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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

La dama número trece (13 page)

BOOK: La dama número trece
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Se dirigió al dormitorio. No podía olvidar la figura de cera Tendría que llevársela también, eso estaba claro. No sabía por qué, pero era importante para ella. Mucho. La figura le había producido aquel cambio, le había dado fuerzas. Necesitaba guardarla, ocultarla en algún sitio seguro. Si se apresuraba, el hombre de las gafas negras no la encontraría cuando regresara. Ella ya estaría lejos, y a salvo.

Se agachó junto al zócalo. En ese instante escuchó el ruido de una llave y tuvo un sobresalto imaginando que era aquel hombre. Salió del dormitorio, asustada, y comprobó que era Patricio. Por primera vez desde que lo conocía casi se alegró de verle.

—Vengo a despedirme y a darte lo prometido —dijo Patricio sonriendo.

Alzó el puño y la golpeó.

Le habían hecho una visita, pero no le sorprendió en exceso. Casi lo esperaba.

La puerta de la calle estaba abierta, y una simple presión le permitió acceder al interior. Entró con menos cautela de la razonable. En otras circunstancias se habría preocupado mucho más, pero tras experiencias como la de aquella noche, la invasión de su hogar podía considerarse una mera anécdota. Encendió las luces y avanzó en medio del desorden. Los libros esparcidos por el suelo semejaban pájaros muertos. Sus escasos muebles habían sido destripados de cajones y éstos volcados para descubrir la infinidad de papeles inútiles que se adhieren a la existencia como excrementos. El ordenador parecía indemne.

Rulfo creía saber lo que andaban buscando.

Les interesa mucho esa figura.

Sin embargo, más que el motivo exacto del inusitado interés por una figurita de cera, le intrigaba la razón por la cual las damas (si es que se trataba de ellas, y estaba convencido de que era así) se habían visto obligadas a realizar un registro como aquél. Si eran tan poderosas, si podían materializarse en el aire o convertirse en niñas, ¿por qué no eran capaces de recobrar una cosa que les pertenecía? ¿Por qué lo habían amenazado en el teatro y escarbado de esa forma en el basurero de su vida?

Se agachó y empezó a recoger libros. Pensó que era preciso llamar a Raquel y asegurarse de que se encontraba bien. Y tendría que convencer a César de que no siguiera investigando. Se arrepentía de haberle pedido ayuda. Fueran o no una secta, las damas iban en serio, y lo habían demostrado.

De repente, bajo un volumen de Paul Celan, sorprendió unos ojos que lo miraban.

Beatriz, acostada tras un cristal, sonriéndole desde una de las numerosas fotografías que él había enmarcado y guardaba en el altillo del armario. Su repentina aparición le hizo olvidar lo sucedido en el teatro y el estado en que se encontraba todo, incluido él mismo.

Recogió aquel retrato sintiendo que la memoria se encendía en su interior. Los recuerdos nunca desaparecen: tan solo se sumen en la oscuridad; y en ese momento, para Rulfo, volvieron a iluminarse unos ojos húmedos y verdes, las medusas inofensivas de unas manos suaves y una risa como un arpegio de celesta.
Tu hermoso cabello negro, tu dulce mirada verde...

Beatriz, mirándole desde su tersa eternidad.

Fingía olvidarla, pero el viejo dolor regresaba una y otra vez. ¿Qué más debía hacer? Ya le había llorado, ya se había inmolado del todo ante ella. ¿Qué más? Intuía que el dolor, mucho más poderoso que la pasión, carecía de orgasmo, de clímax, de un fastigio último tras el cual pudiera sobrevenir el alivio. La vida podía saciarse de placer, pero siempre estaba hambrienta de dolor.

Observó el altillo abierto, trepó a una silla y guardó el retrato con los demás. Deseaba asegurarse de que estaban todos, pero no iba a hacerlo en aquel momento. Encontró intacta la botella de whisky que había comprado.
Muy atentos, gracias
. La sujetó con las dos manos y sintió la frialdad del cristal. Se acostó sin desnudarse. No abrió la botella hasta otorgarle, con las manos, la tibieza de un cuerpo.

Cuando descolgó, no sabía cuántas veces había sonado aquel timbre.

—Salomón, qué coño te pasa... ¡llevo llamando desde hace horas...!

El sábado se derramaba en la habitación repleto de un sol que desmenuzaba cruelmente su dolor de cabeza.

—Es increíble, te lo juro... Encontré el libro que Rauschen me envió,
Los poetas y sus damas
. He pasado toda la noche leyéndolo... Pero no te adelantaré nada: tienes que venir...

Déjelos fuera.

—¿Salomón?

Deje fuera de este asunto a sus amigos.

—Sigo aquí, César.

—¿Vienes o qué?

—No creo que pueda. Tengo... mucho que hacer... hoy.

Mientras pensaba rápidamente en alguna excusa creíble, escuchó los murmullos de insatisfacción al otro extremo del auricular.

—Pues entonces iremos nosotros... Estaremos en tu casa, aproximadamente, en...

—No, aguarda. Será mejor...

