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Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson

Tags: #ciencia ficción

La batalla de Corrin (8 page)

BOOK: La batalla de Corrin
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Con el fin de aplacarlo, Erasmo había ajustado los parches biológicos que tenía en los hombros y le había mentido sobre los resultados. Ciertamente, bajo los parches se apreciaban unos pequeños bultitos, y había una clara evidencia de crecimiento óseo, aunque era tan insignificante que casi ni se notaba. Quizá por sí solo aquello también tenía su interés, pero era solo uno de los muchos experimentos importantes en los que estaba trabajando. Así que esa mañana había tenido que aumentar la dosis de medicación del humano para que se concentrara en lo realmente importante y no en absurdos asuntos personales.

Ataviado con una de sus túnicas favoritas, esta vez de un intenso azul, Erasmo iba de una cámara a otra con una agradable sonrisa en su rostro de metal líquido. La tasa de afectados era casi del setenta por ciento, y se esperaba una mortalidad del cuarenta y tres por ciento. Sin embargo, muchos de los que se recuperaran, quedarían tullidos de por vida a causa de la ruptura de los tendones, otro de los efectos de la enfermedad.

Al verlo, algunas víctimas del experimento se apartaban y se encogían en un rincón de sus celdas sucias. Otros extendían las manos con gesto suplicante y ojos desesperados y mortecinos. Sin duda deliraban, o tenían alucinaciones. Pero claro, la paranoia y el comportamiento irracional eran otro de los síntomas.

Erasmo había instalado y amplificado un nuevo grupo de sensores olfativos para poder experimentar y comparar el hedor que se respiraba en sus laboratorios. Le parecía una parte importante de la experiencia. Después de años realizando pruebas incansablemente y mutando cepas de virus, se sentía orgulloso de sus logros. Era fácil desarrollar una enfermedad que matara a aquellos frágiles seres biológicos. El truco estaba en encontrar una que se extendiera por la población con rapidez, eliminara un elevado porcentaje de víctimas y fuera casi imposible de curar.

El robot y su colega tlulaxa se habían decidido por un retrovirus modificado genéticamente que se propagaba por el aire y que, si bien era algo vulnerable en un entorno exterior, se transmitía con facilidad por las mucosas y las heridas abiertas. Una vez dentro, a diferencia de la mayoría de enfermedades de características similares, afectaba al hígado y empezaba a reproducirse con rapidez y a producir una enzima que transformaba diversas hormonas en compuestos tóxicos que el hígado no podía asimilar.

Inicialmente, la enfermedad provocaba un fallo de las funciones cognitivas que llevaba a un comportamiento irracional y agresivo. ¡Como si los hrethgir necesitaran que los empujaran a comportamientos absurdos!

Dado que en un primer momento los síntomas eran menores, las víctimas infectadas podían seguir funcionando en sociedad durante días antes de saber que estaban enfermas, y contagiar así a otros muchos. Pero una vez que la cantidad de hormonas modificadas empezaba a aumentar en el organismo y la función hepática degeneraba, la segunda etapa era rápida, imparable, y fatal en más de un cuarenta por ciento de los sujetos de estudio. Y cuando el porcentaje de población de los mundos de la Liga cayera en picado en unas pocas semanas, el resto de su sociedad se desintegraría con rapidez.

Qué maravilla, poder presenciarlo y documentarlo. Mientras los mundos de la Liga fueran cayendo, Erasmo esperaba reunir información suficiente para estudiar los próximos siglos, mientras Omnius reconstruía los Planetas Sincronizados.

Erasmo entró en un sector diferente con cámaras herméticas, donde había otro grupo de estudio de cincuenta individuos, y vio con satisfacción que muchos se estaban retorciendo en su agonía o yacían muertos, acurrucados en medio de un charco hediondo de vómito y excremento.

Examinó a cada una de las víctimas, tomando nota de las distintas lesiones de la piel, las llagas abiertas (¿autoinfligidas?), la drástica pérdida de peso y la deshidratación. También examinó a los muertos y estudió la forma en que sus cuerpos se contorsionaban en la muerte. Ojalá hubiera tenido una forma de cuantificar el nivel de agonía que había tenido que aguantar cada uno. Él no era vengativo, simplemente quería un método para erradicar eficazmente a los suficientes humanos para herir de muerte a su Liga. Tanto él como la supermente no veían más que beneficios en imponer un Orden Sincronizado en el caos de los humanos.

Sin duda, la epidemia ya estaba lista.

Por puro hábito, Erasmo amplió la sonrisa en su rostro plateado. Después de hablarlo y hablarlo con Rekur Van, había utilizado sus conocimientos de ingeniería para diseñar contenedores apropiados para la dispersión del virus, unos torpedos que arderían al penetrar en la atmósfera de cada planeta y dejarían escapar aquellos organismos por un mundo infestado de hrethgir. El retrovirus era vulnerable en el aire, sí, pero aguantaría. Y una vez la población quedara expuesta, se extendería con rapidez.

