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Authors: Brian W. Aldiss

Tags: #Ciencia ficción

Invernáculo (13 page)

BOOK: Invernáculo
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—¡Un tiritrón, Gren! —dijo Poyly—. Tenemos que irnos, antes que caiga sobre nosotros.

La morilla también había presenciado aquella lucha; en realidad la había presenciado con satisfacción, porque las sabrosas morillas eran uno de los manjares más codiciados por los aveveges.

—Seguiremos viaje, humanos, si estáis dispuestos —les dijo.

Un pretexto para seguir viaje era tan bueno como cualquier otro; la morilla, por ser parásita, no tenía necesidad de descanso.

Los humanos no estaban muy dispuestos a abandonar aquella tranquilidad temporaria, ni siquiera para evitar el ataque de un tiritrón. La morilla tuvo que acuciarlos. Hasta entonces, había sido bastante amable con ellos; no quería provocar una discordia, pues necesitaba la cooperación de los humanos. Tenía un objetivo último que era vago, petulante y ambicioso. Se veía reproduciéndose una y otra vez hasta ocupar toda la Tierra, cubriendo con sus circunvoluciones los valles y los montes.

Un fin que nunca podría alcanzar sin la ayuda de los humanos. Ellos serían el medio. Ahora —con esa fría deliberación que la caracterizaba —necesitaba dominar la mayor cantidad posible de humanos. Por eso los hostigó. Por eso Gren y Poyly obedecieron.

Descendiendo cabeza abajo por el tronco que era la carretera elegida, y aferrándose a las rugosidades de la superficie, reanudaron la marcha.

Otras criaturas utilizaban la misma ruta, algunas inofensivas como los foliofabios, en interminable caravana desde las profundidades hasta los pináculos de la selva; algunas nada inofensivas por cierto, de dientes y garras verdes. Una especie sin embargo había dejado marcas diminutas pero inconfundibles a lo largo del tronco; una cuchillada aquí, una mancha allá, señales para un ojo avezado de que había vida humana en las cercanías. Este era el rastro que iban siguiendo los dos humanos.

El gran árbol y las criaturas que habitaban a su sombra iban y venían silenciosos, ocupados en sus quehaceres. Lo mismo hacían Gren y Poyly. Cuando los rastros que seguían doblaban por una rama lateral, también ellos doblaban, sin discutir.

Así continuaron, horizontal y verticalmente, hasta que Poyly atisbó un movimiento. Una forma humana se dejó ver apenas un instante y se zambulló precipitadamente en una mata de pelusetas. Una aparición misteriosa, y en seguida el silencio.

Apenas habían alcanzado a ver el destello de un hombro y un rostro alerta bajo una flotante cabellera; pero de algún modo la visión parecía haber electrizado a Poyly.

—Se nos escapará si no la capturamos —le dijo a Gren—. ¡Deja que vaya yo y trate de atraparla! Ten cuidado, por si los otros andan cerca.

—Deja que vaya yo.

—No, yo la atraparé. Haz algún ruido para distraerla cuando yo esté a punto de alcanzarla.

Saliendo de la cáscara, se arrastró sobre el vientre por la curva de la rama hasta quedar colgada cabeza abajo. Cuando empezó a deslizarse así por la rama, la morilla, temiendo por sí misma en aquella postura peligrosa, invadió la mente de Poyly. De pronto las percepciones de Poyly fueron extraordinariamente precisas y nítidas, la visión se le hizo más clara, la piel más sensible.

—Atácala desde atrás. Captúrala, pero no la mates; ella te conducirá al resto de la tribu —tañó la voz en la cabeza de Poyly.

—Calla, o te oirá —susurró Poyly.

—Sólo tú y Gren podéis oírme, Poyly. En vosotros he fundado mi reino.

Poyly se arrastró hasta más allá de la mata de peluseta antes de volver a trepar por la rama; no se oía ni el susurro de una hoja. Continuó deslizándose lentamente hacia adelante.

