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Authors: Leigh Brackett

La espada de Rhiannon (9 page)

BOOK: La espada de Rhiannon
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«¡Miedo! ¡Miedo! El viejo terror racial que asedia el alma, el pavor que se acerca silencioso en la oscuridad…»

El sueño, la muerte, le permitirían olvidar el miedo. No necesitaba sino responder a la pregunta hipnóticamente sugerida.

—¿Dónde está la Tumba?

Responde. Habla. Sin embargo, algo encadenaba todavía su lengua. La roja hoguera de la rabia todavía quemaba en su interior, desafiando al brillo de las estrellas cantoras.

Quiso luchar, pero la canción estelar era demasiado fuerte. Se dio cuenta de que sus labios resecos empezaban poco a poco:

—La Tumba, el reducto de Rhiannon…

«¡Rhiannon! ¡El Padre de las Tinieblas que te dio el poder, oh prole de la Serpiente!» Aquel nombre clamaba dentro de él como un grito de batalla. Su furor alcanzó el punto de incandescencia. La gema translúcida en la empuñadura de su espada, ahora olvidada sobre la mesa, parecía reclamar su mano. Dando un salto atrás, se apoderó del arma tomándola por el pomo.

Ywain se echó hacia delante con un grito de sorpresa, pero era demasiado tarde.

La gran joya pareció inflamarse, como si recogiese la energía de las estrellas cantoras y se la devolviese.

La canción cristalina tremoló y quedó rota. El brillo empezó a extinguirse. Había conseguido romper el extraño hipnotismo.

La sangre volvió a correr por las venas de Carse. La espada parecía un ser vivo en sus manos. Gritó el nombre de Rhiannon y cargó de frente, hacia la oscuridad.

Escuchó un alarido sibilante al tiempo que su larga espada se clavaba en el corazón de la sombra.

9 - La galera de la muerte

Irguiéndose lentamente, Carse volvió la espalda al ser que acababa de matar, sin llegar a haberlo visto. Por supuesto, tampoco ahora deseaba verlo. Estaba completamente trastornado, y al mismo tiempo lleno de un extraño júbilo, de una energía acumulada que lindaba con la locura.

Es la histeria, pensó, que se apodera de uno cuando ha aguantado demasiado, cuando los muros se le vienen a uno encima y no hay otra salida sino luchar hasta morir.

En el camarote reinaba un atónito silencio. Scyld tenía la mirada ausente de un idiota, con la boca abierta. Ywain se apoyaba con una mano al borde de la mesa, y asombraba notar en ella tal signo de debilidad, por pequeño que fuese. No apartaba la vista de Carse.

Luego habló con voz apagada:

—¿Eres hombre o demonio, tú que osas enfrentarte a Caer Dhu?

Carse no respondió. No estaba en disposición de articular una sola palabra. A sus ojos, el rostro de ella flotaba en el aire, parecido a una máscara de plata. Recordó la tortura, la humillante esclavitud del remo, las cicatrices de látigo que llevaba en la espalda. Recordó la voz que le había dicho a Callus: «¡Que aprenda!»

Acababa de dar muerte a la Serpiente. Después de eso, sería empresa fácil matar a una reina.

Empezó a avanzar, recorriendo muy despacio la escasa distancia que mediaba entre ambos. Y había algo terrible en la lentitud de aquel movimiento inexorable, en el esclavo furibundo con sus grilletes en las muñecas y la gran espada en la mano, goteando todavía una sangre negra, no humana.

Ywain retrocedió un paso. Su mano se dirigió hacia la empuñadura de su propia arma. No tenía miedo a la muerte. Lo que la espantaba era algo que veía en Carse; quizás el resplandor que arrojaban sus ojos. Era un miedo del alma, no físico.

Scyld profirió un grito ronco, desenvainó su espada y se puso en guardia.