Tras anotar la cifra final de fallecidos, Erasmo dirigió sus brillantes fibras ópticas hacia la ventana de observación. Del otro lado había una pequeña cámara desde la que a veces espiaba a sus víctimas. La ventana estaba revestida con una película, de modo que, con su poca capacidad visual, los humanos solo veían reflejos. El robot varió la longitud de onda y le sorprendió ver que Gilbertus Albans estaba allí dentro, observándole. ¿Cómo había conseguido saltarse los sistemas de seguridad y llegar allí? Su fiel pupilo humano sonrió, porque sabía que lo estaba viendo.

El robot reaccionó con sorpresa y una sensación de urgencia que rayaba el terror.

—Gilbertus, quédate ahí. No te muevas. —Activó los controles pertinentes para asegurarse de que la cámara de observación permanecía sellada y totalmente esterilizada—. Te dije que no debías entrar nunca en estos laboratorios. Son demasiado peligrosos.

—Los sellos están intactos, padre —dijo el hombre.

Estaba musculoso gracias al ejercicio físico, su piel era pura y suave, su pelo espeso.

Y aun así, Erasmo purgó el aire de la cámara y lo sustituyó por aire limpio y filtrado. No podía arriesgarse a que Gilbertus se contagiara. Si su amado humano quedaba expuesto aunque fuera al más insignificante de los organismos de aquella epidemia, podría sufrir terriblemente y morir. Un resultado que el robot no deseaba en absoluto.

Olvidándose por un momento de sus experimentos, sin importarle si destruía los datos equivalentes a una semana de trabajo, Erasmo pasó por cámaras y más cámaras selladas con montañas de cuerpos que esperaban la incineración. No se fijó en los ojos abiertos, en las bocas flácidas, los miembros como insectos enredados, petrificados por el rigor mortis. Gilbertus era diferente de los otros humanos, tenía una mente organizada y eficiente, y se parecía a un ordenador tanto como era biológicamente posible porque él lo había educado personalmente.

Tenía más de setenta años, pero seguía pareciendo un joven gracias al tratamiento de extensión vital al que lo había sometido. No había necesidad de que las personas especiales como Gilbertus degeneraran y envejecieran y Erasmo se había asegurado de que gozaba de todas las ventajas y toda la protección posible.

No tendría que haberse arriesgado entrando en los laboratorios. Era un riesgo inaceptable.

Cuando llegó a la cámara de esterilización, Erasmo se quitó su gruesa túnica azul y la colocó en el conducto de incineración: siempre podía sustituirla. Roció su cuerpo con potentes productos químicos desinfectantes y antivirales, asegurándose de que penetraban en cada juntura y cada grieta. Luego se secó concienzudamente, y se dispuso a abrir la puerta sellada. Vaciló. Antes de salir, repitió el proceso completo de descontaminación una segunda vez, y una tercera. Toda precaución era poca para salvaguardar la vida de Gilbertus.

Cuando finalmente se plantó ante su hijo adoptivo, aliviado, el robot se sintió extrañamente desnudo sin su exquisito atuendo habitual. Había pensado aleccionar a Gilbertus, advertirle de nuevo del riesgo absurdo que había corrido al presentarse allí, pero una extraña emoción le hizo guardarse sus palabras severas. Ya había regañado suficiente a aquel niño salvaje décadas atrás, cuando su comportamiento era inapropiado. Ahora era un humano plenamente programado que cooperaba. Un ejemplo de lo que podrían llegar a ser los de su especie.

El hombre se alegró tan visiblemente por su entrada que Erasmo sintió una oleada de… ¿orgullo?

—Es hora de jugar nuestra partida de ajedrez. ¿Le apetece?

El robot necesitaba sacarlo de los laboratorios.

—Jugaré a ajedrez contigo, pero no aquí. Debemos alejarnos de las cámaras de epidemia, ir a un lugar donde estés más seguro.

—Pero, padre, ¿no me ha dotado ya de toda la inmunidad que es posible con el tratamiento de extensión vital? Seguro que no corro casi ningún peligro.

—Casi ningún peligro no es igual a «ningún peligro» —dijo Erasmo, sorprendido por aquella preocupación casi irracional que sentía.

Gilbertus no parecía preocupado.

—¿Qué significa estar a salvo? ¿No me ha enseñado usted que eso no es más que una ilusión?

—No argumentes conmigo innecesariamente. Ahora no tengo tiempo suficiente para eso.

—Pero usted me dijo que los filósofos antiguos enseñan que no existe lo que se llama estar a salvo, no para un organismo vivo, ni para una máquina pensante. Así pues, ¿por qué marcharnos? Tal vez me contagiaré, o tal vez no. Y sus mecanismos podrían detenerse en cualquier momento por motivos que no había tenido en cuenta. O tal vez un meteorito caerá del cielo y nos destruirá a los dos.

—Hijo mío, pupilo mío, mi querido Gilbertus, ¿no quieres acompañarme? Por favor. Podemos hablar extensamente sobre el tema. Pero en otro sitio.

—Puesto que es usted tan cortés, otro rasgo del carácter manipulador de los humanos, haré lo que me pide.