Por encima de los suaves capullos de la peluseta, Poyly espió a la criatura que estaba persiguiendo. Una mujer joven y bonita miraba recelosa alrededor, con unos ojos obscuros y límpidos, bajo una mano protectora y una corona de cabellos.

—No te reconoció como humana bajo la cáscara, por eso se esconde de ti —dijo la morilla.

Eso era una tontería, pensó Poyly. Que la hubiera reconocido o no, de todos modos se hubiera ocultado, como de cualquier desconocido. La morilla sorbió el pensamiento del cerebro de Poyly y comprendió por qué se había equivocado. A pesar de todo lo que ya había aprendido, la noción misma de ser humano le era todavía extraña.

Se apartó prudentemente de la mente de Poyly, dejando que ella se entendiera a su modo con la desconocida.

Poyly se acercó un paso más, y luego otro, doblada casi en dos. Cabeza abajo, esperó de Gren la señal convenida.

Del otro lado de la mata de pelusetas, Gren sacudió una rama. La desconocida miró el sitio del ruido, pasándose la lengua por los labios entreabiertos. Antes que la mujer sacara el cuchillo, Poyly saltó sobre ella desde atrás.

Lucharon entre las fibras blandas: la desconocida buscaba a tientas la garganta de la agresora; Poyly, en venganza, le mordió el hombro. Terciando de improviso en la lucha, Gren tomó a la desconocida por el cuello y tironeó hacia atrás hasta que los cabellos azafranados le cayeron sobre la cara. La muchacha había luchado con coraje, pero la habían capturado. Pronto estuvo atada y tendida sobre la rama, alzando los ojos hacia ellos.

—Buen trabajo —dijo la morilla—. Ahora ella nos llevará…

—¡Silencio! —aulló Gren.

El hongo obedeció instantáneamente.

Algo rápido se movía en los niveles superiores del árbol.

Gren conocía la selva. Sabía que los ruidos de lucha atraían en seguida a las criaturas rapaces. Apenas había acabado de hablar, cuando una larguja bajó girando en espiral como un resorte por el tronco más próximo y se lanzó sobre ellos. Gren la estaba esperando.

Las espadas de nada sirven contra las largujas. Gren la golpeó con un palo y la hizo volar zumbando por el aire. Cayó y se enderezó sobre la cola elástica para atacar de nuevo, pero un rayoplán se encorvó sobre ella desde las hojas de más arriba, la devoró de una dentellada, y continuó descendiendo.

Poyly y Gren se echaron de bruces al lado de la cautiva y esperaron. El terrible silencio de la selva los envolvió de nuevo como una marea, y una vez más estaban a salvo.

12

La prisionera casi no les hablaba. Hacía muecas y sacudía la cabeza en respuesta a las preguntas de Poyly. Sólo consiguieron sacarle en limpio que se llamaba Yattmur. Era evidente que estaba asustada por la siniestra gola que los humanos tenían alrededor del cuello y las relucientes protuberancias de las cabezas.

—Morilla, está demasiado asustada para hablar —dijo Gren, conmovido por la belleza de la muchacha que yacía atada a sus pies—. No le gusta tu aspecto. ¿La dejamos y seguimos viaje? Ya encontraremos otros humanos.

—Pégale y entonces hablará —tañó la voz silenciosa de la morilla.

Eso la asustará más.

Tal vez le suelte la lengua. Pégale en la cara, en esa mejilla que pareces admirar…

—Ella no me hace ningún daño.

—Criatura estúpida. ¿Por qué nunca utilizas todo tu cerebro a la vez? Nos está haciendo daño a todos al retrasarnos.

—Me imagino que sí. No lo había pensado. Eres perspicaz, morilla, tengo que reconocerlo.

—Entonces haz lo que te digo y pégale.

Gren alzó una mano vacilante. La morilla le contrajo los músculos. La mano cayó con violencia sobre la mejilla de Yattmur, sacudiéndole la cabeza. Poyly parpadeó y miró perpleja a Gren.