Todos habían olvidado a Boghaz, mudo y acurrucado en su rincón. Pero ahora el valkisiano se puso en pie, moviendo el grueso bulto de su cuerpo con increíble agilidad. Cuando Scyld pasó por su lado, alzó ambos brazos y descargó todo el peso de sus cadenas, con enorme fuerza, de lleno sobre la cabeza del sarkeo.

Scyld cayó como un saco.

Pero Ywain había recobrado ya su amor propio. La espada de Rhiannon se alzó para el golpe fatal, pero ella, rápida como el rayo, desenfundó su propia espada corta y ejecutó una parada, desviando la trayectoria del arma enemiga.

Sin embargo, la fuerza del golpe le arrebató la defensa de las manos. Carse no necesitaba sino asestar otro golpe. Pero, por lo visto, con el primer esfuerzo se había roto algo en él. Carse vio que ella abría la boca para lanzar un grito iracundo pidiendo socorro, y la golpeó en la cara con el pomo de la espada para impedirlo. Ella cayó sin sentido sobre el piso de la cubierta, con la mejilla herida.

Boghaz intervino para retenerle, diciendo:

—¡No la mates! ¡La vida de ella puede valernos la nuestra!

Carse asintió impasible mientras Boghaz la ataba y amordazaba, quitándole además una daga que escondía en el cinto.

El terrícola recordó que ahora eran esclavos; por tanto, lo de recurrir a Ywain de Sark y acometer a su capitán podía costarles caro. Tan pronto como se descubriese lo sucedido, las vidas de Matt Carse y Boghaz de Valkis valdrían menos que un soplo de aire.

De momento estaban a salvo. No habían hecho ruido apenas, y no parecía que hubiese cundido la alarma en el exterior.

Boghaz cerró la puerta del camarote contiguo, como si quisiera condenar hasta el recuerdo de lo que yacía allí dentro.

Luego echó una mirada más detenida a Scyld, que estaba bastante difunto. Tomó la espada del caído y luego permaneció como un minuto sin hacer nada, sino tranquilizarse y recobrar aliento.

Miraba a Carse con un sentimiento nuevo de respeto, en el que se mezclaban el temor y la admiración. Volviéndose hacia la puerta cerrada, murmuró:

—Jamás hubiera creído que podía hacerse. Y sin embargo, acabo de verlo. —Dirigiéndose a Carse, preguntó:

—Invocaste a Rhiannon antes de atacar… ¿Por qué? —Carse replicó, impaciente:

—¿Crees que uno se da cuenta de lo que dice, en momentos así?

La verdad era que ni él mismo sabía por qué había gritado el nombre del Maldito, a no ser que se hubiera convertido en una obsesión para él por tantas preguntas como le hacían unos y otros al respecto. El pequeño truco de hipnotismo del dhuviano había trastornado su mente, sin duda, por espacio de algunos minutos. De todo ello no recordaba sino la rabia inmensa que le embargó… aunque, ¡por todos los dioses!, la verdad era que había aguantado cosas capaces de enfurecer al hombre más pacífico.

Probablemente no era tan extraño que la ciencia hipnótica del dhuviano hubiese fracasado en dominarle por completo. Al fin y al cabo, él era un terrícola, y además producto de otra época muy distinta. Aun así, estuvo muy cerca de conseguirlo…, espantosamente cerca. Ni siquiera deseaba recordarlo.

—En fin, ya pasó. Olvidémoslo. Pensemos más bien en cómo salir de este atolladero.

Todo el valor de Boghaz parecía haberle abandonado de repente.

—Mejor sería poner fin ahora mismo a nuestras vidas, y acabar de una vez —dijo en tono sombrío.

Lo decía en serio. Carse replicó:

—Si opinas así, ¿por qué actuaste para salvarme la vida?

—No lo sé. Por instinto, supongo.

—Muy bien, pues mi instinto me recomienda seguir viviendo todo el tiempo que pueda.

No parecía que fuese a ser mucho tiempo. Pero no era cuestión de aceptar el consejo de Boghaz y arrojarse sobre la punta de la espada de Rhiannon. La sopesó entre las manos, ceñudo, mientras se miraba los grilletes.

