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Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson

Tags: #ciencia ficción

La batalla de Corrin (51 page)

BOOK: La batalla de Corrin
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—También yo, caballeros. Sí, por eso estoy aquí. —Erasmo se adelantó unos pasos.

Probablemente Thurr podría ayudar, aunque la cabeza no le funcionaba del todo bien desde que recibió el tratamiento de extensión vital.

—¿Tienes alguna idea? —Rekur Van se puso a babear solo de pensarlo y, claro, luego no pudo limpiarse la boca.

—Tengo muchas ideas —dijo el robot con un considerable orgullo simulado. La impaciencia humana le parecía intrigante y se preguntó si tendría relación con la naturaleza finita de sus vidas, con la certeza innata de que debían hacerlo todo en el tiempo que les daban—. Observad. —Erasmo hizo una demostración de varias expresiones faciales: frunció el ceño, enseñó una boca artificial llena de afilados dientes metálicos…

El tlulaxa lo miraba perplejo; en cambio, Yorek Thurr solo parecía irritado.

Finalmente, Erasmo se explicó.

—Estas caras, mi aspecto en general me resultan insatisfactorios. ¿Crees que puedes crear un metal líquido con un aspecto más real? Desarrollar una «máquina biológica» que pueda adoptar la apariencia que quiera. Me gustaría poder pasar por humano, por esos necios humanos, tener el mismo aspecto que cualquiera de ellos cuando yo quiera. Así podría observarlos sin que se dieran cuenta.

—Mmm —musitó el antiguo comerciante de carne. De haber tenido brazos, quizá se habría rascado la cabeza. Erasmo hizo un esfuerzo consciente por no contar el tiempo que tardaba en contestarle, como habría hecho un humano impaciente—. Podría hacerlo. Sí, será divertido. Yorek Thurr puede proporcionarme material genético para los experimentos… —Sonrió—. Tiene acceso a muchas fuentes.

62

Los venenos más nocivos no se pueden analizar en un laboratorio, porque están en la mente.

R
AQUELLA
B
ERTO
-A
NIRUL
,
Biología del alma

Habían pasado casi veinte años desde que la plaga de Omnius había arrasado los mundos de la Liga, dejando poblaciones enteras en ruinas, para acabar consumiéndose mientras los supervivientes desarrollaban inmunidad y se protegían con la especia melange. Aun así, de vez en cuando se producía algún nuevo brote que obligaba a adoptar rígidas medidas para evitar su propagación.

Después de décadas adaptándose en aquel entorno saturado de sustancias químicas y poblado por extraños hongos, líquenes y plantas, una nueva variante del virus apareció en los cañones de las selvas de Rossak, una mutación que incluso superaba la tasa de mortalidad de los más logrados experimentos genéticos de Rekur Van.

Los médicos de la Liga fueron convocados enseguida; se distribuyeron equipos de descontaminación y medicamentos. Los especialistas seguían exponiéndose a un grave riesgo para eliminar cualquier nueva manifestación de la plaga.

En los años transcurridos desde que escaparon a duras penas de la chusma en Parmentier, tras su reencuentro con Vorian Atreides después de la Gran Purga, Raquella Berto-Anirul y su compañero Mohandas Suk habían recorrido incansablemente los distintos mundos de la Liga, sobre todo los lugares donde su ayuda hacía más falta. Para la HuMed —Comisión Médica de la Humanidad—, aquellos dos médicos que viajaban en el
Recovery
, la nave que su abuelo les había comprado, eran una especie de detector de problemas. Viajaron a más de treinta planetas en su esfuerzo por ayudar a las víctimas de la epidemia. Nadie sabía más que ellos de las diferentes variantes de la plaga.

Tras recibir los primeros informes, la HuMed mandó a Raquella y el doctor Suk a hacer frente a lo que se conocería como la plaga de Rossak.

Dejando al margen los comerciantes de productos farmacéuticos y el negocio de distribución de sustancias, Rossak siempre había vivido bastante aislada. Las hechiceras eran reservadas, se ceñían a su trabajo y se consideraban superiores a la mayoría de los humanos. Ticia Cenva enseguida se dio cuenta del peligro e impuso una cuarentena draconiana, e incluso se negó a autorizar la salida de naves de VenKee con cargamentos médicos. Rossak estaba totalmente aislada.

—Eso hará que la cuarentena sea más efectiva —dijo Mohandas, pasándole la mano por el brazo a Raquella—. Será más fácil mantenerla.

—Pero no ayudará a la gente que hay ahí abajo —señaló ella—. La hechicera suprema ha dado órdenes estrictas para que cualquiera que baje a la superficie no pueda volver a salir hasta que la epidemia haya pasado oficialmente.

—Es un riesgo que hemos corrido otras veces. —Su nave hospital ocupó su lugar en órbita, donde tendría que esperar bastante tiempo.

—Lo mejor es que tú te quedes aquí, en los laboratorios, y analices las muestras que te envíe. Puedo llevarme a algunos de los voluntarios de la HuMed para que me ayuden con los tratamientos.

