Sonreí.
—No tienen ni el honor ni la lealtad de los heliumitas en muy alto concepto.
Una triste sonrisa cruzó sus labios.
—Sé lo que quieres decir —observó—Yo tomaría el mismo camino, sólo que ellos capturaron a Vaja y su vida fue el precio de mi aquiescencia. Sólo la salvaría si accedía a actuar como reclamo para ayudarles en tu captura. Los morgors son dados, tanto de manera individual como en masa, a aplicar la sicología al arte de la guerra.
—¿Esas cosas son los morgors? —le pregunté, señalando en dirección de las repulsivas criaturas. U Dan asintió—. No me alegro de la situación en la que has sido colocado, pero los morgors no tienen nada con lo que doblegarme.
—Espera —me dijo U Dan.
—¿A qué te refieres? —le interrogué.
—Espera… encontrarán la forma. Tienen amigos. Nadie podría haberme convencido antes de que Multis Par llegara a mí con su proposición a ser tentado a traicionarte, a ti, al hombre que, de todos los hombres decentes que podría admirar, más admiro, John Carter. Quizá esté equivocado, pero cuando supe que Vaja podía estar siendo torturada y mutilada después de que Multis Par hubiera conseguido de ella lo que quería, o que ellos no la quisieran matar sino que la guardan para futuras torturas, me rendí… y acepté. No espero que me perdones, pero espero que me entiendas.
—Te entiendo —le dije—. Quizá bajo esas circunstancias yo habría hecho lo mismo.
Podía ver cuán terriblemente le torturaba su conciencia a aquel hombre. Vi que era esencialmente un hombre de honor. Podía perdonarlo por lo que había hecho en favor de una inocente criatura que le amaba, pero no podía esperar de mí que traicionara a mi país, a mi propio mundo, por salvar a una mujer que no había visto jamás. En este aspecto estaban equivocados. Aunque, sinceramente, no sabía qué haría al enfrentarme con la decisión final.
—Al menos —le dije—si yo me viera en tu situación, aparentaría que me pliego ante sus deseos mientras intentaba socavar su trabajo.
—Eso es lo que yo pensaba —me dijo—. Ese es el último recurso que me queda para no perder mi propio respeto. Quizá, antes de que sea tarde, seré capaz de salvaros a Vaja y a ti.
—Quizá podamos trabajar juntos para cumplir ese fin y la salvación de Helium —le dije—, aunque no estoy seriamente preocupado por Helium. Creo que la ciudad sabrá ocuparse de sí misma.
Él sacudió la cabeza.
—Una parte de lo que Multis Par me ha contado es verdad. Ellos pueden llegar por millones a bordo de estas naves invisibles a Barsoom. Quizá dos millones sean capaces de invadir Helium y tomar sus dos principales ciudades antes de que un solo habitante note que un enemigo amenaza su seguridad. Llegarán portando armas de las que los barsoomianos jamás oyeron y contra las que nunca antes combatieron.
—¡Naves invisibles! —exclamé—. ¡Pero yo vi ésta cuando fui capturado!
—Sí—me dijo—. No era invisible entonces, pero si cuando se movió a plena luz entre tus naves patrulleras y aterrizó en una de las más importantes plazas de todo el Bajo Helium. No era invisible cuando la viste pues habían retirado su escudo de invisibilidad, o mejor dicho, los morgors lo habían quitado para poder encontrarla ellos mismos, pues es invisible tanto para nosotros como para ellos.
—¿Conoces como funciona esa invisibilidad? —le pregunté.
—Multis Par me lo explicó —me reveló U Dan—. Déjame ver… yo no tengo mucho de científico, pero creo recordarlo más o menos correctamente. Parece ser que en alguna de las playas de sus océanos de Sasoom hay una arena magnética y submicroscópica compuesta de cristales prismáticos. Cuando los morgors desean invisibilidad para su nave, magnetizan el casco, y posteriormente, rellenan miles de diminutos agujeros practicados en el fuselaje con estas partículas. Cuando el casco es desmagnetizado estas pequeñas partículas, ligeras como el aire, caen o son barridas por el aire, e instantáneamente la nave es visible de nuevo.
En este momento, un morgor se aproximó e interrumpió nuestra conversación. Sus maneras eran arrogantes y rudas. No pude entender sus palabras cuando habló en su propia lenguaje con el tono hueco de catacumba que ya había oído anteriormente. U Dan le respondió en el mismo lenguaje pero en un tono de voz menos lúgubre; luego se volvió a mí.
—Tu educación va a dar comienzo inmediatamente —me dijo sonriendo de medio lado—. ¿Qué quieres decir? —le pregunté.
—Durante el viaje aprenderás la lengua de los morgors —me explicó.
—¿Cuán largo es el viaje? Hacen falta como mínimo tres meses de intenso estudio sólo para hacerte entender en un idioma desconocido.
—El viaje durará solo dieciocho días, aunque nos desviaremos algunos miles de kilómetros para evitar un campo de asteroides que se encuentra en nuestra ruta.
