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Authors: Miguel Cané

Tags: #Novela

Juvenilia (11 page)

BOOK: Juvenilia
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Yo diría al joven que tal vez lea estas líneas paseándose en los mismos claustros donde transcurrieron cinco años de mi vida, que los éxitos todos de la tierra arrancan de las horas pasadas sobre los libros en los primeros años. Queda esa química y física, esas proyecciones de planos, esos millares de fórmulas áridas, ese latín rebelde y esa filosofía preñada de jaquecas, conducen a todo a los que se lanzan en su seno a cuerpo perdido.

Bendigo mis años de Colegio, y ya que he trazado estos recuerdos, que la última palabra sea de gratitud para mis maestros y de cariño para los compañeros que el azar de la vida ha dispersado a todos los rumbos.

Fin

TUCUMANA

La hacienda del «Arrayán» dista de Tucumán poco más de doce leguas, esto es, unas buenas diez horas de marcha. Al abandonar el valle, es necesario acudir a la mula o al caballo habituado a la montaña. Así se asciende lentamente, se cruzan los cuadros más bellos que pueden contemplarse en suelo argentino; cuadros cuyo aspecto va cambiando de carácter a medida que los caprichos de la ruta conducen a una garganta de la que, más que verse, se adivina el fondo, o llevan a una cúspide desde la cual se abarca un paisaje dilatado. Jamás la nieve cubrió esos montes, vírgenes del helado abrigo bajo el cual se cobija la tierra en los duros climas del Norte. La naturaleza desnuda, siempre alegre, viviendo sin cesar, arroja en todas las formas su savia desbordante. A veces, cuando el sol vibra sobre ella con tal intensidad que el suelo se entreabre, la acción generosa de los bosques que cubren los cerros como un manto real, acumula las nubes y prepara la lluvia, que empieza en largas y anchas gotas, se acelera, se enardece con el estruendo del trueno, se hace frenética, cae a torrentes, amenaza, va a herir... y se disuelve en una sonrisa de verano. El que no conoce esas fantasías del trópico no puede darse cuenta de la vida intensa y expresiva de la naturaleza...

El «Arrayán», propiedad de Don Juan Andrés Segovia, ocupaba un extenso y lujoso valle completamente rodeado por colinas y de poca elevación que lo defendían como una cadena de baluartes. Bien patrimonial, había quedado abandonado hasta 1860, a la merced de todo el que quería llevar allí su rebaño vagabundo. Sólo cuando la nacionalidad se— constituyó y que la paz hizo nacer la esperanza, en ese momento digno de estudio en nuestro país, cuando el pueblo argentino, como al despertar de un largo sueño, empezó a palparse, a darse cuenta de las necesidades de la vida y a estudiar los recursos de nuestro suelo admirable, sólo entonces Segovia, uno de los precursores en su provincia de la implantación de la industria que debía hacer su riqueza, comprendió el inmenso valor del «Arrayán» y ensayó un pequeño plantío de caña de azúcar. Poco a poco el campo del arado se extendió y la tierra, atónita de recibir semilla de mano del hombre, gozosa de la aventura, rindió opulenta el préstamo parsimonioso.

Al rancho de paja sucedió bien pronto una habitación de
material
, que cinco años más tarde cedió el sitio, no a un palacio, sino a uno de aquellos vastos y cómodos edificios, sin arte ni belleza, pero que el instinto del hombre más ignorante sabe construir de acuerdo con las exigencias del clima. Sobre una pequeña altura, una masa cuadrada, flanqueada por anchos corredores, y en el centro un patio enorme, cubierto de naranjales, limoneros, palmeras, arrayanes y laureles rosa.

Del mismo modo, el viejo trapiche primitivo había desaparecido ante la enorme maquinaria moderna, esa maravilla de mecánica que toma el verde tronco de la caña, y lanzando el jugo que le extrae a su peregrinación fantástica, lo transforma en oro.

El ingenio, propiamente dicho, se levantaba a trescientos metros de la habitación, y a su pie, una pequeña aldea se había formado, con sus casitas limpias, cuidadas, rodeadas de árboles y flores, morada de los ingenieros y empleados extranjeros, y sus ranchos casi abiertos, hogar transitorio del criollo. En el centro, una pequeña iglesia levantaba su campanario blanco, frente a la escuela modesta. Los dos edificios parecían mirarse con cariño en su humildad recíproca; la una exigía una fe serena y tranquila, y la ciencia que en la otra se enseñaba, era bien tímida para levantar la cabeza. Los peones miraban con envidia a sus hijos ir a la escuela y pasaban largas horas de la tarde, al concluir las— faenas, haciéndose enseñar los insondables misterios del alfabeto por los niños, encantados de lucir su ciencia ante sus padres.