De súbito dijo:

—Si consiguiéramos liberar a los galeotes, creo que combatirían a nuestro lado. Todos están condenados a galeras de por vida…, no tienen nada que perder. Podríamos apoderarnos del navío.

Boghaz abrió mucho los ojos, y luego los entrecerró astutamente. Estaba meditando la proposición. Luego se encogió de hombros.

—Supongo que cualquier momento es bueno para morir. Vale la pena intentarlo. Siempre vale la pena intentar algo.

Probó la punta de la daga de Ywain. El acero era fino y resistente. Con infinita habilidad, empezó a hurgar con ella en la cerradura de los grilletes del terrícola.

—¿Tienes algún plan? —preguntó. Carse gruñó:

—No soy ningún brujo. No podemos hacer otra cosa sino intentarlo. —Luego volvió la mirada a donde yacía Ywain—. Quédate aquí, Boghaz. Atranca la puerta, y no dejes que ella se escape. Si las cosas nos salen mal, será nuestra última y única esperanza de salvación.

Los grilletes colgaban ahora, abiertos, de sus muñecas y tobillos. Le costó decidirse a dejar la espada. Boghaz iba a necesitar la daga para librarse de sus cadenas, pero el difunto Scyld también usaba puñal. Carse se apoderó del arma y la escondió bajo su túnica, mientras impartía a Boghaz las últimas instrucciones.

En seguida, Carse entreabrió la puerta lo justo para poder salir. A su espalda se oyó una voz ronca, aceptable imitación de Scyld ordenando a un soldado que se acercase. Cuando se vio obedecida, la voz que remedaba a Scyld agregó:

—Conduce a este esclavo al banco que le corresponde. Luego montarás guardia aquí; la Señora Ywain no desea ser molestada.

El hombre se cuadró para alejarse luego empujando a Carse. La puerta del camarote se cerró de golpe, y Carse pudo oír cómo la atrancaba Boghaz por dentro.

Cruzaron la cubierta y bajaron por la escala. «Cuenta el número de soldados. Piensa en cómo vas a hacerlo.»

No. No lo pienses, o no lo intentarías nunca.

El hombre del timbal, esclavo también. Los dos Nadadores. El cómitre, de pie al extremo más próximo de la pasarela, fustigando a un remero. Hombros en fila, doblados sobre los remos, en continuo vaivén. Hileras de rostros: rostros de ratas, de chacales o de lobos. Chasquidos y crujidos de los maderos. Olor a sudor y agua de sentina. Rítmico, incesante batir del timbal.

Carse fue entregado al poder de Callus, y el soldado giró sobre sus talones para alejarse. Jaxart ocupaba de nuevo su lugar en el banco, acompañado de un flaco sarkeo con trazas de delincuente, que tenía una cicatriz en la cara. Cuando se aproximó Carse apenas si repararon en su presencia.

Callus empujó brutalmente al terrícola para hacerle ocupar el sitio sobrante. Mientras Carse se inclinaba sobre el remo, se agachó para aherrojarle a la cadena principal, sin dejar de barbotar insultos.

—Confío en que irás a parar a mis manos cuando Ywain acabe contigo, ¡carroña! Será divertido ver cuánto aguantas…

De repente, Callus dejó lo que estaba haciendo, y ya no volvió a decir palabra. Carse le había atravesado el corazón con un gesto tan certero, que ni el propio Callus se dio cuenta de lo que ocurría, hasta que dejó de alentar.

—¡Rema! —ordenó Carse a Jaxart con voz apagada. El corpulento khond obedeció al instante, con un resplandor asesino en los ojos. El hombre marcado ahogó una breve carcajada y siguió remando también, con alegría feroz.

Carse cortó la correa del cinto de Callus, de donde colgaba la llave de la cadena principal. Luego, suavemente, dejó que el cuerpo exánime cayese a la sentina.

El hombre del banco opuesto lo vio, como también el esclavo que batía el timbal.