Y salió con el robot del recinto abovedado, pasando de las cámaras selladas al exterior, bajo el cielo rojizo de Corrin. Cuando se fueron, el hombre se puso a meditar sobre lo que había visto en los laboratorios.

—Padre, ¿le preocupa alguna vez saber que está matando a tanta gente?

—Es por el bien de los Planetas Sincronizados, Gilbertus.

—Pero son humanos… como yo.

Erasmo se volvió hacia él.

—No hay humanos como tú.

Años atrás, el robot había creado un término especial en honor al proceso de mejora intelectual de Gilbertus, a su destacable capacidad memorístico-organizativa y para el pensamiento lógico.

—Soy tu mentor —había dicho el robot en aquella ocasión—. Tú eres mi
mentado
. Te estoy instruyendo con mi
mentorazgo
. Por tanto, te llamaré por un nombre que he hecho derivar de estos términos. Y lo utilizaré cada vez que esté especialmente complacido con tu actuación. Espero que lo consideres un término cariñoso.

Gilbertus había sonreído ante los elogios de su maestro.

—¿Un término cariñoso? ¿Y cuál es, padre?

—Serás mi Mentat. —Y así fue.

Ahora, Erasmo dijo:

—Tú comprendes que los Planetas Sincronizados beneficiarán a la raza humana. Por tanto, estos sujetos de estudio no son más que… una inversión. Y me aseguraré de que tú vives lo bastante para cosechar los beneficios de lo que planeo, Mentat mío.

Gilbertus sonrió.

—Esperaré para ver cómo se desarrollan los acontecimientos, padre.

Cuando llegaron a la villa de Erasmo, entraron en el sosegado jardín botánico, un diminuto universo de plantas exuberantes, fuentes pensantes y colibríes…, un santuario privado donde siempre podían compartir unos momentos especiales. Gilbertus, impaciente por empezar, ya había preparado el tablero de ajedrez mientras esperaba a que Erasmo terminara con su trabajo.

El hombre movió un peón. Erasmo siempre dejaba que moviera pieza primero. Le parecía lo justo, un gesto paternal de indulgencia.

—Cada vez que mis pensamientos se enturbian, con el fin de que mi mente siga siendo organizada y eficiente, hago lo que me enseñó. Viajo al interior de mi mente y realizo complicados cálculos matemáticos. Esta rutina me ayuda a aplacar mis dudas y preocupaciones. —Esperó hasta que el robot movió su peón.

—Es perfecto, Gilbertus. —Erasmo le dedicó una sonrisa tan auténtica como pudo—. En realidad, tú eres perfecto.

Unos días más tarde, la supermente convocó a Erasmo en la ciudadela central. Una pequeña nave acababa de llegar con el único humano que podía viajar con impunidad al principal de los Planetas Sincronizados. Un hombre de piel curtida salió de la nave y permaneció junto al pabellón que había ante la ciudadela animada mecánicamente. Como si fuera un organismo vivo, la estructura de metal líquido que albergaba a Omnius podía cambiar de forma, convertirse en una figura alta y siniestra y bajar después a un tamaño más comedido.

Erasmo reconoció a aquel individuo atezado de piel cetrina. Ojos muy juntos, calvo, más grande que un tlulaxa y de aspecto menos furtivo. Incluso ahora, décadas después de su desaparición y supuesta muerte, Yorek Thurr seguía luchando por la destrucción de la raza humana. Se había aliado secretamente con las máquinas pensantes, y ya había causado un daño incalculable a la Liga de Nobles y la preciosa y absurda Yihad de Serena Butler.

Tiempo atrás, Thurr había sido elegido personalmente por Iblis Ginjo como comandante de la policía de la Yihad y había demostrado una habilidad inusual para descubrir a pequeños traidores que cooperaban con las máquinas. Evidentemente, la destacable capacidad de Thurr se derivaba del hecho de que había entregado su lealtad a Omnius a cambio del tratamiento para alargar su vida, aunque cuando lo recibió su cuerpo ya había dejado atrás sobradamente su época dorada.

Durante todos los años que pasó al frente de la Yipol, Thurr había estado enviando cuidadosos informes a Corrin. Su trabajo fue impecable y las cabezas de turco a las que hizo matar eran personas irrelevantes, espías de poca monta sacrificados para incrementar la importancia de Thurr en la Liga.

Tras la muerte de Iblis Ginjo, luchó durante décadas por reescribir la historia y difamar a Xavier Harkonnen, a la vez que convertía al Gran Patriarca en un mártir. Dirigió el Consejo de la Yihad junto con la viuda de Ginjo, pero cuando llegó el momento de que ocupara su puesto como Gran Patriarca, la viuda lo desbancó y puso a su hijo y más adelante a su nieto en el cargo. Sintiéndose profundamente traicionado, Thurr fingió su propia muerte y fue a ocupar su sitio entre las máquinas pensantes, que le entregaron el planeta sincronizado de Wallach IX para que lo gobernara como creyera más adecuado.

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