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Authors: Benito Pérez Galdós

Tags: #Clásico, #Histórico

La Batalla de los Arapiles (12 page)

BOOK: La Batalla de los Arapiles
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El rico aldeano, apartando la anguarina puesta del revés, según uso del país, mostrome su brazo vendado y sostenido en un pañuelo al modo de cabestrillo.

—¿Y nada más? ¡Pues yo creí que le habían ahorcado a usted!

—No, tonto, no me ahorcaron. ¿De veras lo creías tú? Habríanlo hecho si no se hubiera puesto de parte mía un soldado francés, llamado Molichard, que es buen hombre y un tanto borracho. Como éramos amigos y habíamos bebido tantas copas juntos, se dio sus mañas, y sacándome del calabozo me puso salvo, aunque no sano, en la puerta de Zamora. ¡Pobre Molichard, tan borracho y tan bueno! Cipérez el rico no olvidará su generosa conducta.

—Señor Cipérez —dije al leal salamanquino—, yo voy a Salamanca y no tengo carta de seguridad. Si su merced me proporcionara una…

—¿Y a qué vas a allá?

—A vender estas verduras —repuse mostrando mi pollino.

—Buen comercio llevas. Te lo pagarán a peso de oro. ¿Llevas lo que ellos llaman
jericó
?

—¿Habichuelas? Sí. Son de Castrejón.

El aldeano me miró con atención algo suspicaz.

—¿Sabes por dónde anda el ejército inglés? —me preguntó clavando en mí los ojos—. Por la uña se saca al león…

—Cerca está, señor Cipérez. ¿Conque me da su merced la carta de seguridad?…

—Tú no eres lo que pareces —dijo con malicia el aldeano—. ¡Vivan los buenos patriotas y mueran los franceses, todos los franceses, menos Molichard, a quien pondré sobre las niñas de mis ojos!

—Sea lo que quiera… ¿me da su merced la carta de seguridad?

—Baltasarillo —gritó Cipérez— llégate aquí.

Del grupo de los jugadores salió un joven como de veinte años, vivaracho y alegre.

—Es mi hijo —dijo el charro—. Es un acero… Baltasarillo, dame tu carta de seguridad.

—Entonces…

—No, no vayas mañana a Salamanca. Vuelve conmigo a Escuernavacas. ¿No dices que tu madre quedó muy triste?

—Madre tiene miedo a las moscas; pero yo no.

—¿Tú no?

—Por miedo de gorriones no se dejan de sembrar cañamones —replicó el mancebo—. Quiero ir a Salamanca.

—A casa, a casa. Te mandaré mañana con un regalito para el señor Molichard… Dame tu carta.

El joven sacó su documento y entregómelo el padre diciendo:

—Con este papel te llamarás Baltasarillo Cipérez, natural de Escuernavacas, partido de Vitigudino. Las señas de los dos mancebos allá se van. El papel está en regla y lo saqué yo mismo hace dos meses, la última vez que mi hijo estuvo en Salamanca con su hermana María, cuando la fiesta del rey Copas.

—Pagaré a su merced el servicio que me ha hecho —dije echando mano a la bolsa, cuando Baltasarito se apartó de mí.

—Cipérez el rico no toma dinero por un favor —dijo con nobleza—. Creo que sirves a la patria, ¿eh? Porque a pesar de ese pelaje… Tan bueno es como el rey y el Papa el que no tiene capa… Todos somos unos. Yo también…

—¿Cómo recibirán estos pueblos al
lord
cuando se presente?

—¿Cómo le han de recibir…? ¿Le has visto? ¿Está cerca? —preguntó con entusiasmo.

—Si su merced quiere verle, pásese el miércoles por Bernuy.

—¡Bernuy! Estar en Bernuy es estar en Salamanca —exclamó con exaltado gozo—. El refrán dice: «Aquí caerá Sansón»; pero yo digo: «Aquí caerá Marmont y cuantos con él son». ¿Has visto los estudiantes y los mozos de Villamayor?

—No he visto nada, señor.

—Tenemos armas —dijo con misterio—. Ténganos el pie al herrar y verá del que cojeamos… Cuando el
lord
nos vea…

Y luego, llevándome aparte con toda reserva, añadió:

—Tú vas a Salamanca mandado por el
lord
, ¿eh?… como si lo viera… No haya miedo. El que tiene padre alcalde, seguro va a juicio. Bien, amigo… has de saber que en todos estos pueblos estamos preparados, aunque no lo parece. Hasta las mujeres saldrán a pelear… Los franceses quieren que les ayudemos, pero lo que has de dar al mur dalo al gato, y sacarte ha de cuidado. Yo serví algún tiempo con Julián Sánchez, y muchas veces entré en la ciudad como espía… Mal oficio… pero en manos está el pandero que lo saben bien tañer.

—Señor Cipérez —dije—. ¡Vivan los buenos patriotas!

—No esperamos más que ver al inglés para echarnos todos al campo con escopetas, hoces, picos, espadas y cuanto tenemos recogido y guardado.

—Y yo me voy a Salamanca. ¿Me dejarán trabajar en las fortificaciones?

