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Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson

Tags: #ciencia ficción

La batalla de Corrin (44 page)

BOOK: La batalla de Corrin
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Antes de que Ticia pudiera pensar una excusa plausible, oyó el sonido sibilante de algo muy caliente y veloz que atravesaba la atmósfera. Las dos miraron al brumoso cielo de la mañana y vieron las estelas plateadas descender sobre los profundos valles de roca tectónica. Los enormes proyectiles se estrellaron contra las copas de los árboles, atravesaron el follaje y acabaron impactando contra la base de la selva.

Norma se mordió el labio inferior mientras asentía con el gesto.

—Creo que mi visión empezaba así. —Se volvió hacia Ticia—. Será mejor que deis la señal de alarma.

Al oír los impactos, todas las hechiceras salieron de sus cámaras en las cuevas, vestidas con sus túnicas blancas. Allá abajo, en la selva, uno de los proyectiles que se había empotrado en la suave marga del suelo empezó a vibrar y se abrió como la cascara de un huevo. Un revoltijo de piezas de metal salieron disparadas, se clavaron en el suelo y empezaron a echar tierra, piedrecillas y otros materiales en un receptáculo de procesamiento.

A pesar de su temible premonición, Norma estudió el proyectil con curiosidad.

—Parece una fábrica automatizada… aunque no es tan compleja como una verdadera máquina pensante. Y está utilizando los recursos que encuentra para construir algo.

—Sigue siendo una máquina —dijo Ticia. Se puso rígida, preparándose para generar una energía que le permitiera luchar de la única forma que sabía—. Aunque no sea un cimek, sigue siendo nuestro enemigo.

Allá abajo, varios hombres con el uniforme de trabajo de VenKee se acercaron al lugar del impacto. Sujetas al cinturón llevaban unas bolsitas llenas con el material recogido en un día de trabajo en la selva. Un joven pálido y deforme los acompañaba como una mascota entusiasta; ojos de ternero, cuerpo contrahecho, un friki. Ticia lo miró con desdén desde el lugar privilegiado donde estaba, lamentando que aquellos Defectuosos no murieran en cuanto los echaban a la selva…

Entonces, cuando el grupo de curiosos se acercaba, la fábrica automatizada escupió su primera hornada del producto acabado: unas esferas pequeñas y plateadas que volaban como insectos blindados y hambrientos. Los bichitos se elevaron como un enjambre, examinaron la zona y se abalanzaron sobre el grupo de trabajadores de VenKee. El joven contrahecho salió huyendo con una sorprendente rapidez y desapareció entre la densa maleza, pero los otros no fueron lo bastante rápidos.

—Son pequeños, pero deben de tener unos sensores muy agudos —dijo Norma, aún con tono analítico.

Los insectos metálicos revolotearon en torno a sus víctimas como una nube de avispas furiosas y luego atacaron con sus minúsculas sierras y empezaron a despedazarlos, desgarrando su ropa y su piel, haciendo saltar chorreones de sangre y trocitos de carne triturada. Los hombres chillaban, sin dejar de correr y sacudirse, pero las pirañas mecánicas los perseguían, mordiendo y mordiendo, machacando sus cuerpos.

Luego aquellas criaturas se dirigieron a las entradas de las cuevas.

—Nos han visto —dijo Norma.

Ticia llamó a las otras hechiceras y aquellas poderosas mujeres esperaron juntas la llegada de la nube de insectos. Los pequeños zánganos, cubiertos de afiladas espinas metálicas, se movían como balas. Ticia empezó a temblar, conjurando sus poderes mentales.

Detrás de las hechiceras, los niños y los hombres de Rossak se habían ocultado en las cámaras más seguras. Con sus mentes, Ticia y sus compañeras levantaron un viento estático y arrojaron sus andanadas de energía telecinética, como un huracán mental. Montones de bichitos mecánicos quedaron dispersos y pulverizados. Pero llegaron más. La fábrica seguía produciendo miles y miles!

—Esto no exige un esfuerzo tan grande como destruir cimek —comentó una de las hechiceras—, pero a su manera también es muy gratificante.

—Omnius ha encontrado una forma de enviar una nueva arma contra nosotros, a pesar de la barrera defensiva de la Liga —declaró Norma—. Estas máquinas están programadas para perseguirnos y destruirnos.

Las nubes metálicas de insectos artificiales buscaban víctimas frente a las ciudades de cuevas. Las hechiceras estaban rodeadas por un halo de ozono y un viento invisible. Sus cabellos claros flotaban, sus ropas se ondulaban por las corrientes telepáticas. Ticia levantó la mano, y con una descarga sostenida, las mujeres destruyeron la nueva hornada de bichitos. Luego, uniendo sus esfuerzos, destruyeron el cilindro de la fábrica, que quedó reducida a un montón de chatarra.

—Que vengan unos hombres con sopletes y explosivos —ordenó Ticia—. Que destruyan ese cilindro antes de que pueda regenerarse. —Se sentía exultante, feliz, tanto que hasta le reconoció a su medio hermana el mérito de haber tenido una premonición.

