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Authors: Leigh Brackett

La espada de Rhiannon (10 page)

BOOK: La espada de Rhiannon
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Desde el castillete de proa y la plataforma del timonel, los arqueros empezaban a cobrarse víctimas, pero cuando se entabló la lucha cuerpo a cuerpo no pudieron seguir disparando, pues habrían herido a los suyos. El olor dulzón de la sangre invadió el aire; corría tanta, que las planchas de la cubierta se volvieron resbaladizas. Carse vio que los galeotes empezaban a perder terreno y el número de los muertos aumentaba.

Con un impulso furibundo Carse se abrió paso hasta el camarote. Sin duda, los sarkeos estarían ya extrañados de no ver aparecer todavía a Ywain y Scyld, aunque de momento no pudieran hacer nada al respecto. Carse aporreó la puerta, gritando el nombre de Boghaz.

El valkisiano desatrancó la puerta y Carse se precipitó adentro.

—Que salga esa ramera a la plataforma del timonel —jadeó—. Yo te cubriré.

Corrió a tomar la espada de Rhiannon y salió seguido de Boghaz, quien llevaba en brazos a Ywain.

La escala estaba apenas a dos pasos de la puerta. Como los arqueros habían bajado a pelear, no había nadie en la plataforma excepto un atemorizado soldado sarkeo, que guardaba el timón. Un tajo de la gran espada que esgrimía Carse despejó el lugar. Con un pie en la escala, Carse defendió su puesto mientras Boghaz subía para dejar a Ywain de pie donde todos pudieran verla.

—¡Atención todos! —rugió Carse—. ¡Tenemos a Ywain!

No hacía falta decirlo. Para los soldados fue un golpe terrible verla atada, amordazada y en manos de un esclavo; en cambio los rebeldes cobraron nuevo brío, como si hubieran absorbido una poción mágica. Un sordo lamento y un grito de júbilo se alzaron al unísono.

Alguien había encontrado el cadáver de Scyld, y lo sacó a rastras a la cubierta, Al verse ahora doblemente privados de jefes, los sarkeos se descorazonaron por completo. La suerte de la batalla cambió y los esclavos aprovecharon la coyuntura a manos llenas.

La espada de Rhiannon desbrozaba el camino. Luego cortó las drizas donde llameaba el pabellón de Sark, y la bandera del dragón rampante cayó del mástil. Al fin, el último soldado sarkeo cayó segado por los filos fulgurantes.

El ruido y la agitación cesaron de repente, y la galera negra flotó sin rumbo. El sol estaba muy bajo en el horizonte y empezó a levantarse una ligera brisa. Agotado, Carse regresó a la plataforma del piloto.

Ywain, firmemente sujeta por los puños de Boghaz, le siguió con ojos en los que ardía un fuego infernal.

Carse se encaminó a la borda y descansó apoyando la espada en las planchas. Los esclavos, fatigados por la pelea y embriagados por el triunfo, formaron una piña en cubierta, jadeando como una manada de lobos después del acoso.

Jaxart salió después de registrar los camarotes. Apuntando a Ywain con su espada que chorreaba sangre, aulló:

—¡Menudo amante ocultaba Ywain en su alcoba! ¡El engendro de Caer Dhu! ¡La apestosa Serpiente!

Hubo una instantánea reacción entre los esclavos. Al oír aquel nombre se pusieron tensos y alerta, atemorizados a pesar de la superioridad del número. Carse alzó la voz dificultosamente.

—El monstruo ha muerto. ¿Quieres limpiar esa basura, Jaxart?

El aludido titubeó unos segundos antes de volverse para cumplir la orden.

—¿Cómo sabías que estaba muerto?

—Yo lo maté —replicó Carse.

Los hombres le miraron con asombro, como si se enfrentasen a un semidiós. Un murmullo cargado de temor reverencial corrió entre sus filas.

—¡Él mató a la Serpiente!