—¿Y esperan que aprenda su idioma en dieciocho días? —le pregunté, incrédulo.
—No solamente lo esperan, sino que lo harán —me respondió U Dan.
LOS MORGORS DE SASOOM…
Mi educación comenzó. Era inconcebiblemente brutal pero muy efectiva. Un instructor trabajó conmigo sin pausa, concediéndome tiempo libre sólo para comer o dormir. U Dan asistía como intérprete, lo que nos resultó enormemente útil. El hecho es que aprendí rápido ya que tengo una gran facilidad para aprender nuevos idiomas. Alguna vez, casi vencido por el sueño, daba mis respuestas lenta y erróneamente, pues mi cerebro se negaba a reaccionar con presteza. Una vez, el morgor que me enseñaba me abofeteó la cara. No me habría expuesto por algo así conscientemente, pues ansiaba aprender su idioma, una necesidad vital si esperaba poder comunicarme con ellos y desbaratar su fantástico plan de conquista. Pero no pude con aquello. Le propiné a aquel ser un golpe que lo envió directamente a través de la cabina, aunque casi me rompí la mano contra su huesuda mandíbula.
No debí hacerlo. Se quedó donde había caído. Varios de sus compañeros vinieron a por mí con las espadas desenvainadas. La situación tenía mal aspecto, pues yo estaba desarmado. A U Dan lo empujaron a un lado. Afortunadamente para mí, el oficial al mando de la nave había sido atraído por el jaleo y apareció en la escena a tiempo para detener a sus hombres y exigió una explicación sobre lo que estaba sucediendo.
Yo ya había aprendido las suficientes palabras de su lenguaje como para entenderles y hacerme entender de alguna manera. Le dije a aquel individuo que aunque me estaban privando del sueño y a penas me alimentaban, no me había quejado hasta el momento, pero que no había nadie que me golpeara sin sufrir las consecuencias.
—¡Y no hay criatura inferior que golpee a un morgor sin sufrir las consecuencias! —me replicó.
—¿Qué harás entonces? —le pregunté.
—No haré nacía, Mis órdenes especifican que te lleve vivo a Eurobus, Cuando haya cumplido mis órdenes informando de tu conducta, lo dejaré todo a! criterio del Bandolian para que te castigue.
Luego se retiró, pero me dieron de comer y pude dormir; ningún morgor me golpeó durante el resto del viaje.
Cuando estaba comiendo, pregunté a U Dan qué era Eurobus.
—Es su nombre para el planeta Sasoom —me respondió.
—¿Y que es un Sandolian?
—Bueno, supongo que puede compararse a un Jeddak de Barsoom. Lo he deducido de las numerosas referencias que he obtenido de ellos. De algún modo parece un objeto de temor, si no de veneración.
Tras un largo sueño, me sentí más descansado. Todo estaba más claro en mi mente, antes embotada por el cansancio. Más tarde el comandante vino a examinarme personalmente. Estoy seguro de que lo hizo con el único propósito de hallar una falta en mí y así, quizá, castigarme. Fue extremadamente fatuo y arrogante. Me hizo las preguntas en un tono sarcástico, pero finalmente, desengañado, me dejó. No volvieron a instruirme.
—Lo has hecho muy bien —me dijo U Dan—Has aprendido en muy poco tiempo su idioma lo suficientemente bien como para que les satisfaga.
Esto sucedió el décimo quinto día. Durante los tres últimos días me dejaron solo. Viajar a través del espacio era tremendamente monótono. Había echado escasas miradas a través de las portillas. Esto se debía, principalmente, a que todo mí tiempo estaba dedicado a la instrucción; pero ahora, con nada que hacer, podía mirar. Una impresionante escena se desarrollaba ante mis ojos. El magnífico Júpiter se mostraba ante mí en toda su majestuosa inmensidad. Cinco de sus satélites eran claramente visibles en el cielo. Incluso podía ver el más pequeño, con solo cuarenta y cinco kilómetros de diámetro. Durante los siguientes dos días, vi o al menos pensé que vi, las restantes cinco lunas. Y Júpiter creció y fue imponiendo su enorme volumen. Nos aproximábamos a él a la muy considerable velocidad de treinta y cinco kilómetros por segundo, pero el planeta estaba aún a algo más de tres millones de kilómetros de distancia.
Aburrido por la monotonía de las lecciones de idioma, mi mente se veía atrapada por la curiosidad. ¿Cómo podría existir vida en un planeta donde, según una escuela de científicos afirmaba, había una temperatura media en su superficie de 260 grados bajo cero, y donde otra escuela estaba absolutamente segura de que la superficie del planeta aún estaba compuesta por roca fundida y haría tanto calor que los gases, convertidos en vapor candente y elevados hasta una atmósfera apenas consistente se precipitarían hacia el suelo en forma de incesante lluvia?
¿Cómo podía haber vida humana en una atmósfera hecha de amoniaco y metano ?
¿Y cuál sería el efecto de la enorme fuerza gravitacional del planeta?