Segovia tenía predilección por su hacienda del Arrayán; no sólo era la base principal de su fortuna, sino que encontraba dulce la vida allí, rodeado de su familia y entregada el alma a esa profunda satisfacción moral que da la conciencia de ocupar útilmente el tiempo. Parecía que al descender al valle, todas las contrariedades volaban de su espíritu para dar lugar a un contento sereno e igual. El día de su llegada era caro; todos los necesitados, todos los que habían comido anticipadamente el beneficio de la estación, todos los que se habían visto cortar el crédito por el implacable pulpero, acudían a él y rara vez volvían descontentos. Lo que le había costado más implantar era el régimen moral. A medida que su hija Clara crecía, Segovia comprendía los inconvenientes de aquel estado social perfectamente primitivo, en el que las teorías más avanzadas del
free love
americano habían recibido una vigorosa aplicación inconsciente. Rara era la pareja que había pasado por otro altar que el de la naturaleza antes de consumar su unión. Segovia constataba que los resultados podían luchar con éxito con los productos más canónicos de las sociedades cultas y que esos muchachos rollizos y vigorosos, concebidos al azar de una noche de verano, bajo un cielo estrellado y la callada protección de un naranjo dormido, nada tenían que envidiar al pillete lívido de las ciudades, venido al mundo con un pertrecho completo de sacramentos y actos oficiales. En tanto que Clara fue pequeña, Segovia sostuvo impávido su teoría contra los enérgicos asaltos de su hermana, devota combatiente, y los más flojos de su mujer; pero más tarde comprendió que debía ceder y cedió. Fue entonces que se levantó la capilla y que la aldea del Arrayán presenció respetuosa la entrada solemne del señor don Isidoro, nombrado capellán del establecimiento y encargado de poner un poco de orden en aquel pequeño mundo que hasta entonces había crecido bajo la mirada directa del Señor, sin intervención de su santa iglesia.

Era don Isidoro un mocetón de veintiséis o veintiocho años, bien plantado, alto, robusto y hecho a torno. Visto de espaldas, parecía un granadero disfrazado, un hombre de acción y de pasiones. De frente, el problema se resolvía: jamás una cara más plácida, dulce, naturalmente tranquila y alegre, había reflejado un alma más alejada de las concepciones turbadoras de la vida. Inocentes a veces hasta el exceso, se salvaba siempre, no sólo de las dificultades, sino del ridículo mismo, por su bondad profunda y sana. Era español; muy niño, vino con su humilde familia a Buenos Aires, se educó en el seminario y más tarde fue familiar de un prelado que le tomó cariño, le dio las órdenes y trató de ayudarle. Segovia le conoció en uno de sus viajes, rió un poco de su inocencia, le intrigó ese rarísimo fenómeno de perfecta pureza y concluyó por llevárselo a Tucumán. Al mes de vida íntima le trataba con afección paternal; pero jamás pudo privarse de la clásica broma que hacía poner rojo a don Isidoro y que consistía invariablemente en empezar por mirarle, analizar sus formas atléticas, suspirar y lanzar un eterno «¡Qué lástima!». Don Isidoro se ruborizaba, murmuraba un «¡Sr. D. Juan Andrés!...» y sonreía incómodo. Lo que daba lástima a Segovia era el desperdicio de un hombrón semejante, que habría hecho tan feliz a una mujer y dado tan vigorosa prole.

Lo que don Isidoro casó y bautizó en los primeros tiempos no está escrito. Al principio quiso hacer una amonestación por separado a cada pareja; pero eran tantas que al fin resolvió casar de 10 a 12 a. m. y luego proclamar por secciones de veinte. Aunque don Isidoro tenía su casita junto a la capilla, comía siempre en la mesa de Segovia durante la permanencia de éste en la hacienda. A más de él había dos comensales invariables: el ingeniero principal, Mr. Barclay, un americano que había pasado casi toda su vida en La Habana y que un mal azar de fortuna arrojó al Plata. Tenía 50 años sonados, era silencioso, trabajador y no se le conocían sino dos pasiones: la música y Clara, o más bien sólo la primera, que para él se encarnaba en la segunda.— Luego, don Benito Morreon, español, maestro de primeras letras, soltero, cuarenta años, rubio descolorido, con anteojos, apasionado por la filología, pero sin hablar jota de francés, ni de alemán, ni de inglés, ni de nada, en una palabra, aunque hacía diez años, según afirmaba, que se había entregado al estudio de los idiomas eslavos, para empezar por lo más difícil. Su sistema consistía en llevar un libro enorme en el que copiaba, junto a la voz española, la correspondiente en bohemio, en croata, en serbio, en rutheno, o en ruso, echando el alma en la transcripción de los caracteres gráficos de cada idioma, sin avanzar jamás en su conocimiento. El sueño de don Benito era llegar a tener discípulos capaces de comprender el curso de
bello ideal
, como llamaba a la literatura, curso que pretendía dar, así que su pan intelectual hubiera fortificado el espíritu de sus educandos. Pero éstos, tan pronto como sabían leer, escribir y contar, tomaban el machete y se iban a cortar caña. Don Benito presentaba sus quejas a Segovia, quien le demostraba pacientemente que un peón no debe jamás tener una educación superior a su posición en el mundo. Don Benito no se desanimaba y esperaba con calma la explosión de un genio entre los chinitos descalzos que poblaban su escuela. Católico ferviente, ayudaba invariablemente la misa de don Isidoro, con quien mantenía excelentes relaciones.

