Read La Batalla de los Arapiles Online

Authors: Benito Pérez Galdós

Tags: #Clásico, #Histórico

La Batalla de los Arapiles (11 page)

BOOK: La Batalla de los Arapiles
11.34Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—¡Y yo salí sin recoger esa carta! —exclamé contrariado—. Vuelvo al instante a Santi Spíritus.

Pero miss Fly me detuvo con un gesto encantador, diciendo con gracejo sin igual:

—No seáis impetuoso, joven soldado; tomad la carta.

Y me la dio, y al punto la abrí y la leí. En ella me decía simplemente, a más de algunas cosas dulces y lisonjeras, que por Marchena acababa de saber que nuestro enemigo se disponía a salir de Plasencia para Salamanca.

—Parece que os dan alguna noticia importante, según lo mucho que reflexionáis sobre ella —me dijo Athenais.

—No me dice nada que yo no sepa. La infeliz madre, agobiada por el dolor y la impaciencia, me apremia sin cesar para que le devuelva el bien que le han quitado.

—Esa carta es de la mamá de la encantada —dijo la señorita Mariposa con incredulidad—. Forjáis historias muy lindas, caballero pero que no engañarán a personas discretas como yo.

Recorrí la carta con la vista, y seguro de que no contenía cosa alguna que a los extraños debiera ocultarse, pues la misma condesa había hecho público el secreto de su desgraciada maternidad, la di a miss Fly para que la leyese. Ella, con intensa curiosidad, la leyó en un momento, y repetidas veces alzó los ojos del papel para clavarlos en mí, acompañando su mirada de expresivas exclamaciones y preguntas.

—Yo conozco esta firma —dijo primero—. La condesa de ***. La vi y la traté en el Puerto de Santa María.

—En Enero del año 10, señora.

—Justamente… Y dice que sois su ángel tutelar, que espera de vos su felicidad… que os deberá la vida… que cambiaría todos los timbres de su casa por vuestro valor, por la nobleza de vuestro corazón y la rectitud de vuestros altos sentimientos.

—¿Eso dice?… pasé la vista sin fijarme más que en lo esencial.

—Y también que tiene completa confianza en vos, porque os cree capaz de salir bien en la gran empresa que traéis entre manos… Que Inés (¿con que se llama Inés?), a pesar de lo mucho que vale por su hermosura y por sus prendas, le parece poco galardón para vuestra constancia…

Miss Fly me devolvió la carta. Estaba inflamada por una dulce confusión, casi diré arrebatador entusiasmo, y su brillante fantasía, despertándose de súbito con briosa fuerza, agrandaba sin duda hasta límites fabulosos la aventura que delante tenía.

—¡Caballero! —exclamó sin ocultar el expansivo y grandioso arrobamiento de su alma poética— esto es hermosísimo, tan hermoso que no parece real. Lo que yo sospechaba y ahora se me revela por completo tiene tanta belleza como las mentiras de las novelas y romances. De modo que vos al ir a Salamanca vais a intentar…

—Lo imposible.

—Decid mejor dos imposibles —afirmó Athenais con exaltado acento— porque la comisión de Wellington… ¡Qué sublime paso, qué incomparable atrevimiento, señor Araceli! El coronel Simpson decía hace poco que hay noventa y nueve probabilidades contra una de que seréis fusilado.

—Dios me protegerá, señora.

—Seguramente. Si no hubieran existido en el mundo hombres como vos, no habría historia o sería muy fastidiosa. Dios os protegerá. Hacéis muy bien… apruebo vuestra conducta. Os ayudaré.

—¿Pero todavía insiste usted?

—¡Extraño suceso! —dijo sin hacer caso de mi pregunta— ¡y cómo me seduce y cautiva! En España, sólo en España podría encontrarse esto que enciende el corazón, despierta la fantasía y da a la vida el aliciente de vivas pasiones que necesita. Una joven robada, un caballero leal que, despreciando toda clase de peligros, va en su busca y penetra con ánimo fuerte en una plaza enemiga, y aspira sólo con el valor de su corazón y los ardides de su ingenio a arrancar el objeto amado de las bárbaras manos que la aprisionan… ¡Oh, qué aventura tan hermosa! ¡Qué romance tan lindo!

—¿Gustan a usted, señora, las aventuras y los romances?