Jaxart y otro hombre regresaron al camarote y volvieron a salir portando el cadáver. Nadie habló. Los rebeldes formaron un ancho pasillo hasta la borda, a sotavento, y por él pasó aquella forma negra y encogida, sin rostro, envuelta en su manto y capucha. Incluso muerta, era el símbolo mismo del mal.

Una vez más tuvo que luchar Carse contra el miedo frío y cargado de repulsión que le embargaba, contra la convulsión de extraña rabia. Se dominó para no apartar la vista.

El chapuzón sonó con sorprendente intensidad en medio del silencio. En el agua fueron ensanchándose los círculos concéntricos, con leves destellos de luminosidad, hasta extinguirse del todo.

Los hombres recobraron el uso de la palabra. Empezaron a gritar, mofándose de Ywain. Alguien pidió su cabeza, y se habría producido un asalto escalerillas arriba, a no ser por Carse, quien se interpuso blandiendo la larga espada.

—¡No! Es nuestra rehén, y vale su peso en oro.

No se molestó en explicar el significado de sus palabras o cómo pensaba conseguirlo, pero sabía que aquel argumento iba a bastar para contenerlos algún tiempo. Aunque odiaban a Ywain más que a nada en el mundo, por algún motivo no deseaba arrojarla en manos de aquellas fieras, que no dudarían en despedazarla.

Por ello procuró desviar la atención proponiéndoles otro tema.

—Ahora vamos a necesitar un jefe. ¿A quién elegís?

Semejante pregunta no podía tener sino una sola respuesta. Todos rugieron su nombre hasta dejarle aturdido, y Carse sintió un placer salvaje al escucharlo. Después de tantos días de suplicio humillante, era bueno saber que uno volvía a ser un hombre, aunque arrojado a un mundo desconocido.

Cuando consiguió hacerse oír, dijo:

—De acuerdo. Ahora escuchadme bien. Los sarkeos nos darán una muerte lenta por esto que hemos hecho…, si es que nos cogen. En consecuencia, he aquí mi plan: ¡nos uniremos a los corsarios libres, a los Reyes-Almirantes que tienen su guarida en Khondor!

Todos asintieron como un solo hombre, y el nombre de Khondor fue lanzado al cielo por cien gargantas.

Entre los esclavos, los khond eran los más jubilosos; parecían casi frenéticos. Uno de ellos arrancó una larga tira de tela amarilla de la túnica de un soldado muerto, la puso en una driza a modo de pabellón y la izó al mismo lugar donde antes estuviera el dragón de Sark.

A una orden de Carse, Jaxart se hizo cargo de dirigir la galera. Boghaz condujo a Ywain de nuevo a su camarote, dejándola encerrada.

Los hombres se dispersaron, ansiosos de quitarse los grilletes, impacientes por saquear los cadáveres para quitarles las ropas y armas, o por sumergirse de lleno en las barricas de vino. Sólo Naram y Shallah se quedaron, contemplando a Carse mientras daba fin la jornada y se extinguían los últimos rayos de luz solar.

—¿No estáis con nosotros? —les preguntó.

Los ojos de Shallah centellearon con el mismo resplandor extraño que había visto en ellos otras veces.

—Tú eres un extranjero —dijo ella con voz suave—. Extranjero para nosotros, y también extranjero en este mundo. Una vez más te digo que adivino una sombra oscura dentro de ti, que me da miedo, porque la llevarás contigo dondequiera que vayas.

Con estas palabras se volvió, y Naram dijo:

—Ahora regresamos a nuestra casa.

Los dos Nadadores se irguieron durante unos instantes en equilibrio sobre la borda. Estaban libres ya, habían arrojado las cadenas, y les dolía el cuerpo de pura impaciencia. Se tendieron en un salto hacia delante, gráciles, seguros, y luego desaparecieron entre las aguas.