Sabía que un César Sauceda entusiasmado era mucho más difícil de manejar que el de costumbre. Por un momento le horrorizó la idea de que descubrieran el estado de su apartamento. Y conocía de sobra a su ex profesor como para tener la certeza de que, aunque le dijera sin tapujos que no deseaba verlo, haría caso omiso a su grosería y se presentaría en Lomontano con Susana haciendo sonar el claxon. Supuso que lo único que podía hacer (sobre todo en aquel momento, con la cabeza aturdida por la resaca de whisky) era fingir que no sucedía nada.

—Mejor que vaya yo. Dame una hora.

Colgó, se sentó en la cama e inspeccionó el caos de libros esparcidos por el suelo. No iba a ponerse a arreglar nada: se ducharía, tomaría una taza de café caliente e iría a casa de César para intentar convencerle de que no metiera más las narices en aquel estercolero.

Pero antes necesitaba comprobar dos cosas.

Encendió el ordenador, que había instalado en el dormitorio, al igual que la televisión, para dejar más espacio en el comedor para los libros, y entró en la red. Mientras las páginas se cargaban en la pantalla, sacó del bolsillo el papel con el número de teléfono de Raquel y lo marcó desde su móvil. Escuchó la voz en el auricular al tiempo que tecleaba en los buscadores habituales: «Telefónica le informa que el número que ha marcado...». Lo marcó otra vez, con idéntico resultado: Raquel le había dado un número inexistente. ¿Por qué?

De repente, en la pantalla del ordenador apareció un titular.

UN HOMBRE SE QUITA LA VIDA TRAS VIOLAR

Y ASESINAR A SU HIJA DE DIECISÉIS AÑOS.

Abrió la página, leyó el texto varias veces, vio las fotos.

Sintió que el pánico era una sustancia fría inoculada en su sangre.

—Veamos. En primer lugar, un dato muy simple. Como ya os dije, las historias que se narran aquí no están documentadas. No existe ninguna prueba objetiva de que todo esto sea cierto, y me temo que ningún investigador serio se lo creería. Pero, ya me conocéis, yo nunca he sido serio...

—Y que lo digas —apuntó Susana desde la alfombra. Su conjunto de gargantilla de seda, blusa y pantalones negros contrastaba con el colorido de los dibujos persas sobre los que se hallaba reclinada.

Fiel a su costumbre, César había pospuesto la revelación de secretos hasta la sobremesa. Ahora, tras el café, daba continuos paseos de un lado a otro mirándolos por encima de sus gafas azules. El libro que enarbolaba era un volumen sencillo, encuadernado en negro.

—Aquí se describe el encuentro de varios poetas célebres con los seres que constituyeron sus fuentes de inspiración. Pero la idea que otorga unidad a las diversas narraciones consiste en la convicción de que tales encuentros no fueron casuales ni aislados. Muy al contrario: estaban
preparados
por la secta de las damas. Y los seres con quienes se encontraron los poetas eran sobrenaturales. —Susana hizo un mohín de burla en dirección a Rulfo y se rascó una rodilla. César la miró con divertido reproche—. Oh, no saquemos conclusiones precipitadas antes de saberlo todo, querido público... Esta fantasía está muy elaborada, ya lo veréis. El autor afirma que la leyenda de las damas es muy antigua, y que con ella se han tejido muchas leyendas distintas: la de las Musas, las Gorgonas, Diana y Hécate; Circe, Medea, Enotea y otras brujas de los poetas clásicos; Cibeles y Perséfone; la
völva
escandinava, que cabalga sobre un lobo; la bruja renacentista, que monta sobre una escoba; la Lilitu asiria y la Lilith bíblica; la Dama del Lago del ciclo artúrico, la Serpiente Blanca, las brujas de
Macbeth
; la Venus de Ille, de Mérimée; la Lamia de Keats, la Bruja del Atlas de Shelley; la Reina de la Noche, de Mozart, la Alcina y la Melissa de Handel y la Armida de Haydn... Siempre es lo mismo: figuras femeninas poderosas y perversas, relacionadas de alguna forma con el arte. El poeta y erudito Robert Graves fue uno de los primeros en señalar los vínculos de esta leyenda con la poesía en su libro
La diosa blanca
, pero nunca llegó a afirmar seriamente que los poetas estuvieran inspirados por criaturas
reales
, aunque sobrehumanas... No me preguntéis cómo los inspiran: quedaos con la idea de que las damas son seres con la capacidad de impulsar a los poetas a crear. El libro habla poco sobre ellas. Afirma que son trece, en efecto, y que nunca se menciona la última, tal como me dijeron mi abuelo y Rauschen, aunque no especifica la razón de esto. Reciben un número, un nombre secreto y un símbolo en forma de medallón de oro. Los nombres proceden del latín o del griego y recuerdan los de las brujas de la tradición satanista... —Abrió el volumen por una de las páginas marcadas y leyó—: «Baccularia, Fascinaria, Herberia, Maliarda, Lamia, Maleficiae, Veneficiae, Maga, Incantátrix, Strix, Akelos y Saga», que es la número doce, la última que posee nombre...

—Menudos
nombrajos
—dijo Susana.