—Peligrosillo es. ¿Y el látigo? Quien a mí me trasquiló, las tijeras le quedaron en la mano… Pero si ahora no trabajan los aldeanos en los fuertes.

—¿Pues quién?

—Los vecinos de la ciudad.

—¿Y los aldeanos?

—Los ahorcan si sospechan que son espías. Que ahorquen. Al freír de los huevos lo verán, y a cada puerco le llega su San Martín… Por mí nada temo ahora, porque en salvo está el que repica.

—Pero yo…

—ánimo, joven… Dios está en el cielo… y con esto me voy hacia Valverdón, donde me esperan doscientos estudiantes y más de cuatrocientos aldeanos. ¡Viva la patria y Fernando VII! ¡Ah! por si te sirvo de algo, puedes decir en Salamanca que vas a buscar hierro viejo para tu señor padre Cipérez el rico… adiós…

—Adiós, generoso caballero.

—¿Caballero yo? Poco va de Pedro a Pedro… Aunque las calzo no las ensucio… Adiós, muchacho, buena suerte. ¿Sabes bien el camino? Por aquí adelante, siempre adelante. Encontrarás pronto a los franceses; pero siempre adelante, adelante siempre. Aunque mucho sabe la zorra, más sabe el que la toma.

Nos despedimos el bravo Cipérez y yo dándonos fuertes apretones de manos, y seguí a buen paso mi camino.

- XV -

Detúveme a descansar en Cabrerizos ya muy alta la noche del lunes al martes, y al amanecer del día siguiente, cuando me disponía a hacer mi entrada en la ciudad, insigne maestra de España y de la civilización del mundo, los franceses, que hasta entonces no me habían incomodado, aparecieron en el camino. Era un destacamento de dragones que custodiaba cierto convoy enviado por Marmont desde Fuentesaúco. A pesar de que no había motivo para creer que aquellos señores se metieran conmigo, yo temía una desgracia; mas disimulé mi zozobra y recelo, arreando el pollino, y afectando divertir la tristeza del camino con cantares alegres.

No me engañó el corazón, pues los invasores de la patria ¡que comidos de los lobos sean antes, ahora y después! sin intentar hacerme manifiesto daño, antes bien un beneficio aparente, contrariaron mi plan de un modo lastimoso.

—Hermosas hortalizas —dijo en francés un cabo llevando su caballo al mismo paso que mi pollino.

No dije nada, y ni siquiera le miré.

—¡Eh, imbécil! —gritó en lengua híbrida, dándome con su sable en la espalda— ¿llevas esas verduras a Salamanca?

—Sí, señor —respondí afectando toda la estupidez que me era posible.

Un oficial detuvo el paso y ordenó al cabo que comprase toda mi mercancía.

—Todo, lo compramos todo —dijo el cabo sacando un bolsillo de trapo mugriento—.
¿Combien?

Hice señas negativas con la cabeza.

—¿No llevas eso a Salamanca para venderlo?

—No, señor, es para un regalo.

—¡Al diablo con los regalos! Nosotros compramos todo, y así, gran imbécil, podrás volverte a tu pueblo.

Comprendí que resistir a la venta era infundir sospechas, y les pedí un sentido por las verduras, cuya escasez era muy grande en aquella época y en aquel país. Mas enfurecido el soldado, amenazome con abrirme bonitamente en dos: subió luego el precio más de lo ofrecido, bajé yo un tantico, y nos ajustamos. Recibí el dinero, mi pollino se quedó sin carga, y yo sin motivo aparente para justificar mi entrada en la ciudad, porque a los que no iban con víveres les daban con la puerta en los hocicos. Seguí, sin embargo, hacia adelante, y el cabo me dijo:

—¡Eh, buen hombre! ¿No os volvéis a vuestro pueblo? No he visto mayor estúpido.

—Señor —repuse— voy a cargar mi burro de hierro viejo.

—¿Tienes carta de seguridad?

—¿Pues no la he de tener? Cuando estuve en Salamanca hace dos meses, para ver las fiestas del rey, me la dieron… Pero como ahora no llevo carga puede que no me dejen entrar a recoger el hierro viejo. Si el señor cabo quiere que vaya con su merced para que diga cómo me compró las verduras… pues, y que voy por hierro viejo.

—Bueno,
saco de papel
: pon tu burro al paso de mi caballo y sígueme; mas no sé si te dejarán entrar, porque hay órdenes muy rigurosas para evitar el espionaje.

Llegamos a la puerta de Zamora y allí me detuvo con muy malos modos el centinela.

—Déjalo pasar —dijo mi cabo—; le he comprado las verduras y va a cargar de hierro su jumento.

Mirome el cabo de guardia con recelo, y al ver retratada en mi semblante aquella beatífica estupidez propia de los aldeanos que han vivido largo tiempo en lo más intrincado de selvas y dehesas, dijo así:

—Estos palurdos son muy astutos. ¡Eh!
monsieur le badaud
. En esta semana hemos ahorcado a tres espías.

Yo fingí no comprender, y él añadió:

—Puedes entrar si tienes carta de seguridad.

Mostré el documento y entonces me dejaron pasar.