Hasta el momento no habían logrado encontrar una cura, pero los trabajosos y difíciles tratamientos permitían eliminar el misterioso compuesto X del riego sanguíneo y darle tiempo al enfermo a combatir la infección del hígado y seguir con vida.

Después de tantos años trabajando juntos, además del amor, Raquella y Mohandas compartían un fuerte vínculo profesional. En la nave, el doctor Suk podría trabajar sin interrupción en la nueva variante del retrovirus sin miedo a contagiarse. Sin embargo, por el momento todo parecía indicar que aquella nueva cepa era mucho más virulenta que el virus original.

Raquella, por su parte, estaba más interesada en ayudar a la gente. Ella y su ayudante Nortie Vandego bajaron en una lanzadera a las ciudades de las cuevas, en los valles tectónicos habitables del planeta. Vandego era una joven con la piel de color chocolate y voz culta; se había graduado la primera de su clase el año antes, y luego se presentó voluntaria para aquel peligroso trabajo.

Cuando llegaron a las instalaciones de tierra, antes de que las dejaran marchar para hacer su trabajo, tuvieron que pasar por un sinfín de pruebas. Raquella sabía por experiencia que había que ser muy riguroso con las medidas de seguridad y proteger bien las zonas vulnerables: los ojos, la boca, la nariz y cualquier herida o arañazo abierto… además de tomar elevadas dosis profilácticas de especia.

—VenKee nos lo proporciona todo —dijo una de las doctoras que las recibió—. Cada pocos días recibimos un nuevo cargamento de Kolhar. Norma Cenva nunca nos cobra.

Raquella le dedicó una sonrisa apreciativa y aceptó su ración de melange.

—Lo mejor es que vayamos lo antes posible a la ciudad para que pueda valorar la magnitud del problema.

Raquella y Vandego avanzaron por las zonas pavimentadas sobre la densa cubierta de árboles, cargada cada una con un voluminoso contenedor sellado con equipos de diagnóstico. En el brazo llevaban una banda donde aparecía una cruz roja sobre fondo verde, el símbolo de la HuMed. Allá arriba, en órbita, Mohandas estaría esperando el regreso de una lanzadera con muestras de tejidos infectados. Haría un cultivo con las muestras y compararía los anticuerpos que encontrara con los que tenían de cepas anteriores de la plaga.

El aire estaba impregnado de aromas extraños y acres. La gente se movía por los salientes de roca y permanecía en las arcadas desde las que se accedía a las ciudades de cuevas. Los túneles eran como canales excavados en la roca por larvas hambrientas.

Raquella oyó el zumbido de un escarabajo de un verde intenso que apareció entre el denso follaje púrpura, estuvo revoloteando sobre las hojas polimerizadas y luego se elevó por encima de las copas de los árboles, dejando que una corriente ascendente de aire impulsara sus inmensas alas quitinosas. La atmósfera era húmeda y opresiva a causa de un aguacero tropical reciente. Aquel lugar era un hervidero biológico, envenenado y fecundo. Un campo de cultivo ideal para las enfermedades y sus posibles curas.

Aunque esperaban su llegada, junto con la de otros expertos de la HuMed, nadie salió a recibirlas.

—Pensé que nos recibirían con los brazos abiertos —dijo Vandego—. Si hay que hacer caso de lo que dicen los informes, están aislados, muriendo como chinches.

Raquella entrecerró los ojos bajo el sol brumoso.

—A las hechiceras no se les da muy bien pedir ni aceptar ayuda del exterior. Pero sus poderes mentales no les sirven en esta crisis, a menos que puedan controlar sus cuerpos célula a célula.

Raquella avanzó con su delgada ayudante hacia las cuevas. Siguiendo pasarelas y puentes, llegaron a los accesos del nivel superior y preguntaron por las zonas de hospital. Cada túnel, cada cámara parecía utilizarse como espacio de enfermería. Más de la mitad de la población estaba infectada, pero los síntomas de la plaga de Rossak eran variables y difíciles de predecir o tratar. Y la tasa de mortalidad parecía significativamente más alta que el cuarenta y tres por ciento de la plaga original.

Las dos mujeres tomaron un ascensor que bajó por un canal abierto en la cara externa de la roca. El aparato descendió tan deprisa que a Raquella el estómago le dio un vuelco; era como si el ascensor también estuviera impaciente porque empezaran. Cuando bajaron, una mujer menuda y delicada con una túnica negra sin capucha las recibió en un inmenso recinto cerrado y de techos altos. Más arriba veían gradas, barandas, balcones. Mujeres esculturales ataviadas con túnicas negras se movían con premura por pasarelas, entraban y salían de las diferentes habitaciones.

—Gracias por venir a ayudarnos a Rossak. Soy Karee Marques. —La joven tenía el pelo de color claro, hasta los hombros, pómulos altos y ojos grandes de color verde esmeralda.

—Estamos impacientes por empezar a trabajar —dijo Raquella.

