La conspiración del Vaticano (15 page)

BOOK: La conspiración del Vaticano
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—Tenía la esperanza de que, con el ambiente adecuado, cambiara de actitud, pero no lo ha hecho. Es algo que tenemos que aceptar. Los tres.

Júpiter miró por el estrecho escaparate hacia la calle. Cristoforo dobló la esquina con la Via del Governo Vecchio y desapareció.

—¡Se va! —dijo, insistente—. ¡En la ciudad no podremos volver a encontrarlo! —su desamparo le enfurecía tanto como la dulce terquedad de la muchacha.

—Nos encontrará cuando lo crea necesario.

—Sí, sí, eso suena muy bien, y ahora siento un suave calorcillo en el corazón pero, ¿qué tal si somos un poquito realistas para variar? Ese hombre sabía algo que nosotros deberíamos saber. Si alguien descubrió esa plancha antes, si alguien la conoce, aunque solo sea dentro de un reducido círculo de personas, entonces se preguntarán por qué no se encuentra con las restantes dieciséis encontradas en la iglesia. Alguien hará las preguntas adecuadas hasta llegar, más tarde o más temprano, hasta las puertas de esta tienda y, ¿qué les dirás entonces? ¿Que solo lo cogiste prestado para hacer un par de copias?

—En lo que a eso respecta, puede que tengas razón —replicó ella, sin adoptar en ningún momento un tono defensivo—. Sin embargo, no obtendrás de Cristoforo más que ninguna otra persona —se colocó con la espalda contra la puerta y le miró, enérgica y decidida—. Esa es la diferencia entre tú y yo, Júpiter. Tú solo te has preocupado siempre por el arte, nunca por las personas que hay detrás.

—Y tú has desarrollado amplios conocimientos de la naturaleza humana en los últimos diez años, ¿no?

—No —repuso ella rápidamente—, ya los tenía por aquel entonces. Por eso acudí a ti aquella noche. Yo sí que sabía lo que tú querías, solo que tú nunca has sido capaz de reconocerlo.

Él la miró con la boca abierta, como un colegial al que le acabara de reprender su profesora.

Coralina se apartó de la puerta, rodeó a Júpiter contoneándose y se marchó entre las librerías rumbo a la escalera.

—Deja a Cristoforo en paz —dijo sin volverse—. Ya fue suficientemente malo traerle hasta aquí. Fue un error... pero gracias a él he aprendido algo, ¿verdad?

Júpiter la siguió con la mirada mientras subía los peldaños, después volvió la vista a la calle vacía, luego de nuevo a la escalera, y escuchó los delicados pasos de la joven sobre los escalones de madera.

Había conocido a Miwa en una subasta en Reikiavik, cuando Islandia se encontraba rodeada y cubierta por un manto de nieve de un metro de altura. Ella, la encantadora japonesa dos años más joven que él, que sin embargo parecía diez años más joven (lo que, según pensaba él ahora, siendo francamente optimista, la igualaba con Coralina, una idea que hacía que le temblaran las piernas), y él, el confiado buscador de obras de arte que, a pesar de no llevar en el negocio tanto tiempo como la mayoría de sus rivales, contaba con una considerable cuota de éxitos. Miwa era astuta y calculadora, algo que él había sabido desde la misma tarde en que la conoció, cuando ella intentaba descubrir sus progresos en la búsqueda de un conocido objeto procedente de Bruselas. Al principio, él había creído que ella se lo llevaría a la cama solo para tirarle de la lengua, pero finalmente no habían malgastado una sola palabra hablando del tema, ni había surgido ninguna pregunta al respecto. Él se lo había tomado como un cumplido, hasta que tiempo después, de forma aparentemente accidental, le contó que se había acostado con él porque no tenía calzado de invierno y no podía abandonar el hotel. Para entonces, él ya sabía de esa confesión lo suficiente como para entender que la verdad se encontraba en algún punto en medio de los dos extremos. No negaba la posibilidad de que le hubiera seducido por aburrimiento, a pesar de lo despectivo de ese motivo, pero también estaba convencido de que él le había gustado, que incluso le había amado, aunque fuera por un momento. Otros habían tratado de convencerle de lo contrario, demasiado tarde, cuando todo había pasado, pero incluso ahora seguía creyendo en ello, quizá porque quería creerlo.

