Read Imperio Online

Authors: Rafael Marín Trechera,Orson Scott Card

Tags: #Ciencia Ficción

Imperio (7 page)

BOOK: Imperio
10.42Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Tienen un plan completo para esta operación terrorista, escrito por mí, y mira por dónde estoy justo aquí.

—¿Quién sabía que vendría?

—Siempre vengo aquí. —Reuben se puso a caminar hacia el coche de Cole—. Saque las llaves. Usted conduce.

—He visto muchas películas. Sé cómo va esto. Dispararán a mi coche y se estrellará y caerá al río, y al suyo no le pasará nada.

—Lo que yo supongo es que mi coche no arrancará —dijo Reuben.

Siguieron caminando como si nada hasta el coche.

—Conduzca despacio un rato —dijo Reuben—. ¿A qué velocidad iban esas cosas subacuáticas?

—Despacio, a ritmo de natación.

—Pero ésta es la zona en que Fort McNair mantiene aparatos de escucha.

Coleman rodeó la curva de la punta camino del puesto de los guardias forestales.

—Un poco más rápido —dijo Reuben—. Si siguen mi plan, pasarán a los sumergibles e irán mucho más rápido el resto del camino hasta la dársena.

—¿Y dónde vamos a interceptarlos?

—Vamos al puesto de los forestales para hacer algunas llamadas por líneas terrestres. Y para conseguir armas y a unos cuantos tipos que sepan disparar.

—Entonces ¿en qué consiste el plan? —preguntó Cole—. ¿Salen del agua, se quitan el traje de buzo y corren por todo el National Malí y atacan la Casa Blanca desde la Elipse? Esa zona está tan vigilada que habrán muerto antes de siquiera acercarse.

—Salen del agua, emplazan lanzacohetes encima del muro de contención de la dársena, más allá del puente de la avenida de la Independencia.

—Lanzacohetes —dijo Cole, asintiendo.

—No se ve la Casa Blanca desde allí... el monumento a Washington está en la colina, y la Casa Blanca es invisible. Así que durante las dos últimas semanas han estado practicando a cuántos grados a la izquierda del monumento hay que apuntar para alcanzar la Casa Blanca. Y tienen el alcance medido al milímetro. Probablemente saben cómo colar un proyectil a través de cualquier ventana de la Casa Blanca que quieran.

Y llegaron al puesto de los guardias forestales.

Aparcaron el coche en zona prohibida y se precipitaron al interior del edificio, haciendo caso omiso de los gritos del guardia del parque que los seguía.

—¡Intrusos!

Magnífico. Allí por lo menos había algo parecido a vigilancia.

Reuben sacó su identificación y se la mostró al guardia de seguridad y luego al recepcionista.

—Agradecería que me prestaran toda su atención —dijo, casi en voz baja, aunque con mucha intensidad. No quería asustarlos sino que obedecieran—. Va a haber un posible ataque sobre la Casa Blanca a lo largo de la dársena en cualquier momento. Será un ataque con cohetes. Tenemos que avisar al presidente para que salga de allí. Hay que movilizar tropas y enviarlas al puente de la avenida de la Independencia, en la dársena. Y necesitamos los mejores rifles que puedan conseguir con toda la munición que tengan a mano.

—Díganos adonde ir y dispararemos —se ofreció el guardia.

—Somos de Operaciones Especiales —dijo Cole—. Sabemos cómo usar las armas.

Tras una brevísima vacilación, los hombres empezaron a correr. La mala noticia, aunque completamente predecible, llegó cuando el recepcionista dijo:

—No hay línea.

—Entonces que alguien suba al jeep y busque un edificio con un teléfono que todavía funcione —dijo Reuben—. El Museo del Holocausto. No, mejor el monumento conmemorativo a Jefferson.