—¿Que si me gustan? ¡Me encantan, me enamoran, me cautivan más que ninguna lectura de cuantas han inventado los ingenios de la tierra! —repuso con entusiasmo—. ¡Los romances! ¿Hay nada más hermoso, ni que con elocuencia más dulce y majestuosa hable a nuestra alma? Los he leído y los conozco todos, los moriscos, los históricos, los caballerescos, los amorosos, los devotos, los vulgares, los de cautivos y forzados y los satíricos. Los leo con pasión, he traducido muchos al inglés en verso o prosa.

—¡Oh señora mía e insigne maestra! —dije, afirmando para mí que la enfermedad moral de miss Fly era una monomanía literaria—. ¡Cuánto deben a usted las letras españolas!

—Los leo con pasión —añadió sin hacerme caso— pero ¡ay! los busco ansiosamente en la vida real y no puedo, no puedo encontrarlos.

—Justo, porque esos tiempos pasaron, y ya no hay Lindarajas, ni Tarfes, ni Bravoneles, ni Melisendras —afirmé, reconociendo que me había equivocado en mi juicio anterior respecto a la enfermedad de la Pajarita—. ¿Pero de veras se ha empeñado usted en encontrar en la vida real los romances? por ejemplo, aquellas moritas vestidas de verde que se asomaban a las rejas de plata para despedir a sus galanes cuando iban a la guerra, aquellos mancebos que salían al redondel con listón amarillo o morado, aquellos barbudos reyes de Jaén o Antequera que…

—Caballero —dijo con gravedad interrumpiéndome— ¿habéis leído los romances de Bernardo del Carpio?

—Señora —respondí turbado— confieso mi ignorancia. No los conozco. Me parece que los he oído pregonar a los ciegos; pero nunca los compré. He descuidado mucho mi instrucción, miss Fly.

—Pues yo los sé todos de memoria, desde

En los reinos de León
el quinto Alfonso reinaba;
hermosa hermana tenía,
doña Jimena se llama,

hasta la muerte del héroe, donde hay aquello de

Al pie de un túmulo negro
está Bernardo del Carpio.

¡Incomparable poesía! Después de la
Ilíada
no se ha compuesto nada mejor. Pues bien. ¿No conocéis ni siquiera de oídas el romance en que
Bernardo liberta de los moros a su amada Estela, y al Carpio que tenían cercado
?

—Eso ha de ser bonito.

—Parece que resucitan los tiempos —dijo miss Fly con cierta vaguedad inexplicable, al modo de expresión profética en el semblante— parece que salen de su sepultura los hombres, revistiendo forma antigua, o que el tiempo y el mundo dan un paso atrás para aliviar su tristeza, renovando por un momento las maravillas pasadas… La Naturaleza, aburrida de la vulgaridad presente, se viste con las galas de su juventud, como una vieja que no quiere serlo… Retrocede la Historia, cansada de hacer tonterías, y con pueril entusiasmo hojea las páginas de su propio diario y luego busca la espada en el cajón de los olvidados y sublimes juguetes… ¿pero no veis esto, Araceli, no lo veis?

—Señora, ¿qué quiere usted que vea?

—El romance de Bernardo y de la hermosa Estela, que por segunda vez…

Al decir esto, el caballo que arrastraba no sin trabajo el carricoche de la poética Athenais, empezó a cojear, sin duda porque no podía reverdecer, como la Historia, las lozanas robusteces y agilidades de su juventud. Pero la inglesa no paró mientes en esto, y con gravedad suma continuó así:

—También tiene ahora aplicación el romance de D. Galván, que no está escrito; pero que puede recogerse de boca del pueblo como lo he hecho yo. En él, sin embargo, D. Galván no hubiera podido sacar de la torre a la infanta, sin el auxilio de una hada o dama desconocida que se le apareció…

El caballo entonces, que ya no podía con su alma, tropezó cayendo de rodillas.

—Mi estimable hada, aquí tiene usted la realidad de la vida —le dije—. Este caballo no puede seguir.

—¡Cómo! —exclamó con ira la inglesa—. Andará. Si no enganchad el vuestro al carricoche, e iremos juntos aquí.

—Imposible, señora, imposible.

—¡Qué desolación! Bien decía mistress Mitchell, que este animal no sirve para nada. A mí, sin embargo, me pareció digno del carro de Faetonte.

