Read La dama número trece Online

Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

La dama número trece (9 page)

BOOK: La dama número trece
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—Abuelo, no me aprietes tanto los brazos...

—¿Me has entendido?

—Sí, abuelo.

—Ahora, vete, y vuelve cuanto antes.

No tuvo inconveniente alguno en obedecer la primera mitad de aquella orden. Estaba deseando marcharse. La conducta de su abuelo le atemorizaba. No sabía qué le ocurría, pero solo mirar sus ojos le hacía sentir escalofríos.

Regresó dos horas después. Esta vez el taller estaba abierto. La voz del viejo, desde el fondo, le invitó a pasar. Lo encontró sentado en su mecedora de enea.

—Nadie, abuelo.

—¿Qué?

—Que no ha venido nadie al pueblo, ni ayer ni en toda la semana.

—¿Estás seguro?

—Segurísimo. He preguntado en la pensión, en el hostal... Y fui al bar de la Trocha. Allí lo saben todo. Y no ha venido nadie. Nadie.

No quiso añadir lo que la mayoría le había dicho a continuación, y que él mismo también creía: que el viejo tenía que dejar de beber tanto. Hubiera sido incapaz de decírselo. Amaba con locura a aquel hombre de cerrada barbita cana, calvicie lenta y ennoblecida por la simetría y ojos que parecían, en sus mejores momentos, ventanas abiertas de par en par al mundo que él estaba deseando conocer. Pensó que su abuelo se alegraría con aquella noticia, pero comprobó que no era así: de hecho, parecía más desesperado que antes. Pero, de improviso, su semblante cambió. Sonrió, le guiñó un ojo.

—Me da muchísima vergüenza pedirte otro favor. Si no te apetece, me lo dices y en paz, ¿vale...?

—Vale, abuelo.

—Eres un chavalito maravilloso. Lo que me gustaría es... que pidieras permiso a tus padres para venir esta noche a mi casa. Jugaremos a las cartas, o a lo que quieras... Luego, si no tienes que marcharte pronto, te dejaré la cama y yo dormiré en el sofá... No te molestaré, te lo juro...

—Pero, abuelo...

—Sé que es un plan muy aburrido para ti, pero...

—¿Aburrido, dices...? ¡Es estupendo...! ¡Voy a decírselo a mamá!

No tuvo problema alguno, y lo sabía. Su familia, como todo el mundo en Roquedal, había terminado por comprender que el viejo era inofensivo. Es verdad que su madre no quería saber nada de aquel remoto carpintero de quien solo había recibido una sonrisa, un beso y una buena cantidad de dinero, pero no se oponía a que el niño lo visitara con frecuencia.

Sin embargo, al llegar la hora, un acontecimiento estuvo a punto de arruinar el plan. El grumo de calor que el cielo retenía descerrajó una descarga sobre el mar y arrastró arena y polvo por las callejuelas. El niño tuvo la prudencia de salir antes de lo previsto para que sus padres no se lo impidieran más tarde. Aun así, llovía intensamente cuando llegó al taller. Algo parecido al resplandor de una luciérnaga encerrada en un fanal flotaba en la ventana. El viejo le dejó paso.

—Estás empapado, gurí. Entra y sécate.

Lo primero que le llamó la atención fue que su voz había cambiado. Ya no temblaba, ya no manifestaba miedo ni emoción alguna. Su aliento seguía oliendo a alcohol, pero no más que por la mañana. Y sus gestos eran precisos, rígidos, seguros. Dedujo de todo ello que se encontraba completamente sobrio. Después, mucho más tarde, llegaría a darse cuenta de su error. Pero en aquellos días el niño ignoraba la existencia de estados de embriaguez más allá del temblor, el tartamudeo y la burla; borracheras absolutas que eran como la locura, y podían ocultarse tras la mirada.

El viejo cruzó el taller sin tambalearse ni una sola vez, llegó a su «ermita», iluminada por un par de velas colocadas en botellas vacías, y se sentó rígidamente en su mecedora de enea. Sus ojos miraban al vacío.