La buena noticia era que había armas modernas limpias y con bastante munición. Reuben y Cole corrieron con ellas hacia el coche. Había una multa en el parabrisas. Cole conectó el limpiaparabrisas y después de unos cuantos movimientos la multa echó a volar mientras ellos volvían por Buckeye y pasaban bajo el puente de la Trescientos noventa y cinco.

—¿Quién ha tenido tiempo de ponernos una multa? —dijo Reuben.

—Probablemente era un sobre lleno de ántrax —dijo Coleman—. Por eso no la he quitado con la mano.

—No, no gire por aquí... no vamos a disparar desde el monumento a Jefferson. El puente de la avenida de la Independencia y los coches que hay ahí bloquearán cualquier tiro limpio.

Reuben le indicó que subiera por West Basin Drive mientras comprobaba que las armas tuvieran los cargadores completos.

—¿Se ha dado cuenta de que es viernes 13? —dijo Cole.

—Váyase a la porra —respondió Malich.

Condujeron entre los coches de los turistas hasta llegar a la avenida de la Independencia, que estaba completamente colapsada en dirección al puente y vacía de tráfico en la dirección opuesta.

Detuvieron el coche y echaron a correr. No era un trayecto muy largo... pero estaba demasiado lejos si los terroristas ya llevaban fuera del agua el tiempo suficiente para haber bloqueado el tráfico.

Cuando Reuben y Cole llegaron al puente, vieron dos lanzacohetes emplazados. Un tipo con un transportador de ángulos (¡un sencillo transportador escolar de ángulos!) estaba de pie ante un poste de la verja e indicaba hacia dónde debían apuntar los lanzacohetes.

Otro individuo (sólo había cuatro hombres rana, por lo que Reuben pudo ver) se encontraba en los carriles en dirección oeste, que pasaban detrás del muro pero no sobre el puente, sosteniendo un cartel.

—Hay más que esos cuatro —dijo Coleman—. Alguien ha tenido que cortar las líneas telefónicas.

—Me pregunto qué dice ese cartel —dijo Reuben.

Dijera lo que dijese, era suficiente para que los conductores permanecieran detenidos sin tocar demasiado el claxon. Y con el bloqueo en esa dirección, el tráfico se detuvo también en la otra. El atasco retrasaría cualquier vehículo militar que intentara detenerlos. Y el retraso era todo lo que necesitaban. Aquellos tipos no tendrían plan de fuga, pero si vivían lo suficiente para alejarse de la dársena, correrían hacia el Museo del Holocausto y empezarían a matar a judíos y simpatizantes de los judíos... pues eso supondrían que había en el museo. Ah, sí, y escolares.

Reuben sabía que no llegarían tan lejos.

Coleman y él tenían una buena línea de tiro. Se agacharon y...

Y una bala rebotó en la barandilla.

Así que se tiraron al suelo y apuntaron por debajo de la barandilla. Los dos dispararon.

El del transportador se giró y cayó. Herido en el hombro, supuso Reuben.

—¿Le estaba apuntando a él? —preguntó.

—No —respondió Coleman—. Estaba apuntando al del cartel.

—Entonces le habré dado yo.

Uno de los atontados del coche que tenían detrás había bajado la ventanilla.

—¿Qué es esto, un juego de guerra?

—Esto no es un simulacro —dijo Reuben con calma—. Métase en el coche y agáchese todo lo que pueda.

Los tipos del lanzacohetes se habían tumbado ya en el suelo, todavía preparando el lanzamiento. No tenían un blanco fácil.

El del cartel les estaba disparando. Y Reuben y Cole no pudieron cambiar de posición porque los disparos que silbaban a su alrededor eran bastante certeros. Los más cercanos no procedían del tipo del cartel.

—No intentan matarnos —dijo Reuben—. Sea quien sea el francotirador, podría acabar con nosotros cuando quisiera.

—Sólo intentan detenernos —convino Cole.

—Disparemos a los del lanzacohetes.

—Para mí el de la izquierda.