Al cabo de un rato, Carse volvió a verlos mucho más lejos. Jugaban lanzándose como flechas y saltando sobre las olas, o persiguiéndose en fingida competición como suelen hacer los delfines. Al mismo tiempo se llamaban con sus voces dulces y claras, mientras hacían saltar destellos del agua espumeante.

Deimos estaba ya muy alto. Pronto anocheció, y Fobos asomó rápido por el este. El mar se convirtió en un cendal de plata luminosa. Los Nadadores se alejaron hacia el oeste, dejando estelas de luz, trazando un dibujo de líneas de fuego que luego se difuminó poco a poco y acabó por desaparecer.

La galera negra puso proa a Khondor, con las velas henchidas, destacadas en silueta contra el cielo. Y Carse permaneció inmóvil en su puesto, apoyadas ambas manos sobre el pomo de la espada de Rhiannon.

10 - Los Reyes-Almirantes

Los Hombres-pájaro llegaron mientras Carse estaba apoyado en la borda, mirando el mar. El tiempo y la distancia habían pasado sobre la galera. Carse tuvo ocasión de descansar. Ahora llevaba una túnica nueva, estaba limpio y afeitado, y empezaba a sanar de sus heridas. Poseía de nuevo sus adornos, y la empuñadura de su larga espada relucía por encima de su hombro izquierdo.

Boghaz estaba a su lado. Siempre le acompañaba. Apuntó con el índice al cielo, hacia el oeste, y exclamó:

—¡Mira!

Carse creyó ver una bandada de aves a lo lejos. Pero aumentaron rápidamente de tamaño al acercarse, y entonces se dio cuenta de que eran hombres, o semi-humanos, semejantes al esclavo de las alas rotas.

Pero aquellos no eran esclavos, y sus alas de gran envergadura batían con vigor, relucientes a la luz del sol. Sus cuerpos esbeltos, completamente desnudos, tenían un matiz marfileño.

Eran de una belleza extraordinaria mientras bajaban en picado a través de la atmósfera.

Tenían algo en común con los Nadadores. Así como éstos eran los más perfectos hijos del mar, ellos eran hermanos del viento y las nubes, o de la límpida inmensidad del cielo. Como si una mano maestra se hubiese complacido en forjar aquellas dos creaciones distintas a partir de los respectivos elementos, dándoles toda la fuerza y la gracia, a diferencia de la raza humana con su pesadez y su torpeza. Cualidades éstas que son, a fin de cuentas, propias del barro de que procede. En cambio, aquellos seres eran sueños convertidos en realidad corporal.

Jaxart, que actuaba como vigía, les gritó:

—¡Exploradores de Khondor!

Carse subió al castillete. Los hombres se reunieron en cubierta para presenciar la llegada de los Hombres-pájaro, que se aproximaban con rumoroso batir de alas.

Carse volvió la vista a proa. Allí estaba Lorn, el esclavo alado, que solía aislarse a rumiar sus pensamientos sin dirigir la palabra a nadie. Ahora se había puesto en pie, y uno de los cuatro emisarios se dirigió hacia él.

Los demás se posaron en la plataforma, plegando las alas con suave roce.

Saludaron a Jaxart llamándole por su nombre, mientras contemplaban con curiosidad la negra y larga embarcación, así como los rostros patibularios de sus tripulantes. Pero, sobre todo, se fijaron muy atentamente en Carse. Sus miradas interrogantes hicieron que Carse se sintiera incómodo, pues le recordaban los ojos de Shallah y su sobrenatural intuición.

—Es nuestro jefe —les explicó Jaxart—. Un bárbaro de las más apartadas regiones de Marte, pero sabe servirse de sus manos y además no tiene ni un pelo de tonto. Los Nadadores os habrán contado cómo tomó este barco e hizo prisionera a Ywain de Sark.

—En efecto —saludaron a Carse con grave inclinación. El terrícola dijo:

—Me dice Jaxart que todos los luchadores contra Sark son recibidos en Khondor como hombres libres. Apelo, pues, a ese derecho.