—¡Rema! —repitió Carse; Jaxart asintió con una mirada y todos mantuvieron el ritmo. Pero los golpes de timbal fueron esparciéndose y acabaron por cesar.

Carse sacudió los brazos, dejando caer los grilletes. Su mirada se encontró con la del esclavo del tambor y éste reanudó el ritmo. Pero ya el segundo cómitre corría a popa, dando grandes voces:

—¿Qué ocurre aquí, cerdo?

—Me duelen los brazos —se lamentó el hombre.

—¿Conque te duelen, eh? ¡La espalda va a dolerte, como vuelva a ocurrir esto!

El hombre del banco opuesto, un khond, habló en voz alta y con sorna, al tiempo que soltaba el remo:

—Aquí van a ocurrir muchas cosas más, canalla sarkeo. —El cómitre hizo ademán de abalanzarse sobre él.

—¡Cómo! ¡Nos ha salido un profeta entre los inmundos!

El látigo se alzó y abatió una sola vez, pero Carse ya estaba al quite. Una mano le selló la boca al enemigo, mientras la otra clavaba el puñal. Otro cuerpo rodó rápida y silenciosamente hacia la sentina.

Un rugido feroz corrió por la fila de bancos, acallado en seguida cuando Carse levantó ambos brazos en un gesto de advertencia, dirigiendo la mirada a cubierta. Aún no se había dado la alarma. Los que podían hacerlo no tuvieron oportunidad.

Inevitablemente se rompía el ritmo de la remada, pero esto no dejaba de ser corriente y, al fin y al cabo, el asunto era de la incumbencia del cómitre. Hasta que se detuviera por completo, nadie iba a fijarse. Con un poco más de suerte…

El tambor continuaba su tarea, bien fuese por buen sentido o por hábito. Carse hizo correr la consigna:

—Seguid remando hasta que estemos todos libres de la cadena.

Poco a poco, la remada fue haciéndose más regular. Agazapándose para no ser visto, Carse abrió uno tras otro todos los cerrojos. Sin necesidad de que se les advirtiera, los hombres procuraron quitarse las cadenas en silencio, uno a uno.

Aun así, quedaban por liberar más de la mitad cuando a un soldado ocioso se le ocurrió asomarse a la borda interior y mirar abajo.

Precisamente Carse acababa de soltar a los Nadadores. Vio cómo la expresión del hombre pasaba del aburrimiento a la sorpresa y la incredulidad. De un salto, Carse se hizo con el látigo del cómitre y dirigió un zurriagazo hacia arriba. Pero no pudo evitar que el soldado ladrase alarma mientras la correa se enrollaba a su cuello haciéndole caer al fondo de la sentina.

Carse ganó la escala, vociferando:

—¡Arriba los parias, la carroña! ¡Esta es nuestra oportunidad!

Y le siguieron como un solo hombre, rugiendo como fieras sedientas de venganza y de sangre. Como un caudal incontenible, subieron por la escala esgrimiendo las cadenas. Los que estaban todavía encadenados a sus bancos pugnaban como locos por liberarse.

Tenían la ventaja pasajera de la sorpresa, pues el ataque fue tan inopinado que la alarma sorprendió al enemigo con las espadas aún a medias en sus vainas y los arcos sin montar. Pero no sería por mucho tiempo. Carse no ignoraba que la ventaja iba a ser de muy poca duración.

—¡Pegad fuerte! ¡Pegad mientras podáis!

Armados de cornamusas, de cadenas, o con sus puños desnudos, los galeotes cargaron mientras los soldados se disponían a resistir. Carse con su látigo y su puñal, Jaxart aullando el nombre de «Khondor» como grito de batalla, cuerpos desnudos contra cotas de mallas, la desesperación contra la disciplina. Los Nadadores se movían como pequeñas sombras pardas entre la confusión, y el esclavo de las alas rotas se había apoderado, quién sabe cómo, de una espada. Los marineros acudieron en ayuda de los soldados, pero las profundidades del navío aún no cesaban de vomitar nuevas huestes de esclavos, que salían como lobos de su cubil.

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