La conspiración del Vaticano (11 page)

BOOK: La conspiración del Vaticano
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—¿Cuándo estuvo ella aquí por última vez?

—¿No la estarás buscando? —repuso el enano disgustado, arqueando una ceja.

Júpiter negó con la cabeza quizá demasiado precipitadamente.

—No, pero se llevó un montón de cosas que me pertenecían.

—Hará unos ocho meses desde la última vez que la vi —repuso Babio, aparentemente satisfecho con la respuesta de Júpiter. Pensativo, pasó uno de sus diminutos dedos por el labio leporino de su gigante de piedra y lo apartó lleno de polvo—. Tenía buen aspecto —y añadió arqueando los hombros—, al menos desde mi monitor de vigilancia.

—¿Estaba sola?

—¡Júpiter, por el amor de Dios!

—No estoy celoso, solo tengo curiosidad.

—Eso espero. Lo que me escribías en tu carta no era agradable de leer.

—La carta... —Júpiter suspiró—. Eso fue un error.

Poco después de la desaparición de Miwa, preso de la desesperación, había enviado cartas personales a sus principales colaboradores, en las que describía de forma muy burda la manera en la que su ex pareja le había dejado en la calle. En el fondo, él sabía que esa no era la forma correcta de actuar, pues en el mundillo estaba muy mal visto mezclar los asuntos personales con los profesionales. Aunque en sus cartas tocaba muy por encima la cuestión de la traición de Miwa, había sentado muy mal, y solo había logrado facilitarle a ella la tarea de desacreditarle. El mal de amores puede llevar a un hombre a cometer las mayores estupideces, y lamentablemente Júpiter no había sido ninguna excepción a la regla.

—Mejor hablemos de otra cosa —sugirió.

—Como quieras —repuso Babio con generosidad—. Aún no me has dicho por qué estás aquí.

Júpiter asintió y extrajo la taleguilla de cuero del bolsillo de su abrigo. Desató el cordón y dejó caer el fragmento de cerámica sobre la mano.

—¿Sabes lo que es?

Babio tomó el pedazo entre los dedos pulgar e índice con cuidado, casi con veneración, y lo observó desde todos los ángulos.

—Vamos a mi despacho.

Llevó a Júpiter hasta una escalera situada tras una puerta que apenas podía verse escondida por el cráneo de piedra. Subieron al siguiente piso, atravesaron un pasillo sencillo y entraron finalmente en un cuarto con chimenea forrado en madera de teca. En una esquina se encontraba un armario de exposición para armamento con media docena de escopetas de caza. Júpiter dudaba de que Babio las hubiera utilizado alguna vez, de la misma manera que las poderosas cornamentas de alce colocadas sobre la chimenea provenían, sin lugar a dudas, de otras manos. Frente a ella, yacía una piel de oso, incluida la cabeza, de mandíbulas abiertas.

De no haber sabido que Babio era un apasionado bebedor de café, Júpiter habría jurado que olía a té aromático. Posiblemente el aroma estaba impregnado en el revestimiento de madera de las paredes que, con seguridad, Babio habría hecho traer desde Inglaterra.

El enano dejó el fragmento sobre una pequeña mesa de luz, dirigió la luz de un foco colocado en la parte superior y sacó de un cajón una gran lupa. Observó detenidamente el pedazo de cerámica desde todos los puntos de vista posibles, murmuró para sí palabras incomprensibles y finalmente alzó la vista desde el borde de la lupa hacia Júpiter.

—¿De dónde lo has sacado?

—No me lo preguntaste antes, Babio, y no queremos romper una tradición tan querida, ¿verdad?

El enano gruñó algo y volvió a concentrarse en la pieza.

—Yo creía... —empezó Júpiter, siendo inmediatamente interrumpido por Babio.

—Creías que habías encontrado un fragmento del disco de Festos, pero después comparaste uno y otro y te diste cuenta de que debía de ser otra cosa.

Júpiter asintió de mala gana.

—Los símbolos más grandes son muy parecidos a los del disco.

—Minoicos, eso pienso yo también —murmuró Babio—. Como mínimo son de la misma época y de culturas similares.

—¿Y las inscripciones más pequeñas? —Júpiter señaló los dibujos finos e ilegibles entre los antiguos jeroglíficos.

—Se grabarían después —afirmó Babio—. No son particularmente artísticos. Quienquiera que los hiciera, no guardaba demasiado respeto al tesoro que tenía entre manos.

—¿Puedes determinar cuándo se realizaron?

—Solo aproximaciones. Entre los siglos XVI y XIX, diría yo. Hoy en día la gente es demasiado sofisticada como para destrozar tan precipitadamente un objeto de semejante valor —Babio sonrió con astucia—, porque es su valor lo que te interesa, ¿verdad?

—¿Y a quién podría venderle algo así?

—Oh —repuso Babio—, a mí, por ejemplo.

Júpiter negó con la cabeza.

—Tú nunca me has comprado nada tan rápido.

—Hay una primera vez para todo, amigo mío. Para todo.

