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Authors: Brian W. Aldiss

Tags: #Ciencia ficción

Invernáculo (29 page)

BOOK: Invernáculo
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Cerca de ellos, abrazados y señalando ladera abajo, estaba el trío de los guatapanzas.

El motivo de aquel alboroto eran unas figuras que se aproximaban lentamente al grupo de Yattmur. Al principio borrosas en el aguacero, le pareció que eran sólo dos; de pronto se separaron y aparecieron tres, y ¡por todos los espíritus!, más extrañas que cualquier otra criatura que ella pudiera haber visto. Pero los pieles ásperas las conocían.

—¡Trapacarráceo, trapacarráceo! ¡Muerte a los trapacarráceos! —le pareció que gritaban, cada vez más frenéticos.

Pero el trío que avanzaba por la lluvia, pese a su singularísimo aspecto, no parecía amenazador ni siquiera a los ojos de Yattmur. No obstante, los pieles ásperas saltaban por el aire con sanguinaria vehemencia, y uno o dos ya tomaban puntería con los arcos a través de la ondulante cortina de la lluvia.

—¡Quietos! —gritó Yattmur—. ¡No disparéis! ¡Dejadlos venir! No pueden hacernos daño.

—¡Trapacarráceo! Tú tu zape tú callas dama ¡y no haces daño ni recibes daño! —chillaron los pieles ásperas, ya del todo ininteligibles de tan excitados que estaban ahora.

Uno de ellos se abalanzó de cabeza contra ella, golpeándole el hombro con el casco de calabaza. Yattmur, asustada, dio media vuelta y echó a correr, al principio a ciegas, luego con un claro propósito.

Ella no podía dominar a los pieles ásperas; pero sí tal vez Gren y la morilla.

Chapoteando y resbalando en el agua, volvió a todo correr a su propia caverna. Sin detenerse a pensar, entró directamente.

Gren estaba de pie contra la pared oculto a medías cerca de la entrada. Yattmur había pasado junto a él sin verlo, y cuando se volvió, él ya empezaba a acercársele para arrojarse sobre ella.

Horrorizada, Yattmur gritó y gritó, con la boca muy abierta y mostrando los dientes.

La superficie de la morilla era ahora negra y pustulosa… y se había deslizado hacia abajo hasta cubrir toda la cara de Gren. Cuando él saltó, ella alcanzó a verle los ojos, que relampagueaban con un fulgor enfermizo.

Se dejó caer de rodillas. En ese momento fue todo cuanto pudo hacer para esquivarlo, tan sin aliento la había dejado la visión de aquella enorme excrecencia cancerosa.

—¡Oh, Gren! —balbuceó.

El se encorvó y la tomó con brutalidad por los cabellos. El dolor físico la hizo reaccionar; temblaba de emoción como una montaña sacudida por un terremoto, pero tenía otra vez la mente despejada.

—Gren, esa morilla te está matando —murmuró.

—¿Dónde está el niño? —preguntó Gren. Aunque el tono de la voz era fúnebre, ella notó otra cosa, algo remoto, como una especie de tañido, que la alarmó todavía más.

—¿Qué has echo con el niño, Yattmur?

Estremeciéndose, Yattmur le dijo: —Ya no hablas como tú, Gren. ¿Qué te pasa? Sabes que yo no te odio… dime qué te pasa, para que yo pueda comprenderlo.

—¿Por qué no has traído al niño?

—Tú ya no eres Gren. Eres… eres de algún modo la morilla, ¿no es verdad? Hablas con su voz.

—Yattmur… necesito al niño.

Tratando de ponerse en pie, aunque él seguía sujetándola por el cabello, Yattmur dijo, con la mayor serenidad posible: —Dime para qué quieres a Laren.

—El niño es mío y lo necesito. ¿Dónde lo dejaste?

Ella señaló los recovecos sombríos de la caverna.

—No seas tonto, Gren. Está acostado ahí detrás, en el fondo de la caverna, profundamente dormido.

