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Authors: Anjali Banerjee

Tags: #Narrativa

La librería de las nuevas oportunidades (14 page)

BOOK: La librería de las nuevas oportunidades
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Seguramente ha salido a dar una vuelta. Volverá a casa sana y salva, y todo el mundo se habrá devanado los sesos en vano.

Mientras subo la escalera, una hoja de papel arrugada revolotea y cae al suelo del rellano. Una hoja arrancada o caída de algún libro que recojo. Pertenece a una obra titulada Cómo dejarlo todo atrás y crear una nueva identidad.

21

Dejo la hoja extraviada sobre la mesa del vestíbulo, me abrigo, cierro la librería y me encamino a la playa. La luz del sol se cuela por una rendija en las nubes. Cuanto más respiro este aire salado, más fuerte me siento. Los tejados mojados transpiran a causa del repentino calor y despiden nubes de vaho.

En la orilla, me detengo a recoger conchas marinas y cantos rodados. Los tonos pastel y el elaborado relieve de las valvas rosadas me reconfortan. Hay orden en el mundo natural, patrones que serenan la mente. Me he olvidado de coger el móvil y ni siquiera he encendido el netbook.

Me preocupa la tía Ruma. Me preocupan los hijos de Sanchita. Tiene que volver. El que yo encontrara esa hoja suelta no ha sido más que una casualidad.

¿Por qué iba a desaparecer sin más, dejando atrás a sus seres queridos? ¿Acaso comparte con Robert un ADN similar, una habilidad innata para hacer daño a los demás, cortar en seco todos los lazos que lo atan a otra persona? Y luego nosotros, los abandonados, los rechazados, no tenemos más remedio que recoger los añicos de toda una vida y reconstruirla con lo que queda.

Andado un trecho, avisto una elegante garza posada sobre una roca, inmóvil. La contemplo entre las nubecillas de vaho de mi aliento y me siento sobrecogida por la belleza del momento. Estoy viva, ahora mismo, aquí mismo, compartiendo la Tierra con esta hermosa criatura.

Cuando vuelvo a la librería, Tony está en el despacho, escribiendo a toda velocidad en el ordenador. Sus dedos apenas rozan las teclas. Tiene un aspecto distinto, lleva el pelo de punta y huele a gel fijador de sandía.

—Ven a ver esto. Es la biografía de Connor Hunt padre. En la Wikipedia no hay gran cosa sobre él. Debía de ser bastante celoso de su intimidad. Pero hay una foto suya bailando con una tribu de Nigeria. Fíjate.

Escudriño la borrosa imagen en blanco y negro.

—Apenas lo reconozco con ese tocado tan raro. —Pero tiene un cuerpo para morirse, es puro músculo, hombros anchos. No puedo creer que sienta todo esto por un hombre que lleva años criando malvas.

—Se integró totalmente en la cultura local. —Tony se reclina en la silla y cruza los brazos sobre el pecho—. No hay detalles de cómo murió, solo que fue en África. Sus memorias tuvieron bastante éxito cuando se publicaron, pero hoy por hoy todas las ediciones están agotadas.

—Guardaré nuestro ejemplar para el hijo —comento—. Para cuando vuelva. Seguramente se dará cuenta de que lo dejó olvidado y vendrá a recogerlo a primera hora.

Me dejo caer en una silla. De pronto, me siento agotada. Le cuento a Tony lo de Sanchita y la hoja suelta que he encontrado.

—Es una señal de los espíritus —opina—. Se ha ido para siempre.

—Eso es absurdo —replico.

—Tal vez. —Tony teclea algo en el ordenador y abre una nueva ventana—. O a lo mejor era una señal para ti. Se supone que debes olvidar el pasado y seguir adelante, ¿no?

—Lo siento, tengo memoria de elefante.

A lo largo de toda la mañana, me sorprendo a mí misma buscando a Connor, algo que me molesta. Ya pasé por esto con Robert, solía esperarlo hasta bien entrada la noche.

Justo antes de las once, Mohan entra en el vestíbulo. Lleva a Vishnu de la mano. El pequeño tiene los ojos hinchados, como si hubiese estado llorando. Mohan luce un traje de seda, el pelo peinado hacia atrás, y ha dejado el Mercedes negro con el motor en marcha delante de la casa. Dos siluetas oscuras aguardan en su interior, quizá la canguro y Durga, la más pequeña de los hermanos.

—¡Mohan, pasa! —saludo—. ¿Ha vuelto Sanchita?

Niega en silencio, señalando con la cabeza a su hijo.