—¡Criatura repulsiva! Mi tribu te matará —amenazó Yattmur, mostrando los dientes.

Gren alzó la mano otra vez. Los ojos le relampaguearon.

—¿Quieres otro golpe? Dinos dónde vives.

La joven se debatió en vano.

—No soy más que una pastora. Haces mal en lastimarme si eres de mi especie. ¿Qué daño te he causado? Sólo estaba recogiendo frutas.

Gren levantó nuevamente la mano, y esta vez la muchacha se rindió.

—Soy una pastora, cuido a los saltavilos. No es asunto mío pelear ni contestar preguntas. Puedo llevaros a mi tribu, si lo deseáis.

—Dinos dónde está tu tribu.

—Vive en la Falda de la Boca Negra, que queda cerca de aquí. Somos gente pacífica. No saltamos desde el cielo sobre otros humanos.

—¿La Falda de la Boca Negra? ¿Nos llevarás?

—¿No me haréis daño?

—No queremos hacer daño a nadie. Además, bien ves que somos sólo dos. ¿Por qué tienes miedo?

Yattmur hizo un gesto hosco, como si pusiera en duda las palabras de Gren.

—Entonces, dejarás que me levante y me soltarás los brazos. Mi gente no ha de verme con las manos atadas. No huiré de ti.

—Mi espada te traspasará el costado si lo intentas —le dijo Gren.

—Estás aprendiendo —aprobó la morilla.

Poyly quitó a Yattmur las ataduras. La muchacha se alisó los cabellos, se frotó las muñecas y empezó a bajar entre las hojas silenciosas, seguida de cerca por los dos captores. No hablaron más, pero en el corazón de Poyly asomaron algunas dudas, sobre todo cuando vio que la continuidad interminable del baniano estaba interrumpiéndose.

Siguiendo a Yattmur, descendieron por el árbol. Una gran masa de piedras quebradas, coronadas de musgortigas y bayescobos iban apareciendo a uno y otro lado del camino.

Sin embargo, aunque descendían, la claridad aumentaba. Lo que sólo podía significar que el baniano no tenía allí una dimensión normal. Las ramas se encorvaban y se adelgazaban. Un haz de luz solar atravesaba el follaje. Las Copas casi tocaban el Suelo. ¿Por qué?

Poyly murmuró la pregunta mentalmente y la morilla respondió.

—La selva tiene que debilitarse en algún sitio. Estamos llegando a un paraje accidentado donde no puede crecer. No te alarmes.

—Tenemos que estar llegando a la Falda de la Boca Negra. Hasta el nombre de ese lugar me da miedo, morilla. Regresemos, antes de tropezar con una adversidad fatal.

—No hay regreso posible para nosotros, Poyly. Somos vagabundos. Sólo podemos seguir. No tengas miedo. Te ayudaré y nunca te dejaré sola.

Ahora las ramas eran demasiado débiles y delgadas para sostenerlos. Saltando con agilidad, Yattmur se lanzó hacia una cresta rocosa. Poyly y Gren aterrizaron junto a ella. Estaban allí mirándose unos a otros, cuando Yattmur alzó de súbito una mano.

—¡Escuchad! ¡Aquí vienen algunos saltavilos! —exclamó, mientras un ruido como de lluvia llegaba desde la selva—. Son las presas de caza de mi tribu.

Por debajo de la isla de roca se extendía el Suelo. No era la inmunda ciénaga de putrefacción y muerte contra la que tantas veces los habían puesto en guardia en los tiempos de la vida tribal.

El terreno, curiosamente resquebrajado y con depresiones, como un mar helado, era rojo y negro. En él crecían pocas plantas. Parecía tener en cambio una vida propia, una vida petrificada, acribillado de agujeros que se habían contraído como ombligos atormentados, órbitas oculares, bocas gesticulantes.

—Las rocas tienen caras malignas —murmuró Poyly mirando abajo.

—¡Calla! Vienen hacia aquí —dijo Yattmur.

