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Authors: Brian W. Aldiss

Tags: #Ciencia ficción

Invernáculo (12 page)

BOOK: Invernáculo
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Durante un rato Gren permaneció inmóvil, estremeciéndose a veces bajo aquel contacto. En una ocasión levantó la mano, y la bajó bruscamente. Tenía la cabeza fría, casi adormecida.

Al fin se sentó al pie del peñasco más próximo, con la espalda firmemente apoyada contra la piedra, y mirando el sitio por donde había venido. Estaba en un lugar sombrío y húmedo. Allá arriba, en la parte más alta y a orillas del agua, brillaba un rayo de sol, y detrás pendía el follaje, que parecía pintado en verdes y blancos indistintos. Gren lo miraba con aire ausente, tratando de encontrar algún significado en aquella trama.

Supo obscuramente que toda esa fronda seguiría allí cuando él estuviese muerto, y hasta un poco más abultada a causa de su muerte, cuando los fosfatos orgánicos fuesen absorbidos por otras criaturas. Porque le parecía improbable que pudiera Subir, en la forma aprobada y practicada por sus antepasados; no había nadie que pudiera ocuparse de su alma. La vida era breve, y al fin y al cabo ¿qué era él? ¡Nada!

—Eres humano —dijo una voz.

Era el espectro de una voz, una voz inarticulada, una voz que no tenía ninguna relación con cuerdas vocales. Como el rasguido de un arpa polvorienta, parecía resonar en la cabeza de Gren, en algún alejado desván.

En la situación en que se encontraba, Gren no se sorprendió. Tenía la espalda apoyada contra la piedra; la sombra de alrededor no lo cubría sólo a él; su propio cuerpo era materia común, parte de la materia de alrededor. No era imposible que unas voces silenciosas respondieran a los pensamientos.

—¿Quién está hablando? —preguntó, ociosamente.

—Llámame morilla. Nunca te abandonaré. Puedo ayudarte.

Gren tuvo la débil sospecha de que esa morilla nunca había hablado hasta entonces, con tanta lentitud le llegaban las palabras.

—Necesito ayuda —dijo—. Soy un paria.

—Ya veo. Me he fijado a ti para ayudarte. Siempre estaré contigo.

Gren se sentía muy amodorrado, pero consiguió preguntar: —¿Cómo podrías ayudarme?

—Como he ayudado a otros —le dijo la morilla—. Una vez que estoy con ellos, ya no los abandono. Hay muchos seres que no tienen cerebro; yo soy un cerebro. Yo colecciono pensamientos. Yo y los de mi especie actuamos como cerebros, de modo que los seres a los que nos fijamos son más inteligentes y capaces que los demás.

—¿Seré entonces más inteligente que los otros humanos? —preguntó Gren.

La luz del sol en lo alto del arroyo no cambiaba nunca. Todo era confusión en la mente de Gren. Era como hablar con los dioses.

—Hasta ahora nunca habíamos capturado a un humano —dijo la voz; escogía más rápidamente las palabras—. Nosotras, las morillas, vivimos sólo en los lindes de la Tierra de Nadie. Vosotros sólo vivís en las selvas. Eres un buen hallazgo. Yo te haré poderoso. Irás a todas partes, y me llevarás contigo.

Sin responder, Gren continuó recostado contra la piedra fría. Se sentía exhausto y a gusto dejando pasar el tiempo. Al cabo, la voz rasgueó de nuevo en su cabeza.

—Sé muchas cosas a propósito de los humanos. El Tiempo ha sido terriblemente largo en este mundo y en los mundos del espacio. En otras épocas, en años muy remotos, antes de que el sol se calentara, tu especie bípeda gobernaba el mundo. En ese entonces los humanos eran grandes, cinco veces más altos que tú. Se encogieron para adaptarse a las nuevas condiciones, para sobrevivir como fuera posible. En aquellos tiempos, los de mi especie eran muy pequeños; pero el cambio es un proceso incesante, aunque tan lento que pasa inadvertido. Ahora tú eres una criatura pequeña perdida en la maleza y yo en cambio puedo aniquilarte.