Cuando Gren se volvió a escudriñar en las sombras, ella consiguió escabullirse por debajo del brazo de él y echó a correr. Gimiendo de terror, salió al aire libre.

De nuevo la lluvia le mojó la cara, devolviéndola a un mundo que habla abandonado un momento antes, aunque la horripilante visión del rostro de Gren parecía haber durado una eternidad. Desde aquel sitio, la ladera le ocultaba el extraño trío que los pieles ásperas llamaban los trapacarráceos, pero en cambio el grupo que rodeaba el trineo estaba bien a la vista. Era como un cuadro vivo, los guatapanzas y los pieles ásperas, inmóviles, alzando los ojos para mirarla, distraídos de sus propias preocupaciones por los gritos de ella.

Corrió a encontrarlos, contenta a pesar de lo irracionales que eran, de estar de nuevo con ellos. Sólo entonces volvió a mirar.

Gren la había seguido un trecho desde la boca de la caverna, y se había detenido, indeciso; luego dio media vuelta y desapareció. Los pieles ásperas farfullaban y cuchicheaban entre ellos, atemorizados sin duda por lo que acababan de ver. Aprovechando la ocasión, Yattmur señaló la caverna de Gren y dijo: —O me obedecéis, o ese terrible compañero mío de feroz cara de esponja vendrá y os comerá a todos. Dejad que esa otra gente se aproxime, y no los ataquéis si no nos amenazan.

—¡Los trapacarráceos zape zape no son buenos! —protestaron los pieles ásperas.

—Haced lo que os digo o el cara de esponja os comerá, ¡con orejas y piel y todo!

Las tres figuras de andar pausado ya estaban cerca. Dos eran al parecer humanas, y muy delgadas, aunque la luz fantasmal borroneaba la escena. Pero la figura que más intrigaba a Yattmur era la que venía última. Aunque avanzaba sobre dos piernas, no tenía nada en común con las otras dos: era más alta, y la cabeza parecía enorme. Por momentos, daba la impresión de que tenía una segunda cabeza debajo de la primera, además de una cola, y de que caminaba con las manos apretadas al cráneo superior. Pero no estaba segura, pues el diluvio, además de ocultarla a medias, la envolvía en un trémulo y centelleante halo de gotas.

Como desafiando la impaciencia de Yattmur, el insólito trío se detuvo. Ella los llamó, les indicó que se acercaran, pero ellos no se inmutaron. Seguían inmóviles en la ladera, como petrificados bajo la lluvia torrencial. De pronto, una de las siluetas de aspecto humano empezó a borronearse poco a poco, se hizo translúcida y… ¡desapareció!

Tanto los guatapanzas como los pieles ásperas, visiblemente impresionados por la amenaza de Yattmur, habían esperado en completo silencio. Ante aquella desaparición, hubo todo un coro de murmullos, aunque los pieles ásperas no parecían demasiado sorprendidos.

—¿Qué está pasando por allí? —preguntó Yattmur a uno de los guatapanzas.

—Una cosa muy rara de oír, dama lonja. ¡Varias cosas raras! Por esta lluvia mojada y sucia vienen dos espíritus y un malvado trapacarráceo guiado por un malvado espíritu número tres en la lluvia toda mojada. ¡Por eso gritan hoy los pieles ásperas, con muchos malos pensamientos!

Las palabras no tenían mayor sentido para Yattmur. Repentinamente enfadada, dijo: —Decid a los pieles ásperas que se callen y que vuelvan a la caverna. Yo recibiré a estos recién llegados.

Echó a andar hacia ellos con los brazos extendidos y las manos abiertas, para indicar que iba en misión de paz. Aunque los truenos retumbaban aún en las colinas, la lluvia amainó y luego cesó por completo. Ahora veía más claramente a las dos criaturas… y de pronto fueron de nuevo tres. Un contorno borroso cobró sustancia poco a poco hasta convertirse en un escuálido ser humano que también clavó en Yattmur una mirada vigilante, como los otros dos.

