La conspiración del Vaticano (8 page)

BOOK: La conspiración del Vaticano
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—Tenía pinta de haber sido un tipo muy listo —masculló la Shuvani. Júpiter detectó un cierto toque de envidia insana en su voz.

—Para su época, Piranesi fue un hombre extremadamente cultivado y supuestamente también muy inteligente —señaló Coralina.

—Lo que nos lleva a la pregunta —repuso Júpiter lentamente, mirando casi con placer en dirección a la Shuvani—, de por qué un genio de las finanzas como Piranesi emparedaría toda una partida de planchas de bronce si las podía haber vendido por muchísimo dinero.

Coralina asintió en silencio mientras la Shuvani extendía un gran paño de cocina y se sonaba la nariz escandalosamente.

Júpiter paseó la mirada por la puerta del jardín y penetró mentalmente en el interior de la casa. Pensaba en la plancha inédita escondida bajo la tienda y en las sinuosas estructuras de la arquitectura utilizada en sus calabozos.

Pensaba en la llave y se preguntaba a qué puerta estaría destinada.

Más tarde, Coralina guió a Júpiter hasta su habitación en el sótano de la casa. Un embrollo de tuberías y cables recorría la parte baja del techo. La joven estaba vestida de rojo oscuro, por lo que destacaba llamativamente entre el blanco de los muros. De las paredes colgaban algunos grabados cuidadosamente enmarcados, si bien la mayor parte del espacio lo ocupaban costosos dibujos realizados en papel milimetrado que Coralina había realizado para sus trabajos de restauración. Eran demasiado grandes para colocarlos en un tablón de corcho, por lo que los había fijado directamente al revoque de los muros con cinta adhesiva. Júpiter admiró en silencio su destreza en el uso del estilógrafo. Entendía por fin por qué el aparejador de Santa María del Priorato le había cedido tantas responsabilidades a una mujer tan joven.

Sobre la mesa de Coralina, descubrió un montón de tarjetas de visita. Cogió unas cuantas, por si durante su estancia en Roma tenía que darle a alguien alguna dirección.

Junto a la mesa de trabajo, un ventanuco daba a la callejuela frente a la casa. Más cartas y panfletos publicitarios aparecían desperdigados por el suelo. Coralina le explicó que la ventana permanecía abierta día y noche, y que el cartero solía utilizarla como buzón. Ella se lo había pedido, para que su correo personal no se traspapelara entre las facturas y catálogos que cada día aterrizaban en casa de la Shuvani.

Llevó a Júpiter hasta la puerta de la habitación de invitados y observó con una sonrisa cómo entraba en ella y miraba a los lados. La muchacha pensó que, al estar a su espalda, él no se daría cuenta, pero se equivocaba. El hecho de que a ella le divirtiera tan abiertamente aquel recuerdo mutuo desconcertó un poco a Júpiter. A la mayoría de las mujeres les avergonzaría, y sin embargo, Coralina sonreía, y aquello le parecía un misterio tan enigmático como el de la plancha de bronce oculta en la tienda de la Shuvani.

—Buenas noches —dijo ella en voz baja mientras cerraba la puerta desde fuera.

Júpiter escuchó sus ligeros pasos alejarse resonando sobre las baldosas del sótano, para después alcanzar los gruesos escalones que la llevaban hasta su habitación y cuarto de trabajo. Durante un momento, el repentino silencio le resultó muy molesto.

Al contrario que en el resto del sótano, la habitación apenas había cambiado. Bajo la única ventana, situada inmediatamente debajo del techo y que daba a un patio interior, se encontraba la cama, lo suficientemente ancha como para dos personas. Aparte de eso había un lavabo y una bañera con las patas en forma de zarpa, hechas en hierro fundido. Las paredes estaban revocadas en blanco como el resto de las estancias del sótano, y sobre ellas había más cuadros, que Júpiter ya conocía de su primera visita, hacía diez años.

Dejó su maleta sobre la pequeña mesa de la esquina y la abrió. El primer pensamiento que vino a su mente fue que toda su ropa parecía la misma, como si la marcha de Miwa no solo le hubiera robado la vida, sino también la variedad de su armario. Frustrado, sacó su neceser de debajo de la ropa y volvió a cerrar la maleta. No sabía por qué había decidido precisamente en ese momento sufrir uno de aquellos repentinos ataques de autocompasión, cuando ya tenía bastantes otras cosas en las que pensar. Como por ejemplo el hecho de que ahora era un criminal.

Se arrojó a la cama con la imagen de la decimoséptima plancha en la retina. Estaba agotado, como siempre después de un vuelo, daba igual lo corto o lo largo que este fuera, pero presentía que no sería capaz de dormirse todavía. Demasiadas ideas flotaban por su mente. El reencuentro con Coralina y la Shuvani, la cámara secreta de la iglesia, el aguafuerte desconocido, el fragmento de arcilla con los símbolos arcaicos... Era demasiado para un solo día.