Luego de escuchar y reflexionar, Gren le preguntó a la morilla: —¿Cómo puedes saber todo eso, morilla, si nunca hasta ahora te habías encontrado con un humano?

—Explorando la estructura de tu mente. Muchos de tus recuerdos y pensamientos son herencias de un pasado remoto, y están sepultados tan profundamente en tu cerebro que no creo que puedas alcanzarlos. Pero yo puedo. Ahí leo la historia pasada de toda tu especie. Mi especie podría ser tan grande como lo fue la tuya…

—¿Entonces yo también seré grande?

—Eso es lo que tendría que ocurrir…

De pronto, una ola de sueño cayó sobre Gren. El sueño era insondable, pero poblado de peces extraños; sueños de colas aleteantes que él no llegaba a atrapar.

Se despertó de golpe. Algo se movía muy cerca.

En lo alto de la ribera, donde brillaba siempre el sol, estaba Poyly.

—¡Gren, mi adorado! —dijo ella, cuando advirtió aquel leve movimiento y descubrió que era Gren—. He dejado a los otros para estar contigo y ser siempre tu compañera.

Ahora tenía la mente clara, clara y viva como el agua de un manantial. Muchas cosas que antes habían sido misteriosas, ahora eran claras y llanas para él. Se levantó de un salto.

Poyly bajó los ojos y lo miró en la sombra. Vio con horror el hongo que le había crecido a Gren, un hongo negruzco como los del árbol trampa y los saucesinos. Le sobresalía por encima del pelo, le abultaba como una jiba debajo de la nuca y le avanzaba por el cuello como una gola hasta casi cubrirle las clavículas. Brillaba sombríamente en intrincadas circunvoluciones.

—¡Gren! ¡El hongo! —gritó horrorizada, y dio un paso atrás—. ¡Te ha invadido!

Gren saltó rápidamente y le tomó la mano.

—Está bien, Poyly; no hay por qué alarmarse. El hongo se llama morilla. No nos hará daño. Puede ayudarnos.

En el primer momento Poyly no respondió. Sabía cómo eran las cosas en la selva, y en la Tierra de Nadie. Todos cuidaban de sí mismos, nadie se preocupaba por los demás. Sospechó vagamente que el verdadero propósito de la morilla era nutrirse a expensas de otros y propagarse; y que para lograr ese propósito sería capaz de matar al huésped tan lentamente como fuese posible.

—El hongo es malo, Gren —dijo—. No podría ser de otro modo.

Gren se dejó caer de rodillas, y la arrastró junto a él, mientras le murmuraba palabras tranquilizadoras. Le acarició los cabellos de color canela.

—Morilla puede enseñarnos muchas cosas —dijo—. Podemos llegar a ser mucho mejores. Ahora somos unas pobres criaturas. ¿Qué mal puede haber en que seamos mejores?

—¿Cómo es posible que un hongo pueda hacernos mejores?

En la cabeza de Gren, la morilla habló.

—Ella no va a morir. Dos cabezas valen más que una. Se os abrirán los ojos. Seréis… ¡seréis como dioses!

Casi palabra por palabra, Gren le repitió a Poyly lo que había dicho la morilla.

—Tal vez tú entiendas más, Gren —dijo Poyly, vacilando—. Siempre fuiste muy inteligente.

—Tú también puedes ser inteligente —le murmuró Gren.

Con reticencia, Poyly cedió al abrazo, hecha un ovillo contra él.

Una lonja del hongo se desprendió del cuello de Gren y cayó sobre la frente de Poyly. Ella se agitó y se debatió, farfulló una protesta, luego cerró los ojos. Cuando los volvió a abrir, veía todo muy claro.

