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Authors: Rafael Marín Trechera,Orson Scott Card

Tags: #Ciencia Ficción

Imperio (10 page)

BOOK: Imperio
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—Estoy dispuesto a morir por ti —decía, y continuaba con lo que estuviera haciendo. ¿Cómo podía nadie responder a aquello?

«Él está dispuesto a morir por su país y yo me paso la vida cuidando de sus hijos y haciendo que su vida merezca la pena e intente no morir.»Recordó aquellos dos gloriosos y horribles años como interina y luego como miembro del personal contratado de la oficina de un congresista. Allí había visto lo que sucedía entre bastidores, las cosas que nunca aparecían en la CNN porque los periodistas y las cámaras nunca estaban presentes cuando se hacía el verdadero trabajo. No era que su congresista fuera corrupto; todo lo contrario. Era un adusto mormón de Idaho que no bebía ni fumaba y que trataba a los miembros femeninos y masculinos de su personal exactamente de la misma forma. Pero sabía cómo funcionaba el Congreso: se alimentaba del dinero de las campañas y respiraba publicidad. Era un experto encontrando y usando ambas cosas.

LaMonte Nielson. Tenía conciencia e ideas firmes, pero ni por un segundo permitía que eso se interpusiera en la consecución de los acuerdos necesarios para hacer las cosas y volverse indispensable para los otros congresistas. Ya era el presidente de la Cámara de Representantes. No estaba mal para un veterinario de pueblo que se aburría durmiendo a los perros viejos.

La apreciaba. Le dio un puesto de trabajo una vez finalizado su periodo como interina. Le ofreció un sustancioso aumento cuando ella dijo que se marchaba. Pero cuando le explicó que se marchaba para casarse con un soldado, sonrió y dijo:

—Eso importa más a la larga que nada de lo que hacemos en este despacho. Adelante.

Aquella noche ella podría haber sido secretaria del presidente de la Cámara de Representantes del Congreso. En cambio estaba escuchando a J. P. que, sentado en su trona, farfullaba algo sobre camiones de basura, su obsesión del momento. Estaba explicando las normas para reciclar. Ella no estaba segura de si sabía leer. ¿Era posible que hubiera memorizado todo aquello cuando uno de los mayores le había leído el folleto?

Conocer a esos niños era mucho más divertido que conocer a un puñado de congresistas y sus ayudantes. Negociar con ellos la hora de acostarse y el uso de los videojuegos era mucho más satisfactorio que luchar con otros empollones sobre qué podía y no podía legislarse. No sólo porque en casa ella tenía todo el poder (ella y Reuben, cuando estaba en casa), sino porque podía cambiar las cosas: ayudarlos a superar sus debilidades, ayudarlos a sentirse mejor cuando se sentían mal, alegrarse con ellos cuando estaban felices. Como decía el congresista Nielson, aquello era lo que importaba a la larga.

Sólo que...

Sólo que tenía que ocultarse de la televisión. Ya fuera viendo la CNN o, si Reuben estaba en casa, Fox News, se sentía llena de anhelos... «No, sé sincera: frustrada.» Porque estaban pasando cosas y ella no formaba parte de nada de todo aquello. Tanto años después y seguía teniendo la enfermedad.

La puerta principal se abrió de golpe y Mark entró corriendo en la cocina, gritando algo. Ella estaba escuchando sólo a medias mientras sacaba del frigorífico su caja de galletas; a Mark le gustaban las galletas frías.

—¡Pon la tele! —le gritó.

—¿Qué?

—Han volado la Casa Blanca.

En todos los canales pasaban las mismas imágenes: la Casa Blanca con un agujero abierto en la pared sur del Ala Oeste, gente con traje y gente de uniforme, vehículos de urgencias y vehículos militares por todas partes. Periodistas explicando que todo el tráfico aéreo había sido cancelado y que por eso no podían mostrar tomas aéreas. «Gracias a Dios —pensó ella—, lo que nos haría falta, el cielo alrededor de la Casa Blanca repleto de helicópteros.» Prometían que en cuanto obtuvieran información dirían quiénes habían muerto.