Una y otra vez se repetían, como diapositivas ante sus ojos cerrados, imágenes de la vida de Piranesi, como si las hubiera experimentado él mismo y estuviera recordando de forma fragmentada los sucesos de entonces: el retiro de Piranesi en las catacumbas bajo la Via Appia, los nombres en los muros de la tumba de Augusto, largamente olvidados, la huida por el laberinto de un pasado que no era el suyo. Ni el de Piranesi, ni muchos menos el de Júpiter.

Comenzó, finalmente, a adormilarse, hasta que cayó en un sueño ligero en el que voces imaginarias penetraban profundamente en su oído. Un crujido de cadenas de acero retumbaba por un mundo irreal de macizos bloques de piedra y titánicos techos abovedados. El grito de un prisionero olvidado llenaba el vacío de este universo subterráneo: era el lamento desarticulado de un loco encerrado en lo más profundo del calabozo.

Cuando Júpiter se despertó, oyó ruidos reales directamente frente a su puerta. Eran pasos ligeros sobre el suelo de baldosas, que durante un momento le hicieron creerse en un
déjà vu
. En su mente vio a Coralina penetrar silenciosamente en la habitación y deslizarse bajo su manta.

Sin embargo, las pisadas pasaron de largo por su cuarto hasta que, poco después, iniciaron el ascenso por las escaleras. Júpiter consultó su reloj de pulsera, apenas habían pasado las tres y media. Probablemente Coralina tendría sed pero, ¿no había una pequeña cocina en el propio sótano? Quizá el frigorífico estuviera vacío.

Júpiter se incorporó trabajosamente y, tras unos segundos de somnolienta desorientación, se dirigió al lavabo. Se había quedado dormido completamente vestido sobre la cama. Notaba los dientes pastosos y la lengua estropajosa por culpa del vino. Revolvió su neceser hasta encontrar un cepillo y dentífrico, y limpió y refrotó su dentadura con ahínco, tratando de eliminar la sensación de repugnancia. Después se lavó la cara y el cuello con agua helada, y finalmente se encontró mejor, aunque completamente despejado.

Tras un instante de duda, decidió seguir a Coralina. Quizá podrían saquear juntos las provisiones de la Shuvani. Cualquier cosa sería mejor que dar vueltas en la cama completamente despierto esperando poder dormirse de nuevo.

El pasillo del sótano estaba oscuro, Coralina no había encendido ninguna luz. Júpiter subió por la escalera y atravesó los dos sombríos pisos de la tienda. La luz de una farola se filtraba a través de una ventana y creaba sombras lóbregas entre las hileras de estanterías. Desde que era un niño, Júpiter había pensado que, por las noches, las librerías son particularmente inquietantes. Todas las historias que aguardaban en la oscuridad, silenciosas y nebulosas, a que alguien las redescubriera, le habían causado escalofríos por la espalda en alguna de las ocasiones en las que se había escabullido, ya caída la tarde, por la biblioteca de su abuelo, en aquellos alborotados fines de semana que para la mayoría de la gente, al alcanzar la edad adulta, desaparecen engullidos por la memoria.

Buscó a Coralina por la cocina, pero no se encontraba allí. En el cuarto de estar, reparó en que la puerta al jardín estaba abierta. Afuera, resonaba el atenuado rumor nocturno de Roma. Al otro lado de las grandes plantas de interior, colocadas en sus maceteros, la pared de la vivienda se teñía con una tormenta de luz azul y blanca reflejada de una ambulancia que, aun con la sirena apagada, pasaba como una exhalación.

—¿Coralina? —su voz era más un susurro que un grito, ya que no quería despertar a la Shuvani.

Esperó una respuesta, pero todo lo que pudo oír fue el barullo de dos gatos en lucha en algún rincón de la vereda entre los edificios.

—¿Coralina? ¿Estás ahí fuera?

Registró atentamente la pequeña terraza. Al cabo se le ocurrió que quizá Coralina se ocultaba detrás de las plantas. No encontró motivo razonable por el cual ella quisiera hacer eso, y además pensó con desagrado en la ridícula estampa que presentaría rebuscando entre ramas y palmeras. Seguramente a la Shuvani se le ocurriría aparecer por la puerta en el momento en que estuviera con la cabeza metida en alguna maceta.

Llamó entre susurros a Coralina por tercera vez antes de descubrir la escalerilla que, oculta entre dos palmeras, llevaba hasta el tejado. Nunca se había podido resistir ante una ocasión de contemplar el paisaje de los tejados de Roma, particularmente teniendo en cuenta que no recordaba haber visto nunca desde las alturas las galas nocturnas de la ciudad.

Mientras subía, los peldaños de hierro gemían bajo sus pies como las cadenas de su sueño. En lo alto, la superficie de tejas superpuestas componían un mirador plano. Júpiter reconoció, sobre la casa vecina, la estructura de un palomar hecho a base de tablones, y detrás, un bosque de antenas oxidadas.