¿Podrían mis piernas resistir mi peso? Si caía, ¿podría levantarme de nuevo? Otra pregunta, relativa a la fuerza motriz que nos había impulsado a través del espacio a una velocidad terrorífica durante diecisiete días, me rondaba incesantemente por la cabeza. Le pregunté a U Dan si sabía algo al respecto.
—Utilizan el octavo rayo barsoomiano, que nosotros conocemos como el rayo de propulsión, en combinación con la fuerza concentrada gravitacional de todos los cuerpos celestes dentro de cuyo radio de atracción la nave pasa, además de una concentración del Rayo L (rayos cósmicos) que son recogidos desde el espacio y descargados a altas velocidades en los tubos de propulsión de la popa de la nave.
El octavo rayo barsoomiano ayuda a dar a la nave su impulso inicial y a abandonar el planeta, y a frenarla cuando se aproxima el momento de su aterrizaje sobre otro. Las fuerzas gravitacionales son utilizadas tanto para acelerar como para guiar la nave. El secreto de su éxito con este tipo de navegación interplanetaria se basa en los ingeniosos métodos que tienen para concentrar estas enormes fuerzas y encauzar su tremenda energía.
—Gracias U Dan —le dije—, creo que me he hecho una idea general.
Todo esto dejaría sorprendidos a algunos de mis amigos científicos de la Tierra.
Mi anterior referencia a los científicos me hizo pensar en la vasta acumulación de teorías que vería derrumbarse cuando aterrizáramos en Júpiter en las próximas veinticuatro horas. Ciertamente, debe estar habitada por una raza muy similar a la nuestra. Esta gente poseía pulmones, corazón, riñones, hígado y otros órganos internos similares a los nuestros. Supe esto pues cada vez que uno de los morgors se situaba frente a mí y ante una fuente de luz brillante podía entrever su interior, tan fina y transparente era la piel que cubría su estructura interna. Una vez más, los científicos se equivocaban. Lo siento por ellos. Han estado equivocados tantas veces, y han debido rectificar en tantas ocasiones… Por ejemplo, hubo científicos que hicieron saltar en pedazos el sistema Ptolomeico del Universo, y otros que, que tras el descubrimiento por parte de Galileo de cuatro de las lunas de Júpiter en 1610, sostuvieron que aquel pretendido descubrimiento era absurdo; su descalificación se basaba en que, al haber siete orificios en la cabeza, dos oídos, dos ojos, dos ventanas de la nariz, y una boca, no debía haber en el cielo más de siete planetas.
Habiendo desechado tan absurda pretensión de manera tan científica, provocaron que Galileo fuera a parar a la cárcel.
Cuando estábamos a una distancia de setecientos mil kilómetros de Júpiter, la nave comenzó a frenar lentamente con vistas al aterrizaje; y unas tres o cuatro horas más tarde, penetramos en la gruesa nube que envolvía al planeta. Avanzábamos muy lentamente, a no más de novecientos kilómetros por hora.
Estaba ansioso por ver la superficie de Júpiter y extremadamente impaciente a causa de la lentitud de la nave para atravesar su envoltura, en la que no veíamos nada.
Al fin rompimos a través de las nubes, y… ¡qué espectáculo se mostró ante mis asombrados ojos!
Un enorme mundo se desplegaba bajo nuestros pies iluminado por una misteriosa luz roja que parecía emanar de la capa interior de la envoltura nubosa, enviando su brillo sobre montañas, colinas, lomas, llanuras y océanos. Al principio no pude distinguir detalle alguno a causa de aquella extraña iluminación; pero una vez que mis ojos se acostumbraron y estudiaron el magnífico panorama que se mostraba abajo, pude ver que en la distancia se alzaba un enorme volcán, desde cuyo interior se alzaban gigantescas llamas hasta una altura de centenares de metros. Como supe más tarde, el cráter de este gigante tiene ciento cincuenta kilómetros de diámetro y a lo largo del ecuador del planeta se extiende una cadena de estas gargantuescas antorchas de cuarenta y cinco mil kilómetros de largo, mientras que otros están repartidos al azar por toda la superficie del planeta dando tanto luz como calor a un mundo que sin ellos sería oscuro y frío.
Cuando estábamos descendiendo vi aparecer las ciudades, todas situadas a una distancia respetable de estos cráteres. En el aire vi varias naves semejantes a la que me arrancó de la superficie de Marte. Algunas eran más pequeñas que la nuestra, mientras que otras eran más grandes. Dos pequeñas naves se aproximaron, y frenamos hasta casi detenernos. Se trataba evidentemente de patrulleros. Desde algunas portillas, las armas nos encañonaban. Una de ellas se aproximó más, mientras que la otra se quedaba a una distancia de seguridad. Nuestro comandante elevó una cúpula sobre la superficie externa de la nave, justo sobre la sala de control y sacó la cabeza. Una escotilla en el costado del patrullero se abrió, y apareció un oficial. Los dos intercambiaron unas pocas palabras, y a continuación el comandante del patrullero saludó y cerró la escotilla por la que había aparecido. Teníamos permiso para continuar. Todo esto había tenido lugar a una altura de mil quinientos metros.