprimía el corazón se marcharía.
A la mañana siguiente, su dolor empeoró. Cayó en un sopor y despertó para encontrar a Yisui inclinada sobre él.
—Han venido tus hombres para la celebración —dijo ella.
El Kan se debatió hasta sentarse y ella le alisó la túnica; una de sus esclavas se arrodilló para calzarle las botas. Los hombres entraron en la tienda, seguidos de esclavas que traían jarros y fuentes de comida. Una mujer con una túnica de seda roja y un alto tocado de oro fue conducida a su presencia; Temujin había olvidado que había reclamado a la reina Tangut.
—Tu nueva esposa te saluda—gritó Tolun Cherbi —. Se llama Gorbeljin Ghoa y, como ves, merece su nombre. El rey de Hsi-Hsia y sus parientes ya no existen, la ciudad es nuestra, y su reina es tuya, mi Kan.
La mujer vestida de rojo alzó la vista. Su piel tenía un suave matiz dorado, y no había rastros de lágrimas en sus mejillas. Sus ojos almendrados eran tan negros como los de Yisui, sus formas tan gráciles y delicadas como las de una mujer Han.
Gorbeljin se acercó a él, hizo una profunda reverencia y se sentó a su lado. Los hombres rugieron de risa.
—¡Ni siquiera puede esperar para cumplir con sus obligaciones! —gritó uno de ellos.
Yisui se inclinó hacia la reina, con el rostro pálido y los ojos llenos de compasión. El Kan sonrió mientras aferraba la copa que una esclava le tendía.
Temujin despertó. Le daba vueltas la cabeza, pero el dolor era menos intenso. Tal vez la muerte de su enemigo Tangut le ayudara a recobrarse. Había sido cobarde al temer, al dudar, al creer que el espíritu maligno se lo llevaría.
Estaba solo con Gorbeljin. Alguien le había quitado la ropa y las botas, y lo había tapado con la manta. Sus camaradas y las mujeres de la reina no estaban; esta noche Yisui no sería su sombra. El fuego apenas si ardía, pero alcanzó a distinguir el rostro de la reina en medio de las sombras. La mujer se había quitado el tocado; su cabello era una masa de rizos oscuros. Volvió la cabeza hacia él y Temujin vio unos ojos tan negros y fríos como los de una serpiente. Trató de levantarse de la cama; el halcón invisible, protestando, le oprimió el corazón.
—Soy tu muerte —dijo Gorbeljin, y las garras que aferraban el corazón del Kan se clavaron más profundamente.
Temujin había oído las palabras en su propia lengua, aunque los labios de la mujer no se habían movido. Sus altos pómulos estaban sonrojados y unas gotas de sudor centelleaban como gemas en su frente.
Unos dedos fríos rozaron su mano.
—Soy tu muerte —volvió a decir Gorbeljin.
Tenía los labios apretados mientras su voz rodeaba al hombre; estaba atrapado en un hechizo del que no podría escapar.
La mujer se puso de pie. La túnica se deslizó de sus hombros; su cuerpo era como un esbelto tallo contorneado por la luz. Se acercó a él, alzó la manta y se metió en la cama.
El dolor estalló dentro de él. Mientras luchaba contra la mujer, sintió que se excitaba. Las uñas de ella lo herían, marcándole los brazos. Temujin sintió que el corazón iba a estallarle. Ella lo montó, rodeándole las caderas con las piernas, mientras hacía que la penetrara.
Él la golpeó con fuerza, arrojándola de la cama, y volvió a caer sobre las almohadas. Ella se puso de pie y se inclinó sobre él.
—Aléjate de mí —dijo Temujin.
Gorbeljin emitió un sonido suave; estaba riendo. Fue hasta el fogón y juntó las manos, después se meció. Él trató de gritar, pero la voz murió en su garganta. Ella se acercó a la cama y se arrodilló a los pies, cerca de la bandeja que sostenía la cabeza de Li Hsien. Él oyó un pequeño jadeo ahogado, y supo que la mujer estaba llorando.
Temujin trató de incorporarse; el halcón lo atacó con ímpetu. Un mareo lo invadió, lanzándolo a un estanque oscuro, y él se entregó, huyendo del dolor.
Cuando volvió en sí, advirtió que la tienda estaba vacía. Se esforzó por sentarse; los brazos le latían de dolor. El tocado de oro de Gorbeljin estaba sobre un baúl cerca de la cama; la mujer había desaparecido.
Temujin salió de la cama y cogió sus ropas. Se estaba calzando las botas, sin reparar en el dolor, cuando oyó que uno de los guardias nocturnos gritaba. Temujin salió tambaleándose de la tienda; el oficial de guardia corrió a ayudarlo. Otros hombres corrían hacia la fila de caballos atados más allá de los carros.