Porque había muerto gente. Eso sí que se sabía.

La información se agotó, cada fragmento saboreado y comentado hasta que el siguiente salía a la superficie. Un aparente ataque terrorista. Uno o más cohetes lanzados desde lejos. Desde el Malí primero, dijeron, luego desde el monumento a Washington, luego desde la dársena. Ésos eran los rumores.

Y luego el vídeo (¿vendido al mejor postor?) de la CBS, y emitido por todos los demás (pero con el logo de la CBS en una esquina; ¡el capitalismo continúa!), grabado desde un coche situado en el cruce del carril de la avenida de la Independencia con la dársena. En las imágenes aparecían los terroristas en el asfalto de los carriles en dirección al oeste, más allá del muro de contención de la dársena, y dos lanzacohetes.

La cámara temblaba. Obviamente era una cámara digital con poca resolución. Pero había detonaciones y algunos terroristas se volvían a disparar... casi a la derecha de la cámara. ¿Estaba loco aquel turista? Debería haberse quedado dentro del coche, no grabarlo todo.

Entonces una silueta oscura se movió a la derecha, delante de la cámara. Era un borrón de movimiento. Un hombre con traje pero armado. Y luego otro, de uniforme. Y una voz que decía:

—¡Métase en el coche!

Naturalmente, la cámara se quedó donde estaba.

Pop. Pop. Pop-pop-pop.

Uno de los terroristas cayó. Otro. Uno de los lanzacohetes se tambaleó y volcó. Pero el otro disparó y el vídeo terminó.

Mark pulsó un botón del mando a distancia y empezó a rebobinar.

—¿Qué estás haciendo?

—Rebobinar —dijo Mark.

—¿Todo esto es una cinta?

—Es un DVR, mamá —dijo él, como si ella fuera un poquito corla—. Hace ya dos años que lo tenemos. Puedes rebobinar lo que quieras si no has cambiado de canal.

—Pero quiero oír lo que están diciendo.

—Mamá, ¿por qué tenemos que escucharlos cuando podemos verlo? —Y entonces añadió, en voz baja—: Creo que era papá.

En el momento en que lo dijo, ella supo que tenía razón. Papá con un traje. Y el de uniforme era el capitán Coleman. Por algún motivo estaban en la dársena armados con rifles y disparaban a los terroristas, sólo que no habían podido acabar con todos a tiempo.

El vídeo no aclaraba nada. Todo pasaba demasiado rápido y era demasiado borroso. Pero ella supo con seguridad que era Reuben.

—Otra vez —dijo Mark.

—No —respondió Cecily—. Escuchemos qué dicen. Tengo que saber qué están diciendo.

Hubo un montón de cháchara sobre la respuesta rápida de alguien sin identificar y luego el busto parlante de algún idiota dijo que el alcance se había quedado corto y que no podían ser soldados entrenados porque los disparos no eran certeros. «Claro —pensó Cecily—, no serían certeros en un campo de tiro, pero lo son bastante cuando alguien le dispara y tienes que responder al fuego poniéndote a cubierto en algún lugar.

Los bustos parlantes dieron paso a un boletín. El periodista estaba de pie delante de los terrenos de la Casa Blanca.

El presidente estaba en efecto en la sala donde había explotado el cohete, con el secretario de Defensa y el jefe del Alto Estado Mayor.

Mark pulsó otro botón y de pronto todo saltó en la pantalla.

—¿Qué estás haciendo ahora?

—Paso a directo —explicó Mark—. Íbamos con un minuto de retraso porque he rebobinado.

—Se confirma que el presidente ha muerto —dijo un hombre desde una sala de prensa que ella reconoció inmediatamente: estaba en el edificio Sam Rayburn. ¿Por qué en el Rayburn?