Miwa le había amado. A su constitución esbelta y desgarbada, su incapacidad comercial, así como a sus frecuentes manifestaciones de inseguridad, que algunos interpretaban como cobardía, y que no eran más que un intento de afrontar las situaciones de una manera racional. Ella lo había amado, sin duda, a él y a su cartera de clientes.

Lo que ahora se preguntaba era a dónde habría ido su tratamiento racional de las situaciones, por qué se había cerrado tan tajantemente a todo análisis, al menos en lo que a Miwa se refería. Sabía que la glorificaba e idealizaba tanto a ella como el tiempo que habían pasado juntos pero, ¿por qué eran buenos los recuerdos de su antiguo amor si, en retrospectiva, no era capaz de decir nada positivo de ellos? Ya había padecido bastante sin tener que examinar y evaluar las pequeñas y grandes desgracias sufridas durante sus dos años juntos. Le parecía innecesario añadir más hilos a un tapiz que quizá le mostrara hasta qué punto Miwa le había engañado y utilizado.

Sin embargo, ahora, aparecía Coralina. Ya no tenía quince años, como entonces, y no pasaba una sola hora en que no se preguntara si realmente ella estaba flirteando con él o si, simplemente, esa era su forma de ser y en realidad solo veía en él, como su abuela, a ese amigo y colega comercial un tanto torpe y manipulable. Su intuición le decía que no era ese el caso, que en realidad ella sentía por él lo mismo que antaño, o quizá una variante más madura. Sin embargo, ¿podía confiar en unos instintos que le habían servido tan poco en ocasiones anteriores? Lo más inteligente era ignorar esos arrebatos.

«Soy un mutilado de guerra sentimental», pensó para sí en un ataque de autoexploración masoquista, y eso a pesar de que hasta hacía relativamente poco ese término le hubiera parecido propio únicamente de las brillantes y coloristas páginas de una revista femenina, entre una docena de perfumes con toques de madera y anuncios publicitarios de la industria de la moda. Incluso ahí había llegado a buscar, en los primeros meses tras la marcha de Miwa, hojeándolas en pos de una respuesta a la penosa pregunta de cómo pensaban las mujeres, qué sentían y por qué le hacían ese tipo de cosas a hombres como él. En un determinado momento llegó a sentirse tan miserable, que simplemente compró un gran montón y los fue arrojando después a la papelera con ademanes casi rituales. Durante un par de horas se había sentido mejor, tiempo suficiente como para encontrar un bar y consolarse una vez llegado el siguiente golpe de aflicción.

Aquello quedaba ya en el pasado y ya hiciera un año o hiciera una semana, ahora estaba en Roma, en el proceso de cometer un crimen y, al carajo, eso le hacía sentirse bien. Quizá aquello fuera lo más extraordinario de su dilema.

La mañana siguiente a la desafortunada cena con Cristoforo, Coralina aguardó a Júpiter en la tienda y le llevó a una cafetería cercana en la que tomaron, de pie en la barra, pastelillos y un fuerte café amargo.

—He estado pensando en lo que dijiste —dijo ella levantando su taza.

—¿Y bien? —preguntó él mientras trataba inútilmente de limpiarse el pegajoso glaseado de los dedos con una servilleta de papel. Llevado por la necesidad, terminó ayudándose del interior de su abrigo.

—Sigo pensando que te equivocaste juzgando a Cristoforo —repuso ella.

La afirmación de la joven no sorprendió particularmente al investigador.

—Sin embargo, puede que yo haya sido demasiado descuidada —continuó ella, para asombro de su acompañante—. Es decir, tú eres el experto...