Mientras lo decía Reuben ya estaba disparando contra el de la izquierda y sus balas lo derribaron. Cuando se disponían a derribar al otro, el cohete ya había sido lanzado.

Reuben supuso que el francotirador no podría resistirse a mirar la explosión cuando el cohete hiciera blanco. Así que se levantó y corrió hacia una posición diferente y Cole lo siguió. No habría ninguna masacre en el Museo del Holocausto porque abatieron a los tres hombres rana restantes... mientras miraban la columna de humo y llamas que se alzaba sobre la verde colina del monumento a Washington.

—O han alcanzado la Casa Blanca o no lo han hecho —dijo Reuben—. Tenemos que pillar a ese francotirador.

—Nos disparaba desde la izquierda del monumento conmemorativo de la Segunda Guerra Mundial —dijo Coleman.

—Y seguro que tiene coche.

La persecución terminó rápidamente. Llegaban los helicópteros, los vehículos militares se abrían paso por el césped y, como Reuben iba de civil y empuñaba un rifle, tuvo que detenerse a hablar. No tardó mucho (el uniforme de Cole ayudó), y soldados y helicópteros se pusieron a perseguir al francotirador. Pero ¿qué clase de persecución podía hacerse si nadie sabía qué aspecto tenía, qué vehículo conducía ni adonde iría a continuación?

—¿Han recibido un aviso de esos payasos del puesto de vigilancia forestal o han venido cuando alguien les ha informado de que había disparos? —preguntó Reuben.

—Los helicópteros han despegado cuando los teléfonos móviles se han colapsado —dijo el teniente.

—¿Y no los han enviado a la dársena? —preguntó Reuben.

—¿Por qué tendríamos que haber ido allí? —preguntó el teniente.

Lo cual significaba que, en efecto, nadie estaba al corriente de los planes que Reuben había trazado. Excepto, naturalmente, los terroristas que los habían seguido.

Ya nada podía hacerse aparte de subir a la colina y ver dónde había aterrizado el cohete.

Se había llevado por delante la mitad de la fachada sur del Ala Oeste.

—¿Dónde estaba el presidente? —preguntó Reuben. Hablaba solo, pero el teniente, que había subido a la colina con él, se comunicaba por un canal militar.

—Al menos veinte —repitió el teniente—. Incluidos el presidente, el secretario de Defensa y los jefes del Alto Estado Mayor.

Qué extraño. Por la muerte del viejo sabio de una aldea Reuben había podido llorar de pena. Por la muerte de un presidente al que respetaba y admiraba no tenía una lágrima, ni siquiera una palabra. Tal vez porque conocía al anciano de aquella aldea y no conocía al presidente, no personalmente.

O tal vez porque Reuben no había ideado el plan que había acabado con el anciano de la aldea.

No era que Reuben no sintiera nada. Sentía tanto que casi jadeaba. Pero no era pena. Lo roía el ansia de hacer algo. Tenía que haber algo que pudiera hacer.

El teniente se volvió hacia ellos con la cara cenicienta.

—También han matado al vicepresidente.

—¿Estaba en la misma reunión? —preguntó Reuben, incrédulo—. Se supone que nunca deben estar todos en el mismo sitio.

—Un camión ha embestido su coche y lo ha empotrado contra un muro. Ha muerto aplastado.

—Déjeme adivinar —dijo Cole—. El Servicio Secreto ha matado al conductor del camión.

—El conductor del camión se ha volado los sesos.

Reuben se volvió hacia Cole.

—Tienen una fuente de información dentro de la Casa Blanca —dijo—. ¿Cómo si no podían saber en qué sala estaría el presidente?

Cole le tocó el codo y Reuben permitió que lo apartara del teniente.

—Al menos ya sabe que no ha sido coordinado solamente para que coincidiera con su presencia en Hain's Point —dijo Coleman—. Eso ha sido un añadido.

—La cuestión es: ¿hago públicos los planes que envié, para que el FBI puede empezar a investigar la filtración?