Porque la sala de prensa de la Casa Blanca no estaba disponible, por supuesto. Pero...

Allí estaba el congresista LaMonte Nielson, con la mano sobre la Biblia. Alzando la mano derecha. ¿Por qué estaba jurando un cargo?

—Al parecer el vicepresidente ha muerto en un incidente de tráfico unos minutos antes del ataque con cohetes sobre la Casa Blanca. Digo «incidente» porque cuesta creer que se tratara de un accidente, de una mera coincidencia. Cuando el presidente ha fallecido, este país ya no tenía vicepresidente. La ley de sucesión presidencial es clara. Después del vicepresidente, el presidente de la Cámara de Representantes del Congreso y, luego, el presidente
pro tempore
del senado... Pero aquí está el nuevo presidente de Estados Unidos, recién jurado el cargo. El presidente LaMonte Nielson. La mayoría de los estadounidenses ni siquiera lo conocen, pero es todo lo que tenemos ahora mismo...

Sus últimas palabras se solaparon con las de Nielson. Miró directamente a la cámara (Cecily recordó cuánto le había costado aprender a dirigir aquella mirada firme a los objetivos) y dijo:

—Compatriotas estadounidenses, nuestros enemigos han hecho algo espantoso hoy, y algunas buenas personas han sido asesinadas. Pretendían claramente golpear en nuestros corazones, y lo han conseguido. Pero no debemos perder la cabeza. Nuestra Constitución sigue vigente.

»No soy el hombre que ustedes eligieron para ser presidente. Pero haré mi trabajo, como lo harán todos los que forman este Gobierno. Se tomarán algunas medidas de emergencia, pero a excepción de lo que ordenen las autoridades legales, los instamos a que continúen con su vida normal. No sabemos quiénes son los responsables de esto. No saquen ninguna conclusión precipitada. No traten con ira ni hostilidad a alguien sólo porque comparte la religión o procede del mismo lugar o se parece a quienes suponen ustedes que pueden haber hecho esto. No añadamos más tragedias a las que ya nos han asolado hoy.

»Me uno al resto de nuestra nación en el luto por nuestro presidente y nuestro vicepresidente y los otros grandes servidores públicos que han entregado hoy la vida estando al servicio de su país. Dios bendiga los Estados Unidos de América.

Mientras la cámara retrocedía y los periodistas empezaban a valorar el breve discurso del nuevo presidente, Cecily vio que ya estaba rodeado, no sólo por agentes del Servicio Secreto, sino por soldados que llevaban uniforme de combate.

—Mark —dijo tranquilamente—, no les digas a tus hermanos que pensamos que puede que tu padre haya tenido algo que ver con los disparos. No hasta que sepamos algo con seguridad.

—Vale, mamá.

Por su voz, ella supo que el chico ya no estaba solamente sorprendido. Estaba llorando.

—Quédate aquí, por favor, hijo —le dijo—. Voy a llamar a los demás.

Unos cuantos minutos más tarde se arrodillaron en el salón. Ninguna de las oraciones que ella sabía parecía la adecuada. Se esforzó por añadir las palabras convenientes a las oraciones que todos los niños conocían. Al final, todo se redujo a lo mismo que había dicho LaMonte Nielson, el presidente Nielson. Dios bendiga los Estados Unidos de América.

Y entonces Nick añadió:

—Y Dios bendiga a papá y a todos los soldados.

—Amén —dijo Cecily. Pero se apresuró a añadir—: Pero por lo que sabemos, papá está bien.

—Pero ahora va a haber una gran guerra —dijo Nick—. Tiene que haberla.

Continuar con la vida normal, había dicho LaMonte. Pero ¿cómo era ahora su vida normal?

Sentó a los niños y les explicó la situación presidencial. Les contó su experiencia cuando había trabajado para LaMonte Nielson. Les habló del presidente asesinado.