—La reina —jadeó Temujin.
—La culpa es mía —dijo el oficial golpéandose el pecho—. Vi a la dama salir e ir a la parte de atrás de la tienda. Pensé que… —El hombre se interrumpió— Cuando vi que no regresaba, ordené que la buscaran.
—Tráeme un caballo.
—Mi Kan…
—¡Trae un caballo! —gritó.
El oficial lanzó una orden; pronto apareció un muchacho con un corcel bayo. Temujin asió las riendas y montó. Sentía fuego en las entrañas; su corazón era como un puño apretado en su pecho.
La castigaría por haber intentado escapar de él, por haberlo sometido a su maligno hechizo.
La luna surgió de detrás de una nube. Una gema centelleaba entre la hierba. La luz plateada reveló unas huellas delicadas sobre la tierra mojada. Gorbeljin pagaría por lo que había hecho; él le quitaría todo espíritu que pudiera quedar en su interior. Viviría lo suficiente para conquistarla por completo, y para ver que vivía el resto de su vida temerosa de él.
La luna se ocultó, y cuando volvió a brillar, él la vio de pie sobre una distante colina que dominaba el río. Su túnica roja parecía negra a la luz de la luna, y sus rizos una masa de serpientes que le caían sobre la espalda.
Fustigó su caballo y galopó delante de los demás. Gorbeljin se volvió hacia él, sus ojos eran dos negras gemas en medio del rostro pálido. Cuando advirtió que Temujin se acercaba, se arrojó al vacío. Él subió la colina, pero su caballo se encabritó, y a punto estuvo de tirarlo al suelo.
La mujer estaba atrapada en los rápidos del río. El agua plateada la hundió, después la levantó, llevándola con tanta facilidad como si fuera una hoja. El río se arremolinó a su alrededor, engullendo la pequeña figura oscura y llevándosela hasta que el Kan ya no pudo distinguirla.
Los hombres que estaban detrás de él gritaban. Temujin sentía que la sangre le latía con fuerza en los oídos, y se le oprimió el corazón. Las garras lo hirieron; gritó mientras apretaba el rostro contra las crines de su caballo.
"Soy tu muerte", había dicho ella, y él sintió la muerte dentro de sí.
Cuando encontraron el cadáver de la reina Tangut, enredado en unos juncos de la ribera, trasladaron el campamento a las estribaciones más frescas que dominaban el río Wei. Cuando llevaron a Temujin a su tienda, su cuerpo ardía de fiebre.
Los hombres que lo rodeaban ya no podían seguir fingiendo que se recuperaría; el "yurt" del Kan había sido trasladado más allá de las hogueras del campamento, y no había ninguna otra tienda cerca. Sólo quedaba Yisui para cuidar de él.
Durante la noche, Temujin tuvo un sueño; en él vio a su pueblo siguiendo a un caballo sin jinete. Antes del alba, llamó a Yesungge, el hijo de Khasar, y le pidió que buscara a Ogedei y a Tolui. Cuando oyó los tambores de los chamanes, supo que una lanza envuelta en fieltro estaba clavada delante de la tienda.
Tenía que ir más allá de la muerte a través de sus hijos. Les ofrecería su consejo, pero esta última tarea tal vez no fuera más que un gesto inútil, una apelación a un futuro que ya no podía controlar.
Sus hijos demoraron tres días en llegar. Un polvo amarillo se desprendió de sus túnicas cuando entraron en la tienda y se sentaron cerca del Kan. Las manos de Yisui temblaron cuando les ofreció unas copas, y las lágrimas acudieron a sus ojos. A Temujin le disgustaba verla llorar, pero sentía un profundo regocijo al saber que ella lo echaría de menos.
—Padre —dijo Tolui—, no creía lo que me dijo Yesungge hasta que vi la lanza. Tampoco puedo creerlo ahora.
Temujin se estremeció bajo la manta. La fiebre venía en oleadas, pero había cesado por el momento. Tenía que hablar mientras tuviera la mente clara, antes de que la fiebre volviera a apoderarse de él.
—Escuchadme —dijo .
El bigote de Ogedei tembló y su boca se movió; los dedos de Tolui se cerraron con fuerza alrededor de su copa.
—Mi fin está próximo —continuó Temujin—, y debéis escuchar mis últimas palabras.
Ogedei hizo un signo contra el mal.
—No lo digas, padre.