Desconcertada por aquella aparición, Yattmur se detuvo. La figura corpulenta avanzó entonces, hablando a gritos, y adelantándose a los otros.

—¡Criaturas del universo siempre verde, el Sodal Ye de los trapacarráceos viene a traeros la verdad! ¡Estad preparados!

Tenía una voz pastosa, madura, como si hubiera viajado a través de gargantas y paladares poderosos antes de convertirse en sonido. Las otras dos figuras avanzaron también al amparo de estas resonancias. Yattmur vio que, en efecto, eran humanos: dos hembras, en verdad de un orden muy primitivo, y totalmente desnudas, excepto los complicados tatuajes en los cuerpos; la expresión de las caras era de una invencible estupidez.

Comprendiendo que algo tenía que ofrecer a modo de respuesta, Yattmur se inclinó y dijo: —Si venís en paz, os doy la bienvenida a nuestra montaña.

La figura voluminosa dejó escapar un inhumano gruñido de triunfo y desdén.

—¡Esta montaña no es tuya! ¡Esta montaña, esta Ladera Grande, de tierra y piedra y roca, te tiene a ti! La Tierra no es tuya: ¡tú eres de la Tierra!

—Has dado demasiado alcance a mis palabras —le dijo Yattmur, irritada—. ¿Quién eres?

—¡Todas las cosas tienen un largo alcance! —fue la respuesta.

Pero Yattmur ya no lo escuchaba; el rugido de la criatura corpulenta había desencadenado una frenética actividad a espaldas de ella. Se volvió para ver a las pieles ásperas que se preparaban a partir, en medio de chillidos y empujones, mientras daban vuelta el trineo para lanzarse colina abajo.

—¡Queremos ir con vosotros y correremos sin molestar junto a la amable máquina viajera! —gritaban los guatapanzas, mientras corrían atolondrados de un lado a otro y hasta se revolcaban por el barro en homenaje a aquellos dioses de caras feroces—. ¡Oh por favor que nos maten con muerte amable o que nos lleven corriendo y cabalgando lejos de la Ladera! Muy lejos de esta Ladera Grande y de la gente lonja y de este trapacarráceo grande y rugidor. ¡Queremos irnos, irnos, amables dioses crueles de dioses ásperos!

—No, no, no. Jop jop fuera, ¡hombres extraviados, Ahora partimos rápido, y cuando todo esté tranquilo volvemos por vosotros! —gritaban los pieles ásperas haciendo cabriolas.

Todo era actividad. En un instante, a pesar del caos y el despropósito aparentes, los pieles ásperas estaban en camino; corrían al lado y atrás del trineo, empujándolo o frenándolo; se encaramaban en él, parloteaban, lanzaban al aire los cascos de calabazas y los recogían al vuelo; marchaban rápidos por el suelo escarpado, rumbo a las tinieblas del valle.

Llorando su suerte con delectación, los abandonados guatapanzas volvieron furtivamente a la caverna, apartando los ojos de los recién llegados. Cuando los gañidos de los pieles ásperas se perdieron en la distancia, Yattmur oyó desde la caverna el llanto de Laren. Olvidando todo lo demás, corrió a buscarlo, lo meció hasta que el niño gorgoteó de contento, y volvió a salir con él, dispuesta a continuar la conversación con la figura corpulenta.

Ni bien Yattmur reapareció, la criatura se puso a perorar.

—Esos dientes ásperos, esas pieles ásperas han huido de mí. Idiotas con cerebros de plantas, eso es lo que son, animales con sapos en la cabeza. Ahora no quieren escucharme, pero llegará el día en que me escucharán. Toda su especie será llevada por los vientos como granizo.

Mientras así hablaba, Yattmur lo observaba con atención, cada vez más perpleja. No podía saber de qué especie era, pues la cabeza enorme, una cabezota de pez con un labio inferior colgante que casi le ocultaba la falta de barbilla, no tenía ninguna proporción con el resto del cuerpo. Las piernas, aunque combadas, eran de aspecto humano; del pecho y de los brazos, que seguían inmóviles, enroscados detrás de las orejas, parecía brotarle una excrecencia peluda, una especie de cabeza. De vez en cuando Yattmur atisbaba una larga cola que ondulaba detrás.