Júpiter se sentó sobre el borde del escritorio.

—Las cosas no funcionan así y lo sabes. No eres ningún marchante de patio trasero, Babio. No estarás intentado darme gato por liebre de una forma tan tosca...

—¿Por qué debería mandarte a otra persona? —el enano volvió a mirar por la lupa—. Es una pieza única, de hecho. En el mercado libre, como pieza suelta, no vale mucho, pero yo podría pagarte una suma considerable.

—Primero háblame un poco sobre la pieza.

El enano balanceó su desproporcionada cabeza con pesar.

—Hablar, hablar —se quejó, y miró a Júpiter con ojos penetrantes—. ¿Qué es lo que me puedes contar tú a mí sobre la pieza?

—Nada que te ayude.

—Por supuesto que no —rio Babio con disimulo—. Ni lugar de origen, ni propietario, nada de nada. Así son las cosas, ¿no? —gimoteó sobreactuando—. Así son siempre las cosas.

—¿Y bien? —la voz de Júpiter reveló un toque de impaciencia.

—Sobrentiendo que no me vas a pagar nada por mis esfuerzos —una afirmación seca, que Júpiter respondió con un asentimiento.

—Te he hecho más de un favor, Babio, y lo sabes.

—Te cobras las viejas deudas, ¿eh?

—Si así lo quieres, sí.

—Tisk, tisk, tisk —el marchante chasqueó la lengua—. En qué mundo vivimos.

—No será un lugar peor por eso más que porque tratemos de estafarnos los unos a los otros.

—Tu impaciencia ha sido siempre tu gran defecto, joven.

Júpiter dejó escapar una sonrisa amarga.

—Si me lo pides por favor, te enseño otro par más.

—¿Como por ejemplo tu incapacidad para juzgar a la gente? —preguntó Babio sin asomo de humor—, ¿o tu falta de valor?

—Alguien que se pasa la mayor parte del tiempo atrincherado en su mansión no debería hablar tan alegremente de la falta de coraje de los demás.

Babio decidió acabar con el tema y siguió atentamente con el dedo índice el trazado de un símbolo del pedazo de arcilla.

—Como mínimo tres mil años de antigüedad. Cerámica vidriada. Las marcas se añadieron mediante una técnica primitiva de impresión.

—¿Alguna idea de lo que podrían significar?

Babio agitó la cabeza en ademán negativo.

—¿El fragmento venía con algún apéndice? Porque es como si te diera media página del Antiguo Testamento y tú tuvieras que leer algo sobre la crucifixión de Jesús.

—¿Entonces no hay ninguna posibilidad de descubrirlo?

El enano se encogió de hombros.

—Alguien que entendiera del tema no necesitaría la secuencia completa de símbolos, quizá ni siquiera la mitad, pero esto de aquí —achinó los ojos para calcular el volumen del fragmento —probablemente no sea más que una sexta parte. Definitivamente, es demasiado poco.

—¿Y el otro texto? ¿Las inscripciones más pequeñas? ¿Se hicieron después de que el pedazo se rompiera o son también parte de algo más grande?

Babio examinó el borde del fragmento.

—Las líneas siguen por encima de la brecha. Creo que podemos asegurar con relativa seguridad que el disco estaba completo cuando se grabó el texto.

Júpiter asintió, pensativo. Aquello confirmaba sus propias averiguaciones sobre la pieza.

—¿Crees que se trata de una escritura regular o de un código?

—¿Cómo que un código? —exclamó Babio arqueando las cejas— ¿Qué es lo que ocultaría?

—Buen intento —respondió Júpiter sonriendo sarcásticamente.

—Lástima —el enano dejó la lupa a un lado y revolvió en el cajón de su escritorio—. ¿Me permites que le saque un par de instantáneas? Quizá se me ocurra alguien que pueda ayudarnos. Porque imagino que habré acertado en la suposición de que no querrás dejar esta magnífico ejemplar aquí conmigo, ¿verdad?

Júpiter no estaba seguro de si sería una buena idea dejar en circulación fotos del fragmento. Alguien podría encontrar alguna conexión entre él mismo, la pieza, Coralina y el hallazgo de las planchas. Por otra parte, comprendió que, por el momento, Babio era su única oportunidad de descubrir algo al respecto.

—Haz las fotos —dijo tras unos instantes—, pero hazme el favor de meditar a fondo a quién se las enseñas.

El enano sacó una cámara Polaroid del escritorio y realizó numerosas tomas del fragmento.

—¿No eres un poco demasiado medroso?

—Solo responsable.

Babio se rió con suavidad y pulsó un par de veces más el disparador. No tardó en tener frente a él cinco imágenes en las que se podía apreciar la silueta de la pieza.

Júpiter tomó el original, lo metió en el saquito de cuero y lo guardó en el bolsillo de su abrigo.

—¿Cuándo crees que sabrás algo más?

—Puede que nunca, puede que mañana. Te llamaré.

Júpiter le entregó una de las tarjetas de visita de Coralina.