Vandego miró a su alrededor, a todas aquellas túnicas negras tan lúgubres.

—Pensaba que las hechiceras vestían tradicionalmente de blanco.

Karee frunció el ceño. La piel de su rostro era translúcida, y solo mostraba un leve rubor.

—Llevamos túnicas negras cuando estamos de duelo. Y ahora parece que nunca se acabará.

La joven hechicera las guió por un pasillo central, pasando ante salas atestadas de pacientes en camas improvisadas. El lugar parecía limpio y bien gestionado, y las mujeres de las túnicas negras cuidaban de los pacientes, aunque Raquella notaba el inconfundible olor de la enfermedad y la carne en descomposición. En aquella devastadora encarnación del virus, el cuerpo se iba cubriendo poco a poco de lesiones cutáneas llenas de pus, que mataban las membranas de las células de la piel capa a capa.

En el interior de la cueva más grande, donde había cientos, puede que miles de pacientes en diferentes estadios de la enfermedad, Raquella se quedó parada, pasmada al pensar en todo el trabajo que había que hacer. Se acordó de Parmentier, de cómo habían tratado de frenar las primeras manifestaciones de la epidemia en el Hospital de Enfermedades Incurables. Pero era como querer limpiar el agua de una marea con un trapo.

Vandego tragó con dificultad.

—¡Cuántos! ¿Por dónde vamos a empezar?

A su lado, la joven hechicera miraba con los ojos llenos de lágrimas por la frustración y la pena.

—Ante una tarea como esta, no hay principio ni fin.

Durante semanas, Raquella dedicó largas horas a los pacientes, y trataba de calmar sus dolores con unos parches que liberaban gas melange muy frío al interior de sus poros. Los parches eran un invento suyo y de Mohandas. Cuando la primera plaga terminó, Raquella deseó no tener que volver a usarlos nunca.

La hechicera suprema se mantenía a distancia, y rara vez se molestaba en visitar a Raquella o mencionar su presencia. Ticia Cenva era una figura misteriosa y esquiva que parecía flotar en vez de caminar. En una ocasión, sus miradas se cruzaron, a unos treinta metros de distancia y, antes de que Ticia se fuera a toda prisa, a Raquella le pareció que en sus ojos veía hostilidad, o un extraño temor.

Las mujeres de Rossak siempre habían sido autosuficientes, siempre habían declarado su superioridad y hecho gala de sus poderes mentales. Quizá la hechicera suprema no quería reconocer que era incapaz de proteger a su gente.

En una comida común para las voluntarias médicas, Raquella le preguntó a Karee por ella. La joven le habló en voz baja.

—Ticia no confía en nadie, sobre todo en gente de fuera como usted. Le da más miedo que las hechiceras parezcamos débiles que el daño que pueda causar el virus. Y… hay cosas en Rossak que preferiría mantener lejos de la vista de extraños.

Durante una semana entera, antes de pedir ayuda urgente a la HuMed, Ticia Cenva y las hechiceras habían tratado de controlar la epidemia utilizando sus conocimientos celulares y genéticos. Incluso trataron de aprovechar las hierbas y medicamentos que suministraban los investigadores de VenKee, atrapados también en el planeta debido a la cuarentena. Pero ninguno de sus intentos había tenido éxito.

Desde su base en Kolhar, VenKee enviaba grandes cargamentos de melange con la esperanza de ayudar a evitar que la epidemia se extendiera por la Liga. Mientras Mohandas trabajaba en su laboratorio orbital estéril a bordo del
Recovery
, Raquella le enviaba muestras regularmente, junto con notas personales en las que con frecuencia le decía que le añoraba. El respondía, haciendo un resumen de los cambios que veía en la nueva cepa del virus, y su resistencia ante los poco efectivos remedios que habían utilizado la vez anterior.

Raquella pronto se hizo conocida por su delicadeza con los pacientes. Aliviaba su dolor y los trataba a todos con la misma dedicación. Era algo que había aprendido hacía mucho tiempo, en el Hospital de Enfermedades Incurables. Pero la mayoría de las veces, los pacientes morían. La nueva epidemia era así. En aquellos momentos, Raquella estaba junto a una hechicera ya mayor y respetada que dio su último aliento. Un fin pacífico, muy distinto a las convulsiones y la agitación de algunas de las víctimas, que padecían fuertes delirios antes de perder el conocimiento.

—Si esto es lo mejor que puedes hacer, no es suficiente. —Ticia Cenva estaba detrás, con expresión decepcionada y furiosa; las marcas de las lágrimas hacía ya tiempo que se habían borrado de sus mejillas.

—Lo siento —replicó Raquella, sin saber qué decir—. Encontraremos un tratamiento mejor.

—Espero que sea pronto. —Ticia paseó la mirada por la enfermería atestada, como si la epidemia fuera culpa de Raquella.

Su rostro tenía las facciones endurecidas y marcadas de un cuervo.

—He venido a ayudar, no a demostrar mi superioridad. —Raquella se excusó y fue a otra sala para seguir con su trabajo.

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