—La guerra aún no ha terminado —señaló Norma—. Es posible que no haya hecho más que empezar. Otra vez.

52

Si las máquinas pensantes no tienen imaginación, ¿cómo es que no dejan de concebir nuevos horrores que enviar contra nosotros?

B
ATOR
A
BULURD
H
ARKONNEN
,
Informe sobre el incidente de Zimia

En Zimia, los inspectores de seguridad y los curiosos que corrieron a los lugares donde se estrellaron los proyectiles murieron. Incluso las imágenes de las cámaras quedaron interrumpidas en cuestión de segundos, porque las mortíferas máquinas voladoras devoraron todo lo que encontraron en su camino. Todo contacto quedó cortado.

Vor, que no esperaba nada bueno de Omnius, reunió a los regimientos de la guardia nacional y ordenó que rodearan los diferentes puntos de impacto con armas. Abulurd Harkonnen estaba a su lado y se ocupó de que sus órdenes se cumplieran. El bashar supremo estaba como un toro salusano enfurecido, y nadie se atrevía a ponerse en su camino.

—Les dije que estuvieran alerta —le gruñó Vor a Abulurd—. Les dije que no bajaran la guardia. Y tú hasta viniste con un aviso concreto, ¡y aun así no quisieron escuchar!

—Dé a esta gente unos años de paz y se olvidarán enseguida de lo que es una emergencia —concedió Abulurd totalmente de acuerdo.

—Y ahora que se enfrentan a un nuevo ataque, responden como ratoncitos asustados. —Vor profirió un sonido de disgusto.

Antes incluso de conocer los detalles de aquella nueva amenaza, Abulurd había coordinado los destacamentos de soldados estacionados en los distritos urbanos más próximos a las zonas de impacto. Haciendo uso de poderes de emergencia, convocó y distribuyó a los mercenarios que seguían teniendo contrato con el ejército de la Humanidad.

Aquellos proyectiles con tamaño de ataúdes se habían estrellado en un radio bastante amplio. Luego, combinaban los recursos elementales que encontraban, después de introducirlos por las fauces cada vez más grandes de las fábricas automatizadas, y escupían enjambres de artefactos insaciables del tamaño de cojinetes. Cada uno tenía su propia fuente de energía, una programación sencilla y mandíbulas muy afiladas. Atacaban y devoraban cualquier figura humana, como pirañas.

La gente huía despavorida y, mientras, los bichitos mecánicos no dejaban de revolotear en una misión implacable de destrucción, reduciendo a sus víctimas a jirones de carne y fragmentos de hueso. Los soldados de uniforme y los ciudadanos que vestían pantalones y camisas entalladas parecían el objetivo preferido. Las mujeres y los curas con túnicas amplias y los ancianos con sombreros altos retromodernos pasaron inadvertidos por un rato, pero los voraces bichitos volvieron atrás para echar un segundo vistazo… y atacaron.

La gente corría y gritaba por las calles, caían muertos antes de encontrar un refugio. Como trituradoras de carne despiadadas, las pirañas se sumergían en los cuerpos sin seguir un trazado concreto y vomitaban la carne destrozada. En cuanto una víctima caía, las diminutas máquinas iban en busca de otra.

El primer grupo de soldados que trató de combatirlos fue reducido enseguida. Las pirañas aladas se lanzaron sobre ellos como abejas asesinas. Algunos soldados activaron sus escudos personales para evitar la carnicería, pero otros no fueron tan rápidos y, cuando las pirañas los tocaron, cayeron como si los hubieran rociado con un gas tóxico. Sus armas de mano no servían ante aquella cantidad apabullante de atacantes mecánicos.

Pero incluso los que se protegieron con sus escudos acabaron sucumbiendo. Los bichitos se arrojaban una y otra vez contra las barreras Holtzman, tanteando, explorado, hasta que descubrieron el truco de la penetración lenta. La sangre y los tejidos celulares salpicaron por dentro las paredes de los escudos. En cuestión de momentos, los bichitos que entraban destruían el aparato generador. Las burbujas del escudo desaparecían y los sanguinarios insectos salían disparados.

El enjambre de atacantes era cada vez mayor. Las familias corrían a esconderse en edificios y vehículos, pero los bichos los seguían y siempre encontraban la forma de entrar. No había ningún lugar seguro.

En un radio cada vez más extenso, los artefactos recolectores reunían todos los metales que encontraban y los añadían a los voraces procesadores para crear más y más cazadores volantes. Los cilindros que se habían estrellado se abrían más, cavaban más hondo, y los bichitos seguían saliendo como una nube de balas. Las fábricas móviles enviaron recolectores a demoler las estructuras de Zimia, a destripar los edificios para aprovechar los materiales y obtener metales y otros elementos necesarios.

El perímetro de destrucción era cada vez más amplio.