Luego venía Toribio, el hombre de confianza de Segovia, capataz del establecimiento en su ausencia, pero sin jurisdicción sobre Barclay, rey y señor allá, en sus máquinas. Toribio no comía en la mesa; peón había sido, peón había quedado. Decía a Clara «niña Clarita», amansaba él mismo los caballos destinados a su silla, se sacaba el sombrero delante de don Isidoro o don Benito y trataba a los peones como amigos, lo que no impedía que de tiempo en tiempo demoliera uno o dos de un puñetazo. La hacienda, durante las faenas, contaba más de doscientos hombres entre los cortadores de caña y los adscriptos a las máquinas, con otras tantas mujeres y un sinnúmero de chiquillos. Manejar todo ese mundo no era cosa sencilla y se necesitaba, a más de los puños de Toribio, su aureola de soldado valeroso, como lo atestiguaban las medallas que lucía su pecho, en las grandes fiestas de iglesia.

Como Segovia, su mujer y Clara amaban la hacienda. No sólo encontraban allí una vida de paz y tranquilidad, sino también aquel secreto halago que tan profundamente han de haber sentido nuestros padres y que para nosotros se ha desvanecido por completo, arrastrado por la ola del cosmopolitismo democrático: la expresión de respeto constante, la veneración de los subalternos como a seres superiores, colocados por una ley divina e inmutable en una escala más elevada, algo como un vestigio vago del viejo y manso feudalismo americano. ¿Dónde, dónde están los criados viejos y fieles que entreví en los primeros años en la casa de mis padres? ¿Dónde aquellos esclavos emancipados que nos trataban como a pequeños príncipes? ¿Dónde sus hijos, nacidos hombres libres, criados a nuestro lado, llevando nuestro nombre de familia, compañeros de juego en la infancia, viendo la vida recta por delante, sin más preocupación que servir bien y fielmente?... El movimiento de las ideas, la influencia de las ciudades, la fluctuación de las fortunas y la desaparición de los viejos y sólidos hogares, ha hecho cambiar todo eso. Hoy nos sirve un sirviente europeo que nos roba, que se viste mejor que nosotros y que recuerda su calidad de hombre libre apenas se le mira con rigor. Pero en las provincias del interior, sobre todo en las campañas, quedan aún rastros vigorosos de la vieja vida patriarcal de antaño, no tan mala como se piensa...

De pie con el sol, Segovia recorría la hacienda a caballo, vigilaba el corte, charlaba con Toribio; rara vez, al volver, dejaba de encontrar a Clara, habituada también a esos paseos matinales deliciosos, en los que el aire puro de los campos entra a raudales a vigorizar los pulmones. Padre e hija se daban los buenos días, buscaban espacio para galopar un momento y volvían contentos y pidiendo a voces el almuerzo. Durante el día, Clara ponía un poco de orden a sus numerosas preocupaciones de caridad, cosía ropa para los chiquillos, visitaba los enfermos, celebraba conferencias con don Isidoro, instándole para que se armara de los rayos de la iglesia contra el peón Silvano, que bebía, contra Ruperto, que había estado tres días ausente sin decir nada a su mujer, o contra Santiago que no enviaba sus hijos a la escuela. El momento de la comida era la hora grata por excelencia. Parecía increíble que la monotonía de aquella vida suministrara tanto tema de conversación. Un observador habría podido constatar que cada uno de los interlocutores decía siempre la misma cosa; pero como todos se encontraban en igual caso, nadie lo notaba. Cada uno, con la persistencia tenaz de la pasión, pero sin salvar los límites de las conveniencias, procuraba llevar la conversación al terreno grato a su alma. Don Isidoro hacía un viaje al paraíso cada vez que Clara, por satisfacerle, recomenzaba la narración de su recepción en Roma por el papa; Barclay daba giros de veinte leguas para hacerle repetir sus impresiones en las óperas de Wagner y don Benito trabajaba como un benedictino por traer a colación el viaje a Rusia, en el que encontraba conexiones con su estudio favorito. Clara le había traído gramáticas y diccionarios de casi todas las lenguas eslavas; el día que los recibió, don Benito sintió un nudo en la garganta, rompió a llorar y estuvo a punto de caer a sus pies. Desde entonces, miraba a Clara con una veneración profunda. Después de comer, Segovia hacía su eterna partida de bésigue con su mujer, ésta asesorada por don Isidoro, y su marido por el maestro de escuela. Barclay ocupaba un sillón, no lejos del piano e inmóvil, silencioso, oía con recogimiento a Clara, asombrado de encontrar bello todo lo que tocaba, sin darse cuenta muchas veces de que Clara tocaba precisamente lo que él encontraba bello.

Esa noche, la alegría general producida por los huéspedes queridos había determinado una fiesta magna.

Los dos amigos, de regreso de su largo paseo, encontraron en el corredor, sobre el que daban las ventanas del salón, tranquilamente sentado, al capataz Toribio, en actitud de impaciente espera.

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