—No soy contrabandista.

—No, pero sabes cómo debería comportarse alguien en una situación así. En quién se debe confiar y en quién no.

—¿Y eso qué significa?

—Hoy voy a tratar de averiguar algo más sobre esa Casa de Dédalo a la que Cristoforo hacía referencia. Quizá encuentre algo en internet.

Júpiter asintió, pensativo.

—¿Y Cristoforo?

—Sé dónde vive.

—Pensé que era un «sin techo».

—La mayoría de los vagabundos tienen en alguna parte un lugar en el que guarecerse. En el caso de Cristoforo, son las ruinas de un antiguo
palazzo
, en el corazón del Trastevere.

Júpiter conocía bien ese barrio. Antiguamente había sido el barrio más humilde de Roma, pero después, gracias a un puerto ya olvidado, había experimentado un gran crecimiento. Actualmente se había convertido ya en un barrio residencial exclusivo en el que un par de docenas de restaurantes de lujo pujaban por la clientela. El que, a pesar de ello, hubiera sido capaz de conservar su carácter popular era tan solo uno más de los pequeños milagros de Roma, donde la contemplación nostálgica y el espíritu cosmopolita se mezclaban continuamente.

—No sabía que en el Trastevere todavía quedara algo remotamente parecido a ruinas —dijo él.

—Ya no muchas —repuso Coralina—, pero hay un par de edificios en los que los derechos de posesión no están demasiado claros, y mientras los propietarios no sean capaces de ponerse de acuerdo, algo que previsiblemente puede tardar mucho tiempo, no se convertirán en hoteles o en apartamentos de lujo. Hasta entonces, Cristoforo dormirá bajo techo.

—Bien, pues entonces, vamos para allá.

Ella negó con la cabeza.

—Yo no voy contigo.

—¿Por qué no?

—Si quieres intentar averiguar algo de Cristoforo, es cosa tuya. No tiene nada que ver conmigo.

—¿Qué crees que pretendo hacerle? ¿Arrancarle las uñas?

La joven apartó la mirada.

—Es cosa tuya.

—Vamos, Coralina, ¿por quién me tomas?

—Haz lo que consideres oportuno, pero sin mí.

—Nunca le tocaría un pelo.

—Me alegro de oírlo —ella hizo ademán de volverse para abandonar la cafetería, pero Júpiter le agarró rápidamente la muñeca, delicadamente, pero con firmeza.

—Escúchame —dijo él—, pareces tener una imagen de mí que no...

—Barcelona —le interrumpió ella con suavidad—, hace año y medio... Anoche hablé con la Shuvani.

Él la miró, atónito.

—Por el amor de Dios, pero ¿qué te ha contado?

Por supuesto no obtuvo ninguna respuesta. Quizá era inevitable que Coralina terminara enterándose de aquello. Simplemente se preguntó por qué la Shuvani había elegido precisamente ese momento, en medio de una situación como aquella, para contárselo.

—¿Quieres oír mi versión de lo que pasó? —le preguntó.

—De acuerdo —contestó, asintiendo, tras dudar un segundo.

Júpiter buscó unos instantes un punto en la historia que pudiera servir como comienzo, pero no encontró ninguno que llegara a embellecer los acontecimientos, por lo que empezó por lo que él terminó creyendo el único principio posible. Con Miwa, por supuesto.