Abulurd siguió al bashar supremo Atreides a la escena donde se había producido la infestación más reciente. Cuando Vor daba órdenes, los soldados inexpertos de Zimia estaban demasiado asustados para vacilar. Él y Abulurd establecieron un centro de mando provisional no muy lejos del lugar del primer impacto. El caos reinaba en las calles. Los ciudadanos se encerraban en habitaciones interiores y armarios, tratando de esconderse de aquellas balas con afilados dientes.

Había pasado menos de una hora desde el primer impacto y ya habían muerto miles de personas.

Finalmente, la artillería de la Liga se colocó en posición de fuego. Abulurd comprobó el manifiesto.

—Los proyectiles están cargados con explosivos de intensidad. Nuestros oficiales están listos para disparar. Con un impacto directo esa fábrica saltará por los aires. Luego podremos arreglar este embrollo.

Vor arrugó la frente.

—Da orden de disparar. Pero no esperes que sea tan fácil. Seguramente Omnius ha instalado numerosos sistemas de seguridad. —Hizo un gesto con una mano—. Sin embargo, cuanto antes sepamos con qué defensas cuentan, antes podremos destruirlas.

Una andanada de proyectiles de artillería salió disparada hacia el hoyo donde estaba la fábrica más cercana, describiendo brevemente un arco en el aire. Cuando los explosivos empezaron a descender hacia el objetivo, las nubes de pirañas empezaron a girar y girar como humo por encima de la boca de producción. Hordas de voraces artefactos se unieron, como si pudieran formar una barricada para detener los proyectiles, se conectaron mediante interfaces pegajosos, adoptando diferentes formas, creando inmensas barreras.

Luego, estos grupos se engancharon a las bombas, como sanguijuelas mecánicas, y las desmantelaron en el aire, reduciéndolas a pedacitos de metal que entregaron a las fauces de la fábrica, donde fueron descompuestos y transformados en nuevas unidades asesinas.

Por decisión propia, un temerario mercenario se acercó pilotando un pequeño vehículo aéreo blindado. Los insectos lo vieron y fueron a por él. Miles de artilugios volantes se pegaron al casco del vehículo y empezaron a arrancar el metal, las junturas, los sistemas electrónicos.

En un último intento, el mercenario consiguió arrojar uno de sus explosivos. El proyectil explotó en el aire, antes de que los bichitos pudieran terminar de desmontarlo. La onda de choque agitó ligeramente a los furiosos ácaros y poco más.

El vehículo se partió. Por un momento, el hombre quedó suspendido en el aire, sacudiéndose, pero las pirañas se abalanzaron sobre él y lo hicieron pedazos. Ya estaba muerto antes de que sus restos llegaran al suelo.

Al ver el enemigo tan terrible al que se enfrentaban, algunos de los soldados más jóvenes desobedecieron las órdenes del bashar supremo. Docenas de ellos abandonaron sus puestos. Vorian parecía furioso, pero Abulurd dijo:

—No tienen experiencia, no están acostumbrados a las cosas horribles que pueden hacer las máquinas.

Por un momento, Vor le dedicó una débil sonrisa.

—Quizá otros se han relajado, Abulurd, pero tú nunca flaqueas. Tenemos que encontrar una solución, tú y yo. Algo efectivo que podamos utilizar de forma inmediata.

—No le decepcionaré, bashar supremo.

Vorian lo miró con orgullo.

—Lo sé, Abulurd. De nosotros dos depende salvar a toda esta gente.

53

Cuando el hombre encuentra el paraíso en esta vida, el resultado es inevitable: se vuelve blando, pierde sus habilidades, su carácter.

Sutra zensuní revisado en Arrakis

Cuando el anciano Tuk Keedair murió, Ishmael se convirtió en la persona de más edad del poblado zensuní. Aparentemente, Keedair, el negrero, había seguido siendo un prisionero de la banda de forajidos de Selim Montagusanos. Y, aunque tuvo muchas ocasiones de escapar y volver a la civilización, el tlulaxa había aceptado su suerte entre Ishmael y sus zensuníes del desierto.

Ishmael nunca consideró a aquel hombre un amigo, pero fueron muchas las noches en que compartieron conversaciones interesantes, mientras bebían café de especia y miraban las estrellas. Eran enemigos, pero al menos habían acabado por entenderse. Irónicamente, tenía más en común con él que con los cabecillas actuales del grupo.

En aquellos momentos, Ishmael había terminado de cenar y estaba sentado escuchando a los ancianos de la tribu, entre los que se encontraba su hija. Incluso Chamal hablaba de las cosas de la ciudad, de aparatos y lujos que Ishmael no necesitaba ni quería. Las vidas de aquellos hombres libres incluían unos lujos que ni siquiera los esclavos domésticos del savant Holtzman habían conocido. Todo era tan innecesario… y peligroso.

Los descendientes de los esclavos que huyeron de Poritrin se habían casado con los supervivientes de la banda de Selim. Chamal misma había tomado otros dos esposos y había tenido cinco hijos más. Se la consideraba una valiosa anciana de la tribu, una mujer sabia.

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