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Authors: Miguel Cané

Tags: #Novela

Juvenilia (8 page)

BOOK: Juvenilia
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Pero debo confesar que los «vascos» no eran lo que en el lenguaje del mundo se llaman personajes de trato agradable. Robustos los tres, ágiles, vigorosos y de una musculatura capaz de ablandar el coraje más probado, eternamente armados con sus horquillas de lucientes puntas, levantando una tonelada de pasto en cada movimiento de sus brazos ciclópeos, aquellos hombres, como todos los mortales, tenían una debilidad suprema: ¡amaban sus sandías, adoraban sus melones! Dos veces ya los hados propicios nos habían permitido hacer con éxito una
razzia
en el cercado ajeno, cuando un día...

Eran las tres de la tarde y el sol de enero partía la tierra sedienta e inflamada, cuando, saltando subrepticiamente por una ventana del dormitorio donde más tarde debía alojarse el 1º de caballería de línea, nos pusimos tres compañeros en marcha silenciosa hacia la región de las frescas sandías. Llegados al foso, lo costeamos hasta encontrar el vado conocido, allí donde habíamos tendido una angosta tabla, puente de campaña no descubierto aún por el enemigo. Lanzamos una mirada investigadora: ¡ni un vasco en el horizonte! Nos dividimos, y mientras uno se dirigía a la izquierda, donde florecía el
cantaloup
, dos nos inclinamos a la derecha, ocultando el furtivo paso por entre el alfalfar en flor. Llegamos, y rápidos buscamos dos enormes sandías que en la pasada visita habíamos resuelto dejar madurar algunos días aún. La mía era inmensa, pero su mismo peso auguraba indecibles delicias.

Cargué con ella, y cuando bajé los ojos para buscar otra pequeña con que saciar la sed sobre el terreno..., un grito, uno solo, intenso, terrible, como el de Telémaco, que petrificó el ejército de Adrasto, rasgó mis oídos. Tendí la mirada al campo de batalla; ya la izquierda, representada por el compañero de los melones, batía presurosa retirada. De pronto, detrás de una parva, un vasco horrible, inflamado, sale en mi dirección, mientras otro pone la proa sobre mi compañero, armados ambos del pastoril instrumento, cuyo solo aspecto comunica la ingrata impresión de encontrarse en los aires, sentado incómodamente sobre dos puntas aceradas que penetran...

¡Cómo corría, abrazado tenazmente a mí, sandía! ¡Qué indiferencia suprema por la gorra ingrata que me abandonó en el momento terrible, quedando como trofeo sobre el campo enemigo! Y, sobre todo, ¡cuán veloz me parecía aquel vasco, cuyo respirar, de fuelle de herrería creía sentir rozarme los cabellos! Volábamos sobre la alfalfa: ¡qué larga es media cuadra!

Un momento cruzó en mi espíritu la idea de abandonar mi presa a aquella fiera para aplacarla. Los recuerdos clásicos me autorizaban; pensé en Medea, en Atalanta, pensé en los jefes de caballería que regaban el camino de la «retirada» con las prendas de su apero; pensé... ¡No! ¡Era una ignominia! Llegar al dormitorio y decir: «Me ha corrido el vasco y me ha quitado la sandía». ¡Jamás! Era mi escudo lacedemonio: ¡vuelve con él o sobre él!

Instintivamente había tomado la dirección del vado; pero el vasco de mi compañero, por medio de una diagonal había llegado antes que yo, y debo declarar que, a pesar de la persecución personal del mío, los tres vascos me eran igualmente antipáticos. ¡Marché cara al sol! como el Byron de Núñez de Arce. Mi agilidad proverbial, aumentada por las fatigas diarias del rescate, había brillado en aquella ocasión; así, cincuenta pasos antes de llegar al foso, mi partido estaba tomado. Puse el corazón en Dios, redoblé la ligereza y salté... Una desagradable impresión de espinas me reveló que había saltado el obstáculo; pero ¡oh dolor!, en el trayecto se me había caído la sandía, que yacía entre las aguas cenagosas del foso.