—Serán unos titulares maravillosos: «Asesinato presidencial planeado en el Pentágono.»

—¿No hago nada y dejo que el Pentágono me convierta en el chivo expiatorio?

—De cualquier manera, su carrera se ha acabado, señor —dijo Coleman.

—No ha tenido suerte con este destino.

—Un primer día de trabajo infernal, señor.

Había llegado el momento de dejar de fingir que todo aquello no los afectaba.

—Hemos estado en combate juntos —dijo Reuben—. Mis amigos me llaman Rube. —Sabía que Cole probablemente no podría llamarlo por el apodo. No a un oficial superior.

—Mis amigos me llaman Cole.

El teniente tosió.

—Señores, me piden que los lleve para ser interrogados. Creo que las balas en esos cuerpos son suyas, ¿no?

—Bueno, técnicamente no son nuestras balas. Nos han prestado las armas —dijo Reuben. Todavía estaba sumergido en el humor negro del combate.

Igual que Cole.

—Pero sí que apuntamos con las armas que las dispararon y apretamos el gatillo.

—¿Están todos muertos? —preguntó Reuben—. Estábamos bajo presión y moviéndonos, y me temo que probablemente hemos tirado a matar.

—Iban forrados de granadas —dijo el teniente—. No estaban dispuestos a que los pillaran vivos.

—Menos mal que no le hemos dado a ninguna granada —dijo Cole—, o no habría cuerpos que identificar.

Entonces oyeron el sonido inconfundible de varias granadas estallando en serie junto a la dársena.

—¡Hijos de puta! —gritó el teniente. Y echó a correr colina abajo hacia el caos de cuerpos desmembrados y supervivientes que gritaban.

—Se habían preparado para estallar —dijo Reuben, asqueado—. Al parecer, con matar al presidente no tenían suficiente.

—Usted no planeó todo esto —dijo Cole—. No podría haber previsto que hubiera alguien en la Casa Blanca.

—Pero lo hice —contestó Reuben—. Dije que tendría que ser un arma devastadora, o haber una fuente de información fiable... no sólo respecto a si el presidente estaba en la Casa Blanca, sino también en qué lugar exacto del edificio.

—Sí, pero que el plan pusiera eso no les ha dado los recursos —dijo Cole—. No pueden decir mágicamente
«alakazam»
y conseguir una fuente en la Casa Blanca.

Pero había alguien en la Casa Blanca que lo sabía todo acerca de Reuben y sus proyectos.

—Creía que tenía dos misiones distintas —dijo Reuben—. Una, mi trabajo diario en el Pentágono, otra con mi contacto de la Casa Blanca.

—Mierda —dijo Cole—. Le estaban manejando desde ambos extremos.

5. Caos

Si esperas a estar seguro de la posición, la fuerza y las intenciones del enemigo para emprender la acción, nunca actuarás. Sin embargo, actuar sin conocimiento es lanzarte a una trampa (si tu enemigo es agresivo) o desperdiciar tus fuerzas en maniobras inútiles (si tu enemigo decide evitarte).

—Mientras el teniente está ocupado, tengo que hacer una cosa —dijo el mayor Malich—. Puede venir conmigo o no.

—¿Puedo saber adónde? —preguntó Cole. Y como pensó que preguntándolo parecía un niño pequeño de excursión, añadió—: Prometo no preguntar si falta mucho para llegar.

Entonces dio un respingo. Aquél no era momento para hacerse el gracioso. Deseó haber conocido mejor al mayor Malich. Habían estado combatiendo juntos, pero Cole todavía tenía que preocuparse por la impresión que causaba.

BOOK: Imperio
10.42Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

His Desirable Debutante by Silver, Lynne
Bodywork by Marie Harte
Glass Cell by Patricia Highsmith
Soul Hostage by Littorno, Jeffrey
On the Edge by Pamela Britton
It Was Only Ever You by Kate Kerrigan