Mientras miraban y escuchaban, una horda de criaturas extrañas se volcó sobre el suelo accidentado; venían saltando, con un andar curioso, desde la espesura de la selva. Eran seres fibrosos, plantas que a lo largo de muchos eones habían aprendido a imitar torpemente a la familia de las liebres.

Comparadas con la carrera ágil y veloz de las liebres estas criaturas eran lentas y desmañadas. Los tendones fibrosos les crujían con cada movimiento; y corrían bamboleándose a uno y otro lado. La cabeza del saltavilo era una mandíbula hueca, con orejas enormes, y el cuerpo informe y de color irregular. Las patas delanteras, torpes y cortas, parecían muñones inútiles; las traseras en cambio eran mucho más largas y por lo menos había en ellas algo de gracia animal.

Poco de todo esto notaron Gren y Poyly. Para ellos los saltavilos no eran más que una especie extraña, con patas de una conformación inexplicable. Para Yattmur eran algo diferente.

Antes de que los saltavilos estuvieran a la vista, se desenroscó de la cintura una cuerda con pesas y la sostuvo balanceándola en las manos. Cuando la horda apareció pateando ruidosamente al pie de la roca, Yattmur lanzó diestramente la cuerda que se abrió en una especie de red, con los lastres oscilando en los puntos claves.

Atrapó a tres de aquellas criaturas de patas extrañas. Bajó en seguida gateando del promontorio, cayó sobre los saltavilos antes que pudieran recobrarse, y los sujetó con la cuerda.

El resto de la horda partió, siempre corriendo, y desapareció. Los tres que habían sido capturados seguían allí en una sumisa actitud de derrota vegetal. Yattmur miró con aire desafiante a Gren y Poyly, como contenta al haberles podido mostrar que era una mujer de temple. Pero Poyly ni siquiera la miró; apretándose contra Gren, le señalaba el claro delante de ellos.

—¡Gren! ¡Mira! ¡Un… un monstruo, Gren! —dijo con voz ahogada—. ¿No te dije ya que este lugar era maligno?

Contra una ancha estribación rocosa, y cerca del camino por donde huían los saltavilos, se estaba inflando una especie de cáscara plateada. Aumentó hasta convertirse en un globo mucho más alto que cualquier humano.

—¡Es un tripaverde! —dijo Yattmur—. ¡No lo miréis! ¡Es dañino para los humanos!

Pero ellos lo miraban, fascinados: la cáscara era ahora una esfera empapada, y en esa esfera crecía un ojo, un ojo enorme y gelatinoso con una pupila verde. El ojo giró y giró hasta que pareció posarse en los humanos.

En la parte inferior de la esfera apareció un ancho boquete. Los últimos saltavilos que se batían en retirada lo vieron, se detuvieron, y tambaleándose dieron media vuelta y tomaron otro rumbo. Seis saltaron dentro del boquete que se cerró sobre ellos como unas fauces, mientras el globo se desinflaba.

—¡Sombras vivientes! —jadeó Gren—. ¿Qué es eso?

—Un tripaverde —dijo Yattmur—. ¿Nunca los habías visto? Por aquí viven muchos, pegados a las rocas altas. Vamos, tengo que llevar estos saltavilos a la tribu.

El tripaverde se había desinflado por completo. Se contraía, adhiriéndose a la roca en empapadas laminas superpuestas. Había un bulto todavía móvil cerca del suelo: el buche que contenía los saltavilos. Mientras los humanos lo contemplaban con horror, el tripaverde clavaba en ellos el verde ojo estriado. De pronto el ojo se cerró, y no vieron más que la cara de la roca. El mimetismo era perfecto.

—No puede hacernos daño —tañó la morilla—. Es sólo un estómago.

Reanudaron la marcha, otra vez siguiendo a Yattmur, avanzando penosamente por aquel suelo escabroso, con las tres criaturas cautivas que saltaban junto a ellos como si fuera algo que hacían todos los días.

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