Me detuve y observé a mi vasco: ¿daría el salto? Lo deseaba en la seguridad de que iría a hacer compañía a la sandía. Pero aquel hombre terrible meditó, y plantándose del otro lado de la zanja, apoyado en su tridente, empezó a injuriarme de una manera que revelaba su educación sumamente descuidada. Escapa a mi memoria si mi actitud en aquellas circunstancias fue digna; sólo recuerdo que en el momento en que tomaba un cascote, sin duda para darle un destino contrario a los intereses positivos de mi vasco, vi a mis dos compañeros correr en dirección a «las casas» y al vasco de los melones despuntar por el vado y dirigirse a mí. De nuevo en marcha precipitada, pero seguro ya del triunfo...

Eran las tres y media de la tarde, y el sol de enero partía la tierra sedienta e inflamada, cuando, con la cara incandescente, los ojos saltados, sin gorra, las manos ensangrentadas por los zarzales hostiles, saltamos por la ventana del dormitorio. Me tendí en la cama y, mientras el cuerpo reposaba con delicia, reflexioné profundamente en la velocidad inicial que se adquiere cuando se tiene un vasco irritado a retaguardia, armado de una horquilla.

XXVI

Viene a mi memoria, envuelto entre los recuerdos de la Chacarita, el de uno de mis condiscípulos, tipo curiosísimo, que en aquellos tiempos felices, ignorantes aún de los encuentros grotescos que nos proporcionaría el mundo, clasificábamos alternativamente con los nombres de
El loco Larrea
o
El loro Larrea.
Queda entendido que he alterado su verdadero apellido, pues ignoro si vive aún, en cuyo caso tal vez no le sería grato figurar en estas páginas, a la manera de un coleóptero de museo. Era riojano; aunque de gran estatura, su cuerpo, sea por falta de armonía ingénita, sea por el corte de sus
jacquets
amplios, sin la menor curva en la espalda, presentando una línea recta geométrica desde el cuello hasta el ribete del faldón, ofrecía un conjunto tan desgraciado como insípido. La cara de Larrea era una obra maestra. En primer lugar, aquel rostro sólo se conservaba a costa de incesante lucha contra la cabellera, tupida y alborotada, pero eminentemente invasora. No puedo recordar la fisonomía de Larrea sin el arco verdoso que coronaba su frente estrecha, precisamente en la línea divisoria del pelo y el cutis libre. Era un depilatorio espeso, de insoportable olor, que Larrea se aplicaba, con una constancia benedictina, todas las noches, a fin de evitar los avances capilares de que he hecho mención. Pero Larrea sostenía que esa pasta era completamente ineficaz, a lo que alguno de los compañeros replicaba que era natural no ejerciera influencia sobre sus pelos de calabrote, habiendo sido fabricada para hacer desaparecer el ligerísimo
duvet
del brazo de las damas, según cantaba el prospecto. ¿Se echa acaso abajo un bosque de ñandubays con la ligera hoz que derriba los trigales? La nariz de Larrea presentaba esa forma arquitectónica que la envidia humana ha clasificado de
ñata
; más abajo, de Este a Oeste, abarcando los límites visibles, se desenvolvía la boca de Larrea, siempre entreabierta, sin duda para dar ventilación a sus dientes como teclas de piano viejo, en color y dimensión.

Larrea hablaba sin reposo, a todas horas, con todo motivo, lo que le había valido el ya mencionado calificativo de
loro.
Pero cuando llegó a la Chacarita, notamos, alarmados, que aquella facundia inagotable había cesado y que Larrea, hosco, huraño, evitaba los juegos, los placeres comunes, no comía y pasaba todo el día tendido en su cama, en la que nos parecía oír durante la noche suspiros enormes como resoplidos de buey.