—Me acababa de dejar. Nunca había sido un gran bebedor, y la idea de ahogar las penas en alcohol me parecía un cliché propio de las antiguas novelas policíacas, como las de Sam Spade, Philip Marlowe, de ese tipo... ya sabes. Cuando Miwa desapareció con todos mis archivos, mis disquetes y mis discos duros, me encontré de repente con un único encargo, y solo porque entonces me encontraba justo en medio de mis investigaciones y tenía en la cabeza los principales datos. Pensé que sería bueno para mí distraer la atención, o al menos eso es lo que siempre dice todo el mundo, por lo que cogí un vuelo a Barcelona, quedé con algunas personas en un bar, les dejé que me emborracharan y que me tomaran el pelo. Yo andaba tras la pista de una de estas estilizadas figuras femeninas de cerámica, la representación de una gran diosa que siempre aparece en las portadas de todos esos libros feministas sobre matriarcado. Caderas anchas, grandes pechos y sin rostro —negó con la cabeza, casi incrédulo—. Quiero decir, ¿te has parado a pensar por qué se adoraba a ese tipo de figuras femeninas? El movimiento de emancipación nos ha echado siempre en cara a los hombres que os tratamos como meros objetos sexuales pero, ¿qué imagen de sí mismas imprimen en sus libros y en los membretes de su papel de cartas? La de una mujer sin cara, solo sexo, solo una máquina de parir —se rió con amargura—. Es una de las grandes paradojas de nuestro tiempo, ¿no crees?

Coralina sonrió con complicidad y sacó un bono regalo para dos cafés de su monedero.

Él respiro hondo y prosiguió:

—Me habían hecho falta dos meses para conseguir esa cita en el bar del hotel, y créeme si te digo que yo quería creer lo que me estaban contando. Por supuesto entendieron en seguida en qué estado me encontraba. Nunca he sido un actor particularmente bueno, y aquella tarde yo estuve, en realidad, tres escalones por debajo de mi peor media. En pocas palabras, me metieron tal cantidad de vodka y whisky en el cuerpo que decidí presentarme en la dirección que me habían dado aquella misma tarde. Allí se supone que debía vivir la mujer que había encargado el robo de la estatua de mi cliente.

Enmudeció durante un momento y observó la expresión de Coralina, tratando de descubrir lo que ella esperaba de él.

¿Una disculpa? ¿Una ligera modificación de los acontecimientos que le hiciera más fácil volver a confiar en él?

Júpiter decidió, en su lugar, decir la verdad.

—La mujer me abrió la puerta. Ya no era joven, tendría unos cincuenta años, aproximadamente. Era una traficante de arte rica y sin escrúpulos, de la peor clase posible, o al menos eso me habían contado, y yo estaba demasiado borracho como para indagar al respecto. Más tarde descubriría que era la viuda de un armador taiwanés sin el más mínimo interés por el arte. Sin embargo, aquella tarde, ante esa puerta, borracho como una cuba y desesperado de dolor por culpa de Miwa, vi en ella solo lo que quise ver, mi contrincante en la lucha por la maldita estatua. La gente ha dicho después que porque ella era asiática, yo vi en ella a Miwa y que por eso la mandé al hospital, pero no es cierto. De haber sido así, me habría puesto de rodillas ante ella y me habría terminado de poner en ridículo delante de todo el mundo, pero pasó justo lo contrario. Todo lo que pensé fue que esa mujer poseía la estatua, que yo debía devolvérsela a su propietario y hacerme así con una buena cantidad de dinero que me permitiera vivir, reequipar mi oficina y quizá empezar de nuevo, casi como una hora cero después de Miwa. Yo estaba borracho como pocas veces en mi vida, pero no podría asegurar que no fuera del todo responsable de mis actos. En lo más profundo de mí sabía exactamente lo que hacía, y en aquel preciso instante aquello era precisamente lo que quería hacer. La molí a palos mientras ella seguía asegurando que no sabía qué era lo que yo quería, y cuando finalmente llegó la policía y me detuvieron, yo seguía pensando que me mentía. Hasta que vi que el comisario responsable era uno de los hombres del bar del hotel. Detuvo los procedimientos y me metió en el siguiente vuelo a casa. Él había conseguido lo que quería: la estatua seguía encontrándose en su territorio y yo salía en libertad sin cargos. Nadie pudo destrozar mi reputación más a conciencia que yo. Después de eso, Miwa solo tuvo que hacer su parte: hacer pública la historia.

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