—Ni siquiera le votaste, mami —dijo Lettie—. Mark lo dijo.

—Vuestro padre le votó —dijo Cecily—. Y aunque yo no lo hiciera, seguía siendo nuestro presidente, y lo hizo lo mejor que supo por nuestro país. Es terrible, no sólo por él, sino por todos nosotros, los estadounidenses, porque matándolo trataban de hacernos daños a todos.

Pero al cabo de un rato se quedó sin palabras. Las niñas eran demasiado pequeñas para comprender bien aquello y seguir interesadas. Las dejó irse a su habitación a jugar en silencio.

—Son las reglas de casa —dijo.

Sin embargo, Mark y Nick se quedaron delante de la tele, viendo la CNN. Cecily sabía que las imágenes de la dársena volverían a aparecer. Sabía que en algún momento alguien diría los nombres de los hombres que habían disparado a los terroristas. Pero no podía prohibirles que vieran cómo se desplegaba la historia. Y no podía quedarse a ver la tele con ellos, porque J. P. necesitaba sus cuidados.

Y porque iba a echarse a llorar de frustración y miedo si no se mantenía ocupada. Así que, con J. P. jugando en el suelo de la cocina, se puso a buscar en las alacenas algo que preparar para la cena y que la mantuviera entretenida unas cuantas horas.

La primera en llamar fue DeeNee Breen.

—Por lo que sabemos —dijo—, el mayor Malich no ha resultado herido. Ni el capitán Coleman. Pero está confirmado que fueron ellos quienes dispararon a los terroristas e inutilizaron uno de los lanzacohetes. En este momento su situación es desconocida pero imagino que vendrán aquí lo más rápido posible para informar. Aquí o a alguna parte.

Cecily le dio las gracias y fue a decirles a Mark y Nick que sí, que eran su padre y su nuevo ayudante los que aparecían en el vídeo, disparando contra los terroristas.

—Así que papá es... como un héroe —dijo Nick en voz baja.

—Cariño, tu padre es un héroe multiplicado por cuarenta. Pero sí, ha hecho todo lo que ha podido. Pero también sé que ahora mismo está muy triste porque no ha conseguido impedir que dispararan uno de los dos cohetes.

—Se creía que eran los cadáveres de los terroristas que llevaban bombas adosadas —dijo Mark—. Pero la explosión ha sido del cohete que no ha sido disparado contra la Casa Blanca. Alguien lo ha tocado y se ha disparado contra el suelo y ha salido volando por los aires y ha matado a un puñado de gente.

—Pero no a tu padre —dijo Cecily—. En caso contrario DeeNee lo sabría. Ellos habrían sabido si estaba herido y ella me lo hubiese contado. Así que está bien.

Mark parecía aliviado. Pero Nick... Ella nunca sabía lo que estaba pensando. En privado, Reuben lo llamaba Cara de Piedra, porque encajaba las cosas sin pestañear. Cuando tenía cuatro años, a Cecily le preocupaba que pudiera ser autista o sufriera de síndrome de Asperger. Pero no, qué va, simplemente era un chico callado que se guardaba las cosas para sí. Como entonces. ¿Creía que su padre estaba a salvo? ¿No le importaba o sentía un temor que no se le notaba? El niño misterioso.

No iba a lograr comprenderlo precisamente en aquellos momentos. ¿En qué consistía el «éxito»? ¿En que Nick rompiera a llorar? ¡Oh, seguro que le estaría muy agradecido por ello!: «Sí, Oprah, mi madre no era feliz a menos que pudiera hacerme llorar.»Educar a los niños era muy complicado. Siempre había que pensar en lo que dirían luego en televisión.

DeeNee llamó otra vez para averiguar si sabía algo acerca del paradero de Reuben. Luego Cecily empezó a recibir llamadas de amigos que se preguntaban si era posible que hubieran visto a Rube en aquellas imágenes de la dársena.

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