¡Larrea amaba! Una tarde me confió que había entregado su corazón a una beldad cruel que no quería apercibirse del fuego que le consumía. Me pidió que no me burlara de él, porque era un asunto serio, que le tocaba de cerca lo más íntimo del alma. Alentado por mi cara de confidente de tragedia, de aquellos únicamente admitidos en la escena para dar la réplica corta y hábil que motiva una nueva tirada del héroe, Larrea llegó hasta leerme versos. Por fin supe que el objeto de su pasión era una niña, hija de una «modesta» familia que habitaba a veinte cuadras de la Chacarita. ¡Ya lo creo! Era una chinita deliciosa de dieciocho años, de carita fresca y morena, de grandes ojos negros como el pelo, sin más defecto que aquel pescuezo angosto y flaquito que parece ser el rasgo distintivo de nuestra raza indígena. Todos la conocíamos, y más de uno hacía frecuentes pasadas, a pie y a caballo, por delante de aquel rancho, alentado por locas esperanzas.

Animé a Larrea cuanto pude, le di mis consejos (porque los porteños éramos
censés,
ser tenorios consumados), y, por fin, me anunció un día que había hecho relación con la familia y que había organizado, de acuerdo, un baile para el sábado próximo, baile al que debíamos concurrir siete u ocho de nosotros, siempre que nos hiciéramos preceder por algunas libras de yerba y azúcar, algunas botellas de cerveza y ginebra, etc. Larrea me abandonaba la elección de los convidados y me pedía los acompañara al sitio de la fiesta, donde él se encontraría desde la primera hora.

Como se comprende, era necesario escaparse.

Comuniqué la nueva a Eyzaguirre, candidato nato a una partida semejante; avisé también al cojo Videla, uno de los muchachos más buenos y traviesos que he conocido, y —como habíamos tenido tiempo de prepararnos— el sábado, a las nueve de la noche, dejando cada uno en la cama respectiva (felizmente no estaban todas en el mismo cuarto) un muñeco con una peluca de crin, nos pusimos silenciosamente en marcha, a través de los potreros, llenos de un loco entusiasmo y forjando conquistas a millares.

XXVII

Larrea estaba allí. Ebrio de gozo, radiante dentro de su jacquet rectilíneo, había tomado la dirección de la fiesta y servía de bastonero con toda gravedad. Fuimos introducidos, agasajados, y pronto, al compás de la orquesta, limitada a una guitarra y un acordeón (los esfuerzos para obtener un órgano habían sido vanos), nos hundimos en un océano de valses, polkas y mazurcas, pues las damas se negaban a una segunda edición de la primera cuadrilla, que, a la verdad, había permitido al cojo Videla desplegar calidades coreográficas desconocidas y que después supimos habían sido inspiradas por una representación de
Orfeo
con que se había regalado en una noche de escapada.

Después de cada pieza, obsequiábamos naturalmente a las damas con un vaso de cerveza, acompañándolas con una frecuencia alarmante para el porvenir. Larrea irradiaba de contento; había recitado sus versos, prometido otros y nos dejaba entrever que una cita flotaba en lo posible. Un gaucho viejo (¡le veo aún!), con una larga barba canosa, el sombrero en una mano y un vaso de cerveza en la otra, gozaba como un bienaventurado desde la puerta donde se apoyaba. De tiempo en tiempo, cuando nos lanzábamos a un vals o una polka y que, obedeciendo a las necesidades de la armonía, llevábamos oprimidas a las compañeras, oíamos la voz alegre del viejo que repetía varias veces:

—¡Que se vea luz, caballeros!