—Son nombres clásicos de brujas: la leyenda de las brujas surgió a raíz de las damas, y por eso recibieron los mismos nombres que ellas. Ya os comenté que Laura, la mujer que inspiró a Petrarca, era en realidad Baccularia, la dama número uno. Fascinaria, la número dos, inspiró a Shakespeare: fue la Dama Morena de sus sonetos. Se narran también el encuentro de Herberia, la número tres, con Milton; de Maliarda, la número cuatro, con Hölderlin; de Lamia, la número cinco, con Keats; de Maleficiae, la número seis, con William Blake... Así, hasta el de Borges con Saga. Sé lo que estáis pensando: que todo esto es un cuento infantil mezclado con teoría literaria. Yo también lo creo, por cierto. Pero, como dice el poeta, «tiene método».

Susana flexionó las piernas sobre la alfombra. Acababa de encender un cigarrillo de marihuana.

—Resumiendo —dijo—: A lo largo de la historia, unos seres misteriosos, en forma de hermosas mujeres...

—O de hombres atractivos —matizó César—, o de viejos o niños... Pueden adoptar cualquier apariencia, ser cualquier persona...

— ... se dedican a inspirar a los poetas. Muy bien. ¿Y por qué? ¿Qué interés tienen en hacer eso?

—Ése es el nudo gordiano. El gran secreto. Tened en cuenta que la leyenda de las Musas procede de ellas: diosas que otorgaban a los artistas el necesario hálito creativo... Pero... ¿por qué? —La sonrisa de César se hizo extensiva al resto de su semblante.

—Tú ya lo has averiguado —diagnosticó Susana con los dedos hundidos en el pelo. César hizo un gesto ambiguo—. ¡Tú ya lo sabes, maldita sea! —rió ella y le arrojó un cojín desde el suelo.

Se toman esto como un juego más
, pensó Rulfo,
una de esas orgías domésticas que improvisaban los fines de semana con los amigos
.

Él no participaba de la diversión general. Un temor creciente escarchaba su estómago. Comprendía lo que sucedía, sin embargo: gracias a aquella inusitada aventura, César y Susana habían regresado a los viejos tiempos e intercambiaban miradas cómplices, sonrisas, todo el surtido de gestos que configura el lenguaje privado de una pareja que vuelve a sentirse cómoda tras un tiempo de frialdad. Tenía que impedir que se hundieran cada vez más en aquella peligrosa ciénaga.

—Bueno, ¿quieres contárnoslo de una vez? —pidió Susana.

—Calma, no seas impaciente... La clave la hallé en el encuentro de Milton con Herberia, la número tres, «la que Castiga». Os pondré en antecedentes. El poeta inglés John Milton realizó un viaje a Italia en su juventud, entre 1638 y 1639. Eso es rigurosamente histórico. Pero aquí se afirma que, durante su estancia en ese país, entró en contacto con la secta y presenció algunos de sus más extraños rituales. Por cierto que, según este libro, han sido muy pocos los poetas que han conocido la existencia real de la secta. Milton fue uno de ellos. Incluso llegó a contemplar a Herberia bajo la apariencia de una joven toscana llamada Alessandra Dorni. La vio bailar al sol durante uno de aquellos rituales, y esa misma noche

las llamas

asistió a una sesión de castigo en la cueva donde se reunían... Bueno, Susana, ya estás poniendo otra vez cara de incrédula... Te pido tan solo que escuches hasta el final

las llamas danzando ante sus ojos

y luego opines... Os leeré los párrafos donde se describe la sesión de castigo... Preparaos para escuchar lo más extraño que habéis oído jamás...

Las llamas danzando ante sus ojos.

Las llamas, hipnóticas, centelleando como látigos. Como aquel cuerpo asombroso que había visto en la despoblada landa de las afueras de Florencia. Lo habían conducido a través de un campo de centeno hasta unas peñas. Allí, bajo un raudal de plata, se hallaba la entrada. Su guía era un ravenés de diecisiete años vestido con un oscuro donfrón, y tenía el miedo escrito en el rostro. Él —un joven caballero inglés, morigerado, de tersas costumbres— no se encontraba más tranquilo. Había imaginado muchas cosas durante el trayecto, algunas absurdas, otras terribles, pero todas convergían en aquel cuerpo, aquella serpiente de piel humana: Alessandra Dorni. Pese al miedo que sentía, estaba deseando volver a verla.

Le habían prometido que la vería.

Y le habían asegurado, igualmente, que pronto desearía no haberla visto jamás.

Bajaron los peldaños de piedra hasta una espaciosa caverna iluminada por la luz de los pebeteros. El suelo de la entrada estaba cubierto de teselas al estilo pompeyano. Dibujos de gigantes centímanos se alzaban por las paredes hasta el techo. El vasto salón se hundía en la roca. En el centro yacía un ara de piedra oculta bajo paramentos negros y rodeada de cimbreantes llamas. Un espejo de cornucopia decoraba el fondo, y, a ambos lados, sendas escalinatas llevaban a cámaras superiores. Individuos enmascarados y silenciosos formaban el coro. Hacía un frío gélido, y el joven Milton se arrebujó aún más en su capa.

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