Como una nueva Eva, llamó a Gren. A la cálida luz del sol hicieron el amor, dejando caer las almas al quitarse los cinturones.

Al fin se levantaron, sonriéndose.

Gren miró al suelo.

—Se nos han caído las almas —dijo.

Ella hizo un gesto de indiferencia.

—Déjalas, Gren. No son más que un estorbo. Ya no las necesitamos.

Se besaron y abrazaron y empezaron a pensar en otras cosas, ya completamente acostumbrados a la corona de hongos que les cubría las cabezas.

—No tenemos que preocuparnos de Toy y los otros —dijo Poyly—. Nos han abierto un camino de vuelta. ¡Mira!

Lo llevó al otro lado de un árbol alto. Un muro de humo flotaba levemente tierra adentro, allí donde la llama había mordido una senda hacia el baniano. Tomados de la mano, salieron juntos de la Tierra de Nadie, aquel Edén peligroso.

Segunda Parte
11

Pequeños seres sin voz y sin mente iban y venían presurosos por la carretera, apareciendo y desapareciendo en el obscuro verdor.

Dos cáscaras frutales avanzaban por esa carretera. Desde detrás de las cáscaras, dos pares de ojos espiaban con recelo a los seres silenciosos, y cómo se deslizaban aquí y allá también atentos a los peligros.

Era una carretera vertical; los ojos ansiosos no alcanzaban a ver ni el principio ni el fin. De cuando en cuando alguna rama se bifurcaba horizontalmente; pero los viajeros seguían de largo, en un avance lento aunque paulatino. En la superficie rugosa de la carretera había buenos asideros para los ágiles dedos de las manos y los pies que asomaban de las cáscaras. Y era además una superficie cilíndrica, pues se trataba en verdad de uno de los troncos del poderoso baniano.

Las dos cáscaras iban de los niveles medios hacia el suelo de la selva. La luz se filtraba a través del follaje, y las cáscaras parecían avanzar en una niebla verde hacia un túnel de negrura.

Por fin la cáscara que iba adelante vaciló y tomó la senda lateral de una de las ramas horizontales, siguiendo un rastro apenas perceptible. La otra cáscara la siguió. juntas se irguieron, casi apoyadas la una contra la otra, de espaldas a la carretera.

—Me asusta bajar al Suelo —dijo Poyly desde dentro de la cáscara.

—Hemos de ir a donde nos dice la morilla —dijo Gren con paciencia, explicando como había explicado antes—. Es más sabia que nosotros. Ahora que estamos sobre el rastro de otro grupo, sería una locura desobedecerle. ¿Cómo podríamos vivir solos en la selva?

Sabía que la morilla que Poyly tenía en la cabeza la estaba apaciguando con argumentos similares. No obstante, desde que los dos habían salido de la Tierra de Nadie, varios sueños atrás, Poyly había estado inquieta; este exilio voluntario era para ella una tensión demasiado dura, que no había esperado.

—Tendríamos que esforzarnos más por encontrar los rastros de Toy y los otros amigos —dijo Poyly. Si hubiésemos esperado hasta que el fuego se apagara, los habríamos encontrado.

—Tuvimos que seguir porque temías que pudiera quemarnos —dijo Gren—. Además, sabes que Toy no nos querrá aceptar de nuevo. No tiene consideración ni piedad, ni siquiera contigo, que eras su amiga.

Al oír esto, Poyly se limitó a refunfuñar. Al cabo de un rato, comenzó otra vez.

—¿Es necesario que continuemos buscando? —preguntó con una voz casi inaudible, aferrándose a la muñeca de Gren.

Y esperaron con temerosa paciencia a que otra voz conocida les diera la respuesta.

—Sí, tenéis que continuar, Poyly y Gren, pues yo lo aconsejo, y soy más fuerte que vosotros.

Era una voz ya familiar. Una voz que no necesitaba labios para expresarse, que no se escuchaba con los oídos; una voz que nacía y moría dentro de la cabeza como el títere de una caja de sorpresas, metido eternamente en el pequeño ataúd. Sonaba como el rasguido de un arpa polvorienta.