La fiesta estaba en su apogeo, y el italiano del acordeón, despreciando profundamente a su acompañante de la guitarra, hacía maravillas de ejecución, bajo ritmos caprichosos y excéntricos que llegaban vagamente a nuestros oídos, pues hacía rato que bailábamos al compás de una música interior, cuando, después de haber oído el galope de un caballo, vimos aparecer a uno de los condiscípulos de la Chacarita en la puerta del rancho, con la fisonomía pálida que debía tener Daniel al entrar de una manera tan intempestiva en la sala del festín de Baltasar.

—¡Muchachos, los han pillado! El celador me ha dicho que los busque, y que si dentro de media hora no están en el dormitorio, va a dar cuenta al vicerrector.

Todo esto, entrecortado por la fatigosa respiración. El buen compañero había robado uno de los caballos del quintero y por hacernos un servicio se había puesto en camino por entre barriales espantosos, pues los últimos días había llovido copiosamente. No había tiempo que perder y era necesario ponernos en marcha sin demora. El viejo nos ofreció su caballo, cuyas formas aéreas revelaban una dieta de treinta y seis horas por lo menos; se lo aceptamos agradecidos y tratamos de organizar la partida. Éramos siete en todo; dos treparon en las ancas del compañero que nos había traído el aviso, después de darle tiempo a que absorbiera una botella de cerveza íntegra, y los otros cuatro procuramos arreglarnos sobre el caballo del viejo, que a todo trance pedía luz, como Goethe moribundo. Larrea, por darse tono delante de la chinita y sosteniendo que conocía una senda por donde nos llevaría sin embarrarnos, tomó la dirección, colocándose gravemente en la cruz. Detrás de él, un condiscípulo sumamente grueso; en seguida, Eyzaguirre, y allá, al fondo, en el remoto extremo, precisamente en aquel plano inclinado que parece una invitación a resbalarse por la cola, yo, prendido de Eyzaguirre, como un mono a una reja.

Cuando emprendimos la marcha, el dueño de casa, la novia de Larrea, las niñas todas, el gaucho viejo, hasta el italiano del acordeón, reían a carcajadas. Contestamos alegremente, y fue en este momento que hice dos descubrimientos, de orden diferente, que me alarmaron: aquel caballo no tenía anca, sino un techo de media agua por lomo, de filoso mojinete, y Larrea poseía una
mona
gigantesca.

XXVIII

La noche era oscura y amenazaba llover; encandilados aún, no sabíamos dónde estábamos, ni qué dirección habíamos tomado. Si nuestro raciocinio no hubiera sido alterado por causas conocidas, la seguridad impasible con que Larrea dirigía la bestia nos habría estremecido. Se me había encargado castigar, pues, según las tradiciones recibidas, el foguista era siempre el del anca; hice presente que no había sujeto pasivo, por cuanto mis golpes se perdían en el aire, y propuse nos limitáramos, en las circunstancias, al sistema del talón.

Aceptado el procedimiento, seguimos la marcha en las tinieblas; yo me sentía resbalar, resbalar sin descanso; aquel animal tenía en la punta de la cola algo que me atraía. En mi desesperación me aferraba a Eyzaguirre, quien me observaba a menudo que debía limitarme a agarrarle de la ropa, no encontrando plausible, como me lo declaró terminantemente, que mis dedos apretaran, a guisa de género, una sección de la parte carnosa que la naturaleza había previsoramente superpuesto a sus costillas. El compañero gordo bufaba, oprimido entre Eyzaguirre y Larrea, y éste, sin cesar de hablar, protestando de que nadie conocía el camino como él, aventuraba una que otra queja sobre la osteología de aquel animal.

No veíamos a dos dedos de distancia, y los compañeros del otro grupo habían desaparecido, sin duda por la sencilla razón de haber tomado el buen camino. Habíamos conseguido —¡el cielo sabe a costa de qué esfuerzos y sufrimientos!— hacer tomar el trote a nuestra montura, cuando de pronto me sentí en el suelo, con todo el volumen de Eyzaguirre encima. Un choque se había producido, y jinetes y caballo habían venido por tierra. «¡No es nada; es un alambrado!»

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