Coralina permanecía inmóvil junto a una verja que le llegaba a la altura de las rodillas, mirando a la calle. Llevaba puesto un camisón ceñido y volvía la espalda a Júpiter. Su cabello negro bailaba al son de una brisa glacial. Júpiter observó la piel de gallina de sus muslos, reluciendo plateada con el resplandor de las farolas. Sin embargo, la muchacha seguía allí, quieta, por lo que quizá el frío de la noche no le molestaba.

—¿Coralina?

Ella no se movió.

Se acercó a la joven y tocó suavemente su antebrazo.

—¿Estás bien?

Ambos saltaron en un respingo involuntario y, durante un instante, él temió que ella perdiera el equilibrio y cayera hacia delante, hacia el vacío. Fue a asirla justo cuando ella daba un brusco paso hacia atrás, en una especie de vértigo debido, a partes iguales, a la sorpresa y al frío del suelo en el que se encontraba, que la subió desde los pies hasta la garganta.

—¿Júpiter? —balbuceó, como si necesitara reconocerle—. Yo... —se interrumpió, miró a su alrededor y agitó la cabeza—. Está bien —murmuró, finalmente—, no pasa nada.

—¿Qué hacías aquí?

Aturdida, buscó las palabras para explicarse.

—Soy sonámbula... Desde hace años.

El miró titubeante la corta barandilla sobre el abismo de tres pisos de altura. Un gato pasó presuroso por el pavimento del suelo.

—Podías haberte matado.

Coralina negó con la cabeza.

—Nunca me pasa nada.

—¿Lo sabe la Shuvani?

—Por supuesto —exclamó ella con satisfacción—. Hace un par de años me obligó a tomar un brebaje que había preparado a saber con qué hierbas. Al parecer, ahuyentaría la «maldición» —añadió, agitando las manos en el aire en una parodia de hechicera.

—¿Y bien?

—Tuve diarrea durante cuatro días.

La risa de Coralina resonaba clara y cristalina por todo el tejado. Júpiter pensó que en su carcajada se vislumbraba resquemor. Quizá era el momento de tomarla del brazo, aunque fuera solo para ayudarla a entrar en calor. Sin embargo, ella se encaminó a la escalera y se marchó antes de que él llegara siquiera a levantar la mano.

—La Shuvani conoce muchas recetas como esas —el susto de volverse a encontrar en el tejado, al parecer, le había afectado mucho—. Todas huelen mal, saben a gatos muertos y no te hacen nada, aparte de cabrearte.

—Te has despertado más veces allí arriba, ¿verdad?

—La mayoría de las veces me vuelvo a dormir y regreso a la cama. Por la mañana me doy cuenta de que he vuelto a marcharme —se encogió de hombros—, pero ya me he acostumbrado. No te preocupes.

Sí se preocupaba, por supuesto, pero no estaba seguro de si debía mostrarlo abiertamente o no. En su lugar, cambió de tema.

—Es preciosa la vista desde allí.

—¿A que sí? —ella permaneció en el tramo superior de la escalera, pero se giró un poco sobre sí misma para observar con ojos soñadores el mar nocturno de luces.

La callejuela que daba a la casa de la Shuvani desembocaba parcialmente en la Via del Governo Vecchio, una avenida larga y curvilínea que acogía las mejores tiendas de segunda mano y anticuarios de Roma. Aunque día a día incontables turistas paseaban por delante de sus escaparates, la calle había logrado conservar su reputación de guarida de secretos. Larga y estrecha, serpenteaba por una de las zonas más antiguas del centro de la ciudad, y era sombría y oscura a pesar del brillante sol italiano. Durante el día, se llenaba de nativos que reparaban sus vespas al aire libre o bebían café en bares diminutos. Por la noche, no obstante, la vida desaparecía de la Via del Governo Vecchio, y tan solo quedaban las veredas desiertas tan propias de las estructuras de las casas viejas.

Desde su posición, Júpiter y Coralina podían ver la calle, a pesar de que a los pocos metros se curvaba y desaparecía de su campo de visión.

—No le gusta que la observen durante demasiado tiempo —dijo Coralina, misteriosa, mientras los ojos de Júpiter recorrían el trazado de la vía—. Le molesta que vean con demasiado detalle lo que se vende en ella y de qué forma lo hacen.

—¿Los tratantes de los que me hablaste trabajan allí?

—En los locales comerciales, no; pero sí en los cuartos traseros y en los desvanes.

Júpiter se decidió y expuso las ideas que le habían estado rondando antes de conciliar el sueño.

—No creo que debiéramos llevar ya mismo las planchas a un tratante. Me gustaría investigar un poco más al respecto.

Ella sonrió.

—No esperaba otra cosa.

—¿Y la Shuvani?

—Somos mayoría —repuso, con un brillo travieso en los ojos.

Júpiter cayó súbitamente en la cuenta de que la joven debía de llevar todo ese tiempo helándose de frío.

—Vamos adentro —dijo, intentando iniciar el descenso por las escaleras.

Coralina le detuvo.

—Espera. Vamos a quedarnos un rato más. Todo esto es tan bonito...

—Te vas a resfriar.

—No seas tan horrorosamente vulgar y corriente.

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