—Quítate esa camisa y ponla a secar. Tengo algo de queso, por si quieres matar el gusanillo.

—Acabo de cenar, abuelo.

Durante un rato se miraron en completo silencio con el ruido de fondo de la lluvia, y el niño percibió la extrema palidez del rostro del viejo. Era como si, en el intervalo en que habían dejado de verse, toda la sangre que pintaba su cabeza hubiese escapado por algún orificio. Por fin, le oyó hablar de nuevo.

—Te agradezco tanto que hayas venido... Quería hablar contigo, contarte algo... A decir verdad... —Se inclinó hacia él y sonrió—. A decir verdad, quiero contártelo
todo
. —Hizo una pausa, pero la sonrisa no cedió: parecía incrustada en su rostro como esos adornos que colocaba en los muebles del taller—. Muchas veces me has preguntado si he vuelto a escribir poesía, ¿no es cierto...? Pues te confesaré un secreto... —Tendió la mano hacia la estantería que había a su espalda y sacó un cuaderno de tapas arrugadas—. Esto no se lo he enseñado a nadie nunca. En estas páginas está todo lo que he escrito últimamente... Todo.

El niño estaba a punto de sonreír extasiado cuando se dio cuenta de algo.

Fue una revelación tan violenta, tan adulta, que casi la sintió como una bofetada contra su rostro.

Su abuelo estaba enfermo. Muy enfermo. Y no era que hubiese enfermado de repente, en aquel momento: tan solo había permitido que la densa enfermedad que albergaba se abriese paso, por fin, a través de sus cansados rasgos, sus ojos como torbellinos incomprensibles de luz, sus labios plateados de saliva.

Se quedó paralizado en el asiento. Le pareció que aquel rostro arrugado que estaba contemplando era el de un desconocido, un anciano que hubiese perdido por completo la chaveta, una vieja cabra.
Su abuelo era una vieja cabra, eso era.

—¿Quieres leer un poema de tu abuelo, gurí, el poema que he estado escribiendo desde hace años...? ¡Oh, venga, no me digas que no, chavalín, siempre has deseado leer un poema de tu famoso abuelo Alejandro...! ¿Quieres leerlo...? —Y de improviso, en medio de dos truenos, aquel grito—: ¡Contesta, puñetero! —El niño dijo «sí» sin que sus propios oídos lo oyesen—. Pues aquí está.

El cuaderno no temblaba, pero empezó a hacerlo cuando el niño lo cogió.

—Léelo. Lee mi poema, chaval.

Con trémula cautela, el niño lo abrió por la primera página. No había palabras sino un dibujo torpe ejecutado con lápices de colores: una flor amarilla. En la segunda, un pájaro azul. En la tercera, una mujer atada a las patas de una cama con las piernas abiertas y

las damas

en las siguientes, cabezas humanas con carúnculas rojas emergiendo del cráneo; un rostro de ojos blancos; una niña rubia con las manos amputadas introduciéndose uno de los muñones por

las damas son trece

una muchacha de dientes afilados; un palo de escoba hundido hasta el haz en unos genitales

las damas son trece:

la número uno Invita

borrones, manchas, bocas abiertas; un rostro cubierto de gusanos; un hombre ahorcado; una mujer con el vientre abierto; una culebra deslizándose por el ojo de un bebé

las damas son trece:

la número uno Invita

la número dos Vigila

—¿Te gusta mi poema, chaval?

El niño no dijo nada.

—¿Te gusta mi poema? —insistió el viejo.

—Sí.

—Sigue leyendo. Lo mejor es el final.

Pasó las páginas con rápido aleteo, como el sonido de su propio corazón. Un mundo de locuras coloreadas le abanicó el rostro. La última hoja no pertenecía al cuaderno y estaba suelta. Era la única que se hallaba escrita. Reconoció la caligrafía de su abuelo. Era un poema muy raro. Parecía más bien una lista de nombres.

Las damas son trece:

La número uno Invita,

La número dos Vigila,

La número tres Castiga

La número cuatro Enloquece

La número cinco Apasiona

La número seis Maldice...