—Escuchadme mientras pueda hablar. He conquistado tanto para vosotros que os llevaría más de un año recorrer a caballo las tierras que poseo. Ahora debéis conservar lo que tenemos y extender sus fronteras. Os diré…
Tuvo un acceso de dolor. Yisui le tendió una copa, pero él la rechazó.
—He dejado mucho sin terminar, pero puedo deciros cómo derrotar a los Kin. El Rey de Oro confiará en que sus hombres pueden proteger el paso de Tung-kuan. Debéis pedir a los Sung que os dejen pasar por su territorio. Como son enemigos de los Kin, accederán. Desde el sur, avanzad sobre K'ai-feng. Entonces, el Rey de Oro deberá llamar a sus fuerzas desde Tung-kuan. La larga marcha los agotará, y podréis derrotarlos fácilmente.
—Así se hará, padre —dijo Tolui—. Lo juro.
—Y cuando los Kin hayan sido aplastados —agregó Temujin—, ya no habrá barreras entre nuestras tierras y las de los Sung. —Respiró profundamente—. Permaneced unidos, actuad en conjunto contra los enemigos y recompensad siempre a vuestros leales seguidores. Ya sabéis cómo os he dicho que debe comportarse un hombre.
—Lo sé —dijo Ogedei con voz ahogada—. En tu vida cotidiana debes ser como un cordero o un venado, pero en la batalla sé como el halcón. Cuando celebres, debes comportarte como un potro, pero en la guerra debes caer sobre el enemigo como un águila. Durante el día, debes estar alerta como el lobo, y por la noche debes ser tan cauteloso como el cuervo.
Ogedei se cubrió los ojos; los hombres de Tolui se estremecieron.
—Ahorrad vuestras lágrimas para cuando yo ya no esté —susurró Temujin—. He dicho que Ogedei será mi sucesor, y vuestro hermano Chagadai respetará esa elección. Ocupaos de que no cause problemas. Atended al consejo de vuestra madre, quien vigilará mi tierra natal hasta que se reúna el "kuriltai". Recordad… —Hizo una pausa y luego continuó—: Ogedei, tomarás las mujeres que quieras entre mis esposas menores y concubinas, y darás el resto a quien te plazca. Sin embargo, permitirás que mis cuatro Khatun sigan siendo fieles a mi memoria. Como han sido mías, no hay necesidad de que se casen con otros. —Seguirían siendo de él mientras estuvieran de duelo.
—Lo juro —dijo Ogedei.
Tolui tomó la mano de su padre y se la llevó a la mejilla.
—Tolui —murmuró Temujin—, tú eres mi Odchigin, el Príncipe del Hogar. Ocúpate de proteger y preservar nuestra tierra natal. Muchos de los nuestros se sentirán tentados por las costumbres de las tierras que conquistéis, ocúpate de que no olviden…
No pudo decir más. El mundo sería de ellos, y si los que lo sucedían lo perdían, la antigua tierra natal sería su único refugio.
—Y ahora debéis dejarme, hijos míos. Anhelo mis antiguos campos de pastoreo… quiero que me llevéis a descansar a la ladera de la gran montaña que me protegió. Ocultad mi muerte a todos hasta que me lleven a casa.
—Adiós, padre —dijo Ogedei.
—Adiós. —Le ardía el rostro, las garras se cerraron con más fuerza sobre su corazón. Sus hijos tendrían que hacer lo que pudieran con su legado. Su trabajo estaba terminado, pero ¿con qué propósito? Finalmente dijo —: Salid de esta tienda.
—No puedo… —dijo Yisui, y lo cogió de una mano.
—Vete, Yisui.
Los escribas habían consignado sus últimas órdenes referentes a las tierras y posesiones que corresponderían a cada uno de sus hijos y hermanos, pero entonces advirtió que no había tenido en cuenta a un leal seguidor.
—Entrega la tienda del rey Tangut y todo su tributo a Tolun Cherbi —agregó dirigiéndose a su esposa—. Él me advirtió que debía postergar esta guerra, de modo que lo justo es que se quede con todo.
—Sí, Temujin.
—Ocúpate también de que mi muerte sea vengada matando a todos los habitantes de Ning-hsia. Les dirás a mis generales que esa orden sigue vigente. Júramelo.
Un sonido gorgoteante le llenó los oídos, ahogando la voz de Yisui y los cánticos de las chamanes frente a la tienda. No pudo escuchar la respuesta de la mujer, pero ella obedecería; temería demasiado a su espectro para hacer otra cosa.
—Vete —le dijo.
La oyó gemir y marcharse, y se sintió aliviado de que la mujer se hubiera ido. No podía impartir ninguna orden a la muerte. Era inútil luchar contra aquello que finalmente aliviaría su dolor, y, sin embargo, una parte de él aún se resistía.