Atravesé una calle larga, que era la de Zamora, y me condujo en derechura a una grande y hermosa plaza de soportales, ocupada a la sazón por gran gentío de vendedores. Busqué en las inmediaciones posada donde dejar mi burro para poder dedicarme con libertad al objeto de mi viaje, y cuando hube encontrado un mesón, que era el mejor de la ciudad, y acomodado en él con buen pienso de paja y cebada a mi pacífico compañero, salí a la calle. Era la de la Rúa, según me dijo una muchacha a quien pregunté. Mi afán era trasladarme al recinto amurallado para recorrerlo todo. De pronto vi multitud de personas de diversas clases que marchaban en tropel llevando cada cual al hombro azadón o pico. Escoltábanles soldados franceses, y no iban ciertamente muy a gusto aquellos señores.

—Son los habitantes de la ciudad que van a trabajar a las fortificaciones —dije para mí—. Los franceses les llevan a la fuerza.

Aparteme a un lado por temor a que mi curiosidad infundiese sospechas, y andando sin rumbo ni conocimiento de las calles, llegué a un convento, por cuyas puertas entraban a la sazón algunas piezas de artillería. De repente sentí una pesada mano sobre mi hombro, y una voz que en mal castellano me decía:

—¿No tomáis una azada, holgazán? Venid conmigo a casa del comisario de policía.

—Yo soy forastero —repuse—; he venido con mi borriquito…

—Venid y se sabrá quién sois —continuó mirándome atentamente—. Si
par exemple
, fueseis
espion

Mi primer intento fue resistirme a seguirle; pero hubiérame vendido la resistencia, y parecía más prudente ceder. Afectando la mayor humildad seguí a mi extraño aprehensor, el cual era un soldado pequeño y vivaracho, ojinegro, morenito y oficioso, cuyo empaque y modos me hacían poquísima gracia. En el recodo que hacía una calle tortuosa y oscura, traté de burlarle, quedándome un instante atrás para poner los pies en polvorosa con la ligereza que me era propia; mas adivinando el menguado mis intenciones, asiome del brazo y socarronamente me dijo:

—¿Creéis que soy menos listo que vos? Adelante y no deis coces, porque os levanto la tapa de los sesos, señor patán. Ya no me queda duda que sois
espion
. Estabais observando la artillería de las monjas Bernardas. Estabais midiendo la muralla. Sabed que aquí hay unos funcionarios muy astutos que espían a los espías, y yo soy uno de ellos. ¿No habéis bailado nunca al extremo de una cuerda?

Nuevamente sentí impulsos de librarme de aquel hombre por la violencia; mas por fortuna tuve tiempo de reflexionar, sofocando mi cólera, y fiando mi salvación a la astucia y al disimulo. Llevome el endemoniado francesillo a un vasto edificio, en cuyo patio vi mucha tropa, y deteniéndose conmigo ante un grupoformado de cuatro robustos y poderosos militares de brillantes uniformes, bigotazos retorcidos e imponente apostura, me señaló con expresión de triunfo.

—¿Qué traes,
Tourlourou
? —preguntó con fastidio el más viejo de todos.

—Un
crapaud
pescado ahora mismo.

Quiteme el sombrero, y con aire contrito y humildísimo hice varias reverencias a aquellos apreciables sujetos.

—¡Un
crapaud
! —repitió el viejo oficial, dirigiéndose a mí con fieros ojos—. ¿Quién sois?

—Señor —dije cruzando las manos—. Ese señor soldado me ha tomado por un espía. Yo vengo de Escuernavacas a buscar hierro viejo, tengo mi burro en el mesón de una tal tía Fabiana, y me llamo Baltasar Cipérez para lo que vuecencia guste mandar. Si quieren ahorcarme, ahórquenme… —y luego sollozando del modo más lastimero y exhalando gritos de dolor que hubieran conmovido al mismísimo bronce, exclamé —: ¡Adiós, madre querida; adiós, padre de mi corazón; ya no veréis más a vuestro hijito; adiós, Escuernavacas de mi alma, adiós, adiós! Pero yo, ¿qué he hecho, qué he hecho yo, señores?

El oficial anciano dijo con calma imperturbable. Molichard, sargento Molichard, mandad que le encierren en el calabozo. Después le interrogaremos. Ahora estoy muy ocupado. Voy a ver al
Maréchal de Logis
, porque se dice que esta tarde saldremos de Salamanca.

Presentose otro francés alto como un poste, derecho como un huso
[4]
, flaco y duro y flexible cual caña de Indias, de fisonomía curtida y burlona, ojos vivos, lacios y negros bigotes, y manos y pies de descomunal magnitud. Cuando vi a aquel pedazo de militar, de cuya osamenta pendía el uniforme como de una percha; cuando oí su nombre, una idea salvadora iluminó súbito mi cerebro, y pasando del pensamiento a la ejecución con la rapidez de la voluntad humana en casos de apuro, lancé una exclamación en que al mismo tiempo puse afectadamente sorpresa y júbilo; corrí hacia él, me abracé con vehemente ardor a sus rodillas, y llorando dije:

BOOK: La Batalla de los Arapiles
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