La número siete Envenena
—recitaba el viejo, al tiempo que el niño leía, sin un solo tartamudeo, sin un solo error—.
La número ocho Conjura
...
La número nueve Invoca
...
La número diez Ejecuta
...
La número once Adivina
...
La número doce Conoce
. —Se detuvo y sonrió—. Son las damas. Son trece, siempre son trece, pero solo se citan doce, ¿lo ves...? Solo debes mencionar doce... Nunca, ni en sueños, te atrevas a hablar de la última... ¡Ay de ti, si se te ocurriera mencionar a la número trece...! ¿Crees que estoy mintiendo?

Una vieja cabra. Tu abuelo es una vieja cabra
. Hizo un esfuerzo por contestar mientras contemplaba aquel rostro fracturado por la locura:

—N—no...

El viejo se reclinó en el asiento como si la respuesta le hubiese complacido o, al menos, tranquilizado de alguna forma. Durante un instante no dijo nada. La tormenta era el grito de una muchedumbre. Luego volvió a hablar, en un susurro.

—Yo conocí a una de ellas, en París... Mejor dicho,
ella
quiso conocerme. Siempre son ellas las que te eligen. Se llamaba Leticia Milano. Por supuesto, ése no era su nombre, ni su apariencia ésta. —Con un gesto de mago extrajo de algún sitio una arrugada fotografía y se la entregó al niño—. ¿Me ves ahí...? Esa foto fue tomada hace muchos años, en la costa bretona. Ella es Leticia Milano. Podría hablarte mucho sobre esa mujer, pero no lo haré. Solo te hablaré de su mirada. ¿Sabes lo que había en su mirada, gurí...? Lo que acabas de ver en ese cuaderno.
Todo eso
había.

El niño estaba cada vez más asustado. No entendía nada de lo que su abuelo decía, solo sabía que había cometido un grave error al venir aquella noche a su casa. Algo más inquietante que la palidez vagaba por el interior del rostro del viejo, tensando las facciones, haciendo girar los globos oculares, contrayendo las comisuras en breves muecas mientras hablaba.

—Cada dama puede ser muchas mujeres distintas, pero los que hemos pertenecido a ellas sabemos reconocerlas. Llevan un símbolo. Un medallón colgado del cuello. ¿Lo ves...? —Señaló la foto—. Ella llevaba el medallón de Akelos, la número once, la que Adivina... Mira la foto. ¿Cuál es la forma de ese medallón, chaval...?

El niño no apartaba los ojos de la foto. Sentía un helor húmedo en su torso desnudo.

—Parece... un bicho.

—Una araña —precisó el viejo. Volvió a reclinarse en el asiento y emitió una risita—. Tú quieres ser poeta, ¿no ...? ¿A que no sabes lo que es la poesía...? Supongo que en el colegio te dirán que consiste en crear frases bonitas que riman... Pero hace muchos, muchísimos años, un sacerdote depositaba a un bebé sobre un altar, abría su pequeño y redondo vientre como una sandía y, mientras tiraba de su intestino como de un gusanito largo, largo, largo, recitaba «bonitos» poemas... La verdadera poesía es horror puro: te lo dice tu abuelo... —De repente el niño comprendió algo: en la vejez, llorar era mirar como en aquel momento su abuelo lo estaba mirando a él—. No sabes... No sabes lo que
ella
me hizo ver... No tienes idea, chaval... ¿Cómo explicártelo...? Hay dos niveles. —Alzó la mano a la altura de los ojos, la palma hacia abajo, sin temblar—. Uno, el de arriba, en el que vivimos. Pero existe otro más profundo, muy profundo... —El niño siguió el trayecto de la mano en descenso con ojos hipnotizados—. Capas y capas de oscuridad, un subterráneo donde un poema es una cosa de ojos rojos que... —De pronto se detuvo y giró la cabeza—. ¿Has oído eso...? —Se levantó y espió a través de los postigos cerrados. Ahora parecía anegado de horror. Un rayo estampó la luz sobre su rostro tenso—. ¡Prometió que vendría a por mí ...! Quiere mis versos... ¡Te eligen por alguna razón y te siembran la mente de cosas horribles para... para que produzcas un par de líneas...! —Y de repente, encorvándose con la boca muy abierta, gritó. Los alaridos estremecieron al niño de la cabeza a los pies—. ¡Por eso regresé...! ¿Crees que me importa algo este
piojoso
pueblo...? ¡Pero ella está aquí, la vi ayer por esta misma ventana, te lo juro...! Ahora tiene el cabello rojizo y sus ojos son como la noche de invierno... ¡Y quiere mis versos...! ¡Tengo miedo de lo que pueda hacerme! —Se derrumbó en medio de un llanto sin lágrimas, un llanto que era como una máscara de goma que alguien estirara de las mejillas. De pronto alzó la vista—. ¡Niño
mis-ssserable
...! —siseó—. ¡Dices que quieres ser poeta...! ¡Estúpido...!