—Tu deseo será comunicado a Rold, que preside el Consejo de los Reyes-Almirantes.

Los khond que estaban en cubierta empezaron entonces a gritar sus mensajes, triviales palabras de hombres que habían estado largo tiempo lejos de sus hogares. Los Hombres-pájaro les replicaban con sus voces dulces y claras; luego partieron como flechas, batiendo las alas y elevándose en el cielo azul, cada vez más altos, hasta desaparecer.

Lorn permaneció de pie en la proa, siguiéndolos con la mirada hasta que no fue posible ver nada sino el cielo vacío.

—Pronto arribaremos a Khondor —dijo Jaxart.

Carse quiso volverse para responder; luego, advertido por una especie de instinto, miró de nuevo a proa y vio que Lorn había desaparecido.

En el agua no se veía ni rastro de él. Se había lanzado por la borda sin hacer el menor ruido, y debió hundirse como un pájaro que se ahoga, arrastrado al fondo por el peso de sus alas inútiles.

Jaxart gruñó:

—Ha sido su decisión, y más vale así.

A continuación maldijo a los sarkeos, y Carse sonrió con una mueca que no tenía ninguna amenidad.

—No te preocupes, que ya llegará la hora de zurrarles —dijo—. ¿Cómo fue posible que Khondor resistiese, cuando Jekkara y Valkis cayeron?

—Porque ni siquiera las armas científicas de los nefastos aliados de Sark, los dhuvianos, pueden alcanzarnos allí. Ya lo entenderás cuando conozcas Khondor.

Antes de mediodía avistaron tierra: una costa escarpada, de formidable aspecto. Los acantilados se alzaban casi en vertical desde el mar, y en el interior se distinguían montañas boscosas que formaban como una muralla gigantesca. Aquí y allá, alguna estrecha ría donde se agazapaban los poblados de pescadores, o una granja solitaria pegada a las laderas donde crecían los pastizales. Al pie de los acantilados, una franja de resplandor blanco.

Carse envió a Boghaz al camarote en busca de Ywain. La había dejado con guardia permanente. El terrícola no la veía desde la jornada del motín… excepto en una ocasión.

Ocurrió la primera noche después del combate. Entró con Jaxart y Boghaz a inspeccionar los desconocidos instrumentos que se encontraban en el camarote interior, el que ocupara el dhuviano.

—Son armas dhuvianas, pero sólo ellos saben usarlas —explicó Boghaz—. Ahora ya sabemos por qué no llevaba Ywain una flota de escolta. No la necesitaba, puesto que viajaba a bordo un dhuviano acompañado de su arsenal.

Jaxart contemplaba aquellos artefactos con desprecio y miedo.

—Ciencia de la maldita Serpiente! ¡Deberíamos arrojarlos también al mar, para que no los eche en falta!

—No —se opuso Carse, mientras examinaba aquellos hallazgos—. Si fuese posible descubrir cómo funcionan estos aparatos…

Pronto descubrió que no sería posible sin un prolongado estudio. En efecto, aunque él poseía un aceptable nivel de conocimientos científicos, aquella ciencia era la de un mundo completamente distinto.

Los aparatos que estaba inspeccionando habían sido construidos en base a unos principios científicos originales por completo. ¡Era la ciencia de Rhiannon, de la cual aquellas armas dhuvianas no representaban sino una fracción ínfima!

Carse reconoció, evidentemente, la pequeña máquina hipnotizadora que el dhuviano había intentado usar contra él desde la oscuridad. Era un disco metálico que servía de alojamiento a un círculo de cristales tallados en forma de estrella, y que se hacía girar mediante una leve presión de los dedos. Al ponerlo en funcionamiento emitía una tenue música. El recuerdo que la misma suscitaba le heló la sangre y le hizo soltar precipitadamente el aparato.

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