—Hasta aquí os he traído sanos y salvos —continuó la morilla —y os llevaré sanos y salvos hasta el final. Os enseñé a mimetizaros con las cáscaras; metidos dentro habéis recorrido ya un largo camino. Continuad un poco más y habrá gloria para vosotros.

—Necesitamos descansar, morilla —dijo Gren.

—Descansad y más tarde seguiremos, Hemos descubierto las huellas de otra tribu humana; no es momento para desfallecer. Tenemos que encontrar a esa tribu.

Obedeciendo a la voz, los dos humanos se echaron a descansar. Aquellas cáscaras tan incómodas de dos frutos de la selva —les habían extraído la pulpa edematosa, y les habían perforado unos toscos orificios para las piernas y los brazos —impedían que se acostaran en una posición natural. Se acurrucaron como pudieron, los brazos y las piernas hacia arriba, como si hubieran muerto aplastados por el peso del follaje.

En algún lugar, como un incesante canturreo de fondo, los pensamientos de la morilla proseguían, sin que pudieran acallarlos. En aquella era de proliferación vegetal, las plantas habían desarrollado la capacidad de crecer pero no la inteligencia; el hongo morilla, sin embargo, había desarrollado la inteligencia —la sutil pero limitada inteligencia de la selva—. Para favorecer aún más la propagación de la especie, se convertía en parásito de otras criaturas, sumando así la movilidad a la capacidad deductiva. La morilla que se había fragmentado en dos para apoderarse a la vez de Poyly y de Gren, iba de sorpresa en sorpresa, a medida que descubría en los centros nerviosos de los huéspedes que la alojaban algo que no había en ninguna otra criatura: una memoria racial, oculta aun para los propios humanos.

Aunque la morilla desconocía la frase «En el país de los ciegos el tuerto es rey», estaba en esa misma situación. Los días de las criaturas que proliferaban en el gran invernáculo del mundo, transcurrían entre la ferocidad y la lucha, las persecuciones y la paz, hasta que les llegaba la hora de caer en la espesura y servir de abono a la generación siguiente. Para ellos no había pasado ni futuro; eran como las figuras de un tapiz, no tenían relieve. La morilla, al comunicarse con las mentes humanas, era distinta. Tenía una perspectiva.

Era la primera criatura en millones y millones de años que recorría hacia atrás las largas avenidas del tiempo. Descubría posibilidades que la aterrorizaban, le causaban vértigo, y casi le silenciaban las cadencias de arpa de la voz.

—¿Cómo puede la morilla protegernos de los terrores del Suelo? —preguntó Poyly al cabo de un rato—. ¿Cómo nos va a proteger de un ajabazo o de un babosero?

—Sabe muchas cosas —le respondió Gren simplemente—. Hizo que nos pusiéramos estas cáscaras para escondernos del enemigo. Hasta ahora nos han protegido bien. Cuando encontremos a esa otra tribu, estaremos todavía más seguros.

—A mí la cáscara me lastima los muslos —dijo Poyly, con esa predisposición femenina a la intrascendencia que eones y eones de historia no habían atenuado.

Mientras yacía allí, sintió que la mano de Gren le buscaba a tientas el muslo y se lo frotaba con ternura. Pero los ojos de Poyly seguían yendo y viniendo entre el ramaje, en guardia contra cualquier peligro.

Una criatura vegetal, de colores tan brillantes como un papagayo, bajó revoloteando y fue a posarse en una rama por encima de ellos. Casi al mismo tiempo un tiritrón saltó de su escondite en lo alto y cayó de golpe sobre el avevege. Hubo una lluvia dispersa de líquidos repulsivos. Un momento después, el avevege despedazado había desaparecido; sólo las manchas verdosas de un zumo viscoso indicaban el lugar en que había estado posado.

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