Le pareció que el viejo se abalanzaba hacia él. Sus nervios se quebraron como un junco, soltó el cuaderno, cogió su camisa y echó a correr. Mientras abandonaba el taller en medio de la noche y la lluvia, escuchó de nuevo su voz. Nunca iba a olvidar la sensación que tuvo en ese instante: como si la conversación continuara, como si no fuera él quien se marchaba o no hubiese sido él la persona a quien el viejo había estado hablando durante todo el rato:

—Debes perdonarme... Te lo suplico, perdóname... Debes perdonarme...

—Al día siguiente, el taller no abrió. Ni al siguiente. Ni al otro. Cuatro días después, unas olas verdes y grandes como espinazos de dinosaurios dormidos trajeron su cuerpo a la playa. Mis padres no quisieron darme detalles, solo me dijeron que había muerto. Pero un amigo de mi edad, que estaba presente cuando lo sacaron, me habló de todo lo que los peces le habían hecho: el color de su lengua y su sangre, la forma en que el mar le había despojado de facciones y hombría. Estuve soñando mucho tiempo con ese cuerpo. Luego lo olvidé. La gente decía que la noche de la tormenta mi abuelo se había emborrachado, había caminado hacia el espigón y se había tirado al mar. No me hacían falta jueces ni guardias civiles para saber que era capaz de haber hecho eso. Más tarde, cuando nos entregaron sus pertenencias, encontré el cuaderno, pero no la fotografía ni el papel suelto con la lista de las damas. Supuse que se había arrojado al mar con ellos. Ahora tú, Salomón, has sido como el mar, y me los has devuelto... Confío en que nos expliques dónde los encontraste...

—Es absurdo —dijo Susana.

Había regresado con un paquete y papel de fumar, pero nadie aceptó su invitación. Entonces se quitó la rebeca, extendió las piernas sobre la alfombra y preparó un cigarrillo de marihuana para ella sola. Fumó en silencio, la cabeza apoyada en un sillón, observando el techo. Las horas de luz se angostaban. Había dejado de llover pero las nubes seguían cercenando el horizonte por encima del parque del Retiro.

—Es completamente absurdo. Seguro que existe alguna explicación racional para lo que le ha pasado a Salomón...

A Rulfo le gustó aquella voz de la cordura. Una hora antes, cuando escuchaba la historia de César, había estado a punto de perder los nervios; pero, al contar su propia aventura (que le parecía más increíble conforme más tiempo pasaba), creyó que el mundo se había vuelto loco de manera irrevocable. ¿Cómo era posible que ambos sucesos, separados por casi cincuenta años de distancia, se relacionaran? Que César hubiese mencionado el medallón con forma de araña y el nombre de Akelos le estremecía, pero no menos aprensión le causaba el hecho de haber encontrado la foto y el papel del abuelo de César en aquella casa desconocida. ¿Qué significaban todas aquellas coincidencias? Agradeció que Susana saliera en defensa del sentido común, aunque estaba seguro de que ni ella misma creía lo que decía.

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