Babio echó un vistazo a la dirección y después le miró con una sonrisa picara.

—¿Vives con la vieja o con ella?

—No quiero confundir tu genialidad con detalles innecesarios, Babio.

El enano guardó entre risitas la tarjeta en un bolsillo de su traje.

—Bien, bien, bien —concluyó—. Te llamaré, te lo prometo. ¿Encontrarás el camino solo?

—Seguro que sí —Júpiter estrechó la diminuta mano del enano y se marchó por el pasillo.

Tras él, oyó al marchante murmurar, esta vez con voz ronca, la misma cantinela: «Quisiera ser tan alto como la luna...».

Júpiter colocó la taleguilla de cuero en lo más profundo de su bolsillo y abandonó la casa.

Después de llevar a hacer la copia de la silueta de la llave, Coralina se fue de nuevo a la iglesia. Ya no era solo curiosidad lo que la impulsaba. El recuerdo del torbellino que había provocado su descubrimiento le provocaba más bien angustia. Cuantos más especialistas tomaran interés en el hallazgo, más grande sería el peligro de que, antes o después, alguien tropezara con algún indicio de la existencia de una decimoséptima plancha.

¿Había sido en realidad lo suficientemente prudente cuando había sacado una pieza tan valiosa de la iglesia? ¿Podía estar realmente segura de que nadie la había visto?

Coralina no quería hablar con Júpiter de sus miedos, porque temía que él hiciera la maleta y se marchara. Todavía le necesitaba, no solo para que averiguara el valor del fragmento y de la plancha, sino también como contrapunto a la precipitada e incontrolable determinación de la Shuvani.

En el lugar frente a la iglesia en el que esa misma mañana estaba aparcada la limusina, había ahora varios taxis. La multitud de la puerta, no obstante, había crecido. En las últimas horas, especialistas sobre todo y algún que otro turista interesado en el tema cultural habían buscado el camino a la iglesia, y ahora el gentío parecía la cola a la puerta de una discoteca. Al menos dos clases enteras de estudiantes extranjeros correteaban por la Piazza Cavalieri de Malta riendo, incordiando a todo el mundo y armando follón en general, mientras sus profesores discutían con los estoicos guardas de seguridad. Coralina se fijó en que el número de estos últimos había aumentado: mientras que a mediodía había solo dos hombres vigilando la puerta de entrada, ahora había cuatro. En lugar de la banda amarilla de plástico, habían colocado vallas de madera para contener el asalto de los curiosos. Un grupo de viajeros japoneses permanecía en medio de aquel hervidero como una apretada unidad militar, mientras su guía, poco impresionada por el gentío, continuaba con su exposición sobre la fachada del templo.

En las cercanías había aparcado un minibús con matrícula del Vaticano. Coralina supuso que se trataría de expertos traídos para examinar hasta el polvo de la cámara secreta de Piranesi, mota a mota.

La puerta se abrió ligeramente para dejar salir a dos hombres: uno de ellos era Landini, cubierto con una ligera capa de polvo calcáreo que le daba a su despigmentada piel un aspecto aún más blanquecino; el segundo hombre era más mayor, de unos sesenta años, ligeramente encorvado y vestido con un abrigo negro que le cubría todo el cuerpo. Su cabello era gris, y su rostro estaba surcado de una red de profundas arrugas.

Sus ojos, sin embargo, se movían, vigilantes, de un lado para otro, sin permanecer demasiado tiempo enfocados hacia Landini, incluso cuando ambos hombres estaban hablando. En su lugar, sondeaba el entorno, el animado tumulto de curiosos, las reacciones de los vigilantes.

Aunque Coralina solo había visto hasta la fecha al cardenal Von Thaden en fotografía, le reconoció de inmediato. El director de la Congregación para la Doctrina de la Fe no era un hombre querido en el Vaticano. Eran muchos los que preferirían ver a otro sentado en su silla, si bien el Papa en persona le tenía en gran estima. Se consideraba a Von Thaden como alguien conservador y severo, aunque también cultivado y experimentado. Durante su juventud vivió muchos años en el sudeste asiático, y se decía que sus vivencias allí habían forjado la dureza de sus principios.

Coralina no podía hacer otra cosa más que observar a estos dos hombres, sumidos en una conversación manifiestamente acalorada. Permanecían tras la barrera de la entrada, muy cerca el uno del otro para que nadie pudiera escuchar lo que estaban hablando.

Coralina se maldijo por haber ido hasta allí de nuevo. En el preciso instante en que se iba a apartar, Landini la descubrió al mirar por encima del hombro del cardenal. Von Thaden siguió hablándole durante un instante hasta que se dio cuenta de que la atención de su asistente se había desviado en otra dirección. Se volvió para buscar la causa y el joven se inclinó, con la mirada aún fija en la muchacha y dijo algo en el oído del cardenal.

Coralina se sintió extrañamente desnuda cuando ambos hombres clavaron sus ojos en ella, Landini con su sonrisa calculadora, Von Thaden frío y sin expresión alguna.

BOOK: La conspiración del Vaticano
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