La pareja de mujeres tatuadas seguía junto a él, la mirada en blanco, al parecer sin ver ni pensar; en verdad sin ninguna otra actividad más complicada que la de respirar.

De pronto el extraño personaje interrumpió su perorata para observar las nubes espesas que ocultaban el sol.

—Me quiero sentar —dijo—. Ponedme en un peñasco adecuado, mujeres. Pronto el cielo estará despejado y entonces veremos lo que veremos.

La orden no era para Yattmur ni para los desamparados guatapanzas, acurrucados a la entrada de la caverna, sino para las mujeres tatuadas.

A pocos pasos de allí había un montón de pedruscos. Uno era grande y liso en la superficie. junto a él se detuvo el extraño trío, y cuando las mujeres retiraron la parte de arriba de la de abajo, ¡la figura corpulenta se dividió en dos! Una mitad quedó sobre la piedra, chata como lo que era, un pez; la otra mitad se encorvó allí cerca.

Yattmur comprendió al fin y ahogó una exclamación. Detrás de ella unos guatapanzas gemían aterrados y se precipitaban al interior de la caverna. ¡La criatura corpulenta, el trapacarráceo, como lo llamaban los pieles ásperas, era dos criaturas! Una gigantesca figura pisciforme muy parecida a los delfines que ella había visto en las inmensidades del océano, había sido acarreado hasta allí por un humano viejo y encorvado.

—¡Eras dos! —exclamó.

—¡De ninguna manera! —respondió el delfináceo desde la losa—. Respondo al nombre de Sodal Ye, el más insigne de los sodales trapacarráceos. Soy el Profeta de las Montañas Nocturnas, que viene a traeros la voz de la verdad. ¿Tienes inteligencia, mujer?

Las dos mujeres tatuadas flanqueaban al hombre que había acarreado al pez. No hacían nada concreto. Movían las manos hacia él sin hablar. Una de ellas mascullaba. En cuanto al hombre, era evidente que había acarreado aquella carga a lo largo de numerosas estaciones. Aunque ya no tenía el peso sobre los hombros, seguía encorvado: una estatua del abatimiento con los brazos marchitos todavía rodeando el aire por encima de él, la espalda agobiada, los ojos fijos en el suelo. De cuando en cuando cambiaba la postura de los pies; fuera de eso, permanecía inmóvil.

—Te he preguntado si tienes inteligencia, mujer —dijo la criatura que decía llamarse Sodal Ye, con la voz pastosa como hígado—. Habla pues, ya que sabes hablar.

Yattmur apartó la mirada del desdichado portador y dijo: —¿Qué buscas aquí? ¿Has venido a prestar ayuda?

—¡Habladora como una mujer humana!

—¡Tus mujeres no parecen muy habladoras!

—¡No son humanas! No hablan, tendrías que saberlo. ¿O es que nunca hasta ahora te habías encontrado con los arableros, la tribu de los tatuados? De cualquier modo, ¿por qué le pides ayuda a Sodal Ye? Soy un profeta, no un sirviente. ¿Tienes acaso algún problema?

—Un grave problema. Un compañero que…

El Sodal Ye sacudió una aleta.

—Basta. No me molestes ahora con tus historias. Sodal Ye tiene cosas más importantes que hacer, como observar el cielo magnífico, el océano en el que flota esta semilla diminuta que es la Tierra. Además, este sodal tiene hambre. Dame de comer y yo te ayudaré, si puedo. Mi cerebro es el más poderoso del mundo.

Pasando por alto la jactancia, Yattmur señaló el extravagante séquito y preguntó: —¿Y tus acompañantes… no tendrán hambre, también?

—Ellos no te molestarán, mujer; comen las sobras que deja Sodal Ye.

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