Levantamos al animal, que dio algunos pasos y volvió a caer al poco trecho.

—Imposible, imposible —exclamé—. Señora me veo obligado muy a pesar mío a abandonar a usted.

—¡Abandonarme! —dijo la inglesa.

En sus hermosos ojos brilló un rayo de aquella cólera augusta que los poetas atribuyen a las diosas de la antigüedad.

—Sí, señora; lo siento mucho. Va a anochecer. De aquí a Salamanca hay diez leguas, el miércoles a las doce tengo que estar de vuelta en Bernuy. No necesito decir más.

—Bien, caballero —dijo con temblor en los labios y acerba reconvención en la mirada—. Marchaos. No os necesito para nada.

—El deber no me permite detenerme ni una hora más —dije volviendo a montar en mi caballo, después que, ayudado por el aldeanillo, puse sobre sus cuatro patas al de miss Fly—. El ejército aliado no tardará… ¡Ah! ya están aquí. En aquella loma aparecen las avanzadas… Las manda Simpson su amigo de usted, el coronel Simpson… Conque deme usted su licencia… No dirá usted, señora mía, que la dejo sola… Allí viene un jinete. Es Simpson en persona.

Miss Fly miró hacia atrás con despecho y tristeza.

—Adiós, hermosa señora mía —grité picando espuelas—. No puedo detenerme. Si vivo contaré a usted lo que me ocurra.

Apresurado por mi deber, me alejé a todo escape.

- XIV -

Marché aquella tarde y parte de la noche, y después de dormir unas cuantas horas en Castrejón, dejé allí el caballo, y habiendo adquirido gran cantidad de hortalizas, con más un asno flaquísimo y tristón, hice mi repuesto y emprendí la marcha por una senda que conducía directamente, según me indicaron, al camino de Vitigudino. Halleme en este al medio día del lunes: mas una vez que lo reconocí, aparteme de él, tomando por atajos y vericuetos hasta llegar al Tormes, que pasé para coger el camino de Ledesma y lugar de Villamayor. Por varios aldeanos que encontré en un mesón jugando a la calva y a la rayuela, supe que los franceses no dejaban entrar a quien no llevase carta de seguridad dada por ellos mismos, y que aun así detenían a los vendedores en la plaza sin dejarlos pasar adelante para que no pudiesen ver los fuertes.

—No me han quedado ganas de volver a Salamanca, muchacho —me dijo el charro fornido y obeso, que me dio tan lisonjeros informes después de convidarme a beber en la puertadel mesón—. Por milagro de Dios y de María Santísima está vivo el señor Baltasar Cipérez, o sea yo mismo.

—¿Y por qué?

—Porque… verás. Ya sabes que han mandado vayan a trabajar a las fortificaciones todos los habitantes de estos pueblos. El lugar que no envía a su gente es castigado con saqueo y a veces con degüello… Bien dicen que el diablo es sutil. La costumbre es que mientras los aldeanos trabajan, los soldados estén quietos, hablando y fumando, y de trecho en trecho hay sargentos que con látigo en mano que están allí con mucho ojo abierto para ver el que se distrae o mira al cielo o habla a su compañero… Bien dijo el otro, que el diablo no duerme y todo lo añasca… En cuanto se descuida uno tanto así… ¡plas!…

—Le toman la medida de las espaldas.

—Yo tengo mala sangre —añadió Cipérez— y no creo haber nacido para esclavo. Soy aldeano rico, estoy acostumbrado a mandar y no a que me den latigazos. A perro viejo no hay tus tus… Así es que cuando aquel Lucifer me…

—Si soy yo el azotado, allí mismo lo tiendo.

—Yo cerré los ojos; yo no vi más que sangre, yo me metí entre todos porque… ¡Baltasar Cipérez azotado por un francés!… Yo daba mojicones… quien no puede dar en el asno da en la albarda. En fin, allí nos machacamos las liendres durante un cuarto de hora… Mira las resultas.

BOOK: La Batalla de los Arapiles
11.34Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Reluctant Husband by Madeleine Conway
Clay by Ana Leigh
Tin Hats and Gas Masks by Joan Moules
Kill You Last by Todd Strasser
Step Scandal - Part 3 by St. James, Rossi
The Islands by Di Morrissey
Hellboy: The God Machine by Thomas E. Sniegoski
Hotel Ladd by Dianne Venetta