—Su mamá ha tenido que irse —dice a voz en cuello—, pero volverá muy pronto.

Asiento con gesto cómplice.

—¿En qué puedo ayudaros?

—Ruma dijo que, en su ausencia, te encargarías tú de la hora del cuento.

—¿La hora del cuento?

Tony se me acerca por la espalda.

—Se trata de leer cuentos a los niños.

—¿Leer en voz alta? —inquiero—. No se me dan demasiado bien los niños.

—Lo hará —afirma Tony.

Los hombros de Mohan se relajan al instante.

—No sabes cuánto te lo agradezco. A Vishnu le gusta mucho escuchar cuentos. Volveré a recogerle en cuanto salga del quirófano.

Antes de que pueda preguntarle nada más, Mohan sale disparado hacia el coche, sube a toda prisa y arranca con un chirrido. Me quedo allí como un pasmarote en medio del vestíbulo, junto a un niño que es un perfecto desconocido para mí. ¿Qué se hace con los niños? Vishnu me mira con evidente escepticismo. No estoy acostumbrada a sentirme examinada por una personita de rostro tan sensato.

—Bueno, me parece que hoy solo estamos nosotros dos —le digo, pero al poco empiezan a llegar más pequeños de la mano de sus padres, uno a uno, hasta sumar un total de siete niños dando vueltas por el salón. El corazón me late con fuerza.

—¿Qué se supone que hay que hacer? —le susurro a Vishnu—. Tengo que leeros un cuento, ¿no? ¿Has hecho esto antes?

Mi interlocutor asiente con solemnidad.

—Lo suponía.

Lo llevo hasta la sala de literatura infantil y empiezo a rebuscar entre la inmensa colección de libros. No sé por dónde empezar.

—¿Beatrix Potter? —aventuro.

Vishnu asiente.

—El señor White, E. B. White?

El pequeño vuelve a asentir.

—A veces la tía Chatterji se pone unas orejas de conejo —insinúa, señalando una caja que hay debajo de la mesa.

—¿A qué te refieres?

—Se pone un disfraz y salta como un conejo.

—¿Que salta como un conejo?

Ni loca pienso ponerme a dar brincos.

—Y también se pone la cola de conejo.

Eso menos aún.

—Y hace ruidos graciosos, imitando a un cerdo o un perro.

Suelto una carcajada.

—Pues yo voy a leer y punto, ¿vale?

Vishnu asiente con un suspiro de resignación.

Llevo unos pocos libros al salón. Los niños están inquietos, parlotean entre ellos y se les escapa la risa. Se han sentado en filas sobre la alfombra, junto a sus padres. Los miro, y el mar de rostros hace que se me acelere el corazón. Tengo las manos sudorosas. El miedo escénico se apodera de mí, pero me armo de valor y me coloco delante de ellos, junto a la chimenea revestida de azulejos.

Se hace un silencio en la habitación.

—He venido a sustituir a mi tía, solo por hoy.

Los niños me escrutan sin disimulo alguno. Un pequeño pelirrojo pregunta:

—¿Dónde está la tía Chatterji?

Todos me miran, expectantes. Tengo la boca seca.

—Volverá pronto, pero hoy no. Venga, vamos a empezar.

Abro El rincón del osito Winnie y empiezo a leer. En un primer momento los niños guardan silencio, pero poco a poco, mientras avanzo en la lectura con tono monocorde, empiezan a susurrar entre ellos. Se remueven en sus sitios. Suspiran. Carraspean.

Leo cada vez más deprisa y más alto. Un niño chasquea los labios. Otro dice:

—Tengo pipí.

Una niña grita:

—¡Quiero que venga la tía Chatterji!

Se me encoge el alma.

Vishnu me observa. Le tiemblan los labios. Tiene los ojos arrasados en lágrimas. Siento ganas de estrangular a Sanchita. Quiero coger al pequeño en brazos y consolarlo.

—Esperad —digo—. Ahora mismo vuelvo, ¿vale? No os mováis.

La habitación se queda en silencio. Vishnu se sorbe la nariz.

Me meto en la sala de literatura infantil. El corazón me late desbocado. ¿Qué se supone que debo hacer? Cualquier cosa con tal de que Vishnu no rompa a llorar, pero ¿qué?

Se me da bien hacer presentaciones para los clientes. Sé dirigirme a un grupo de personas y retener su atención. Pero echo mano de ciertos trucos escénicos, uso un puntero para señalar gráficos y curvas.

Necesito algo de utilería. Rebusco en la caja y encuentro una cresta de gallo, una ridícula cola de burro, dos orejas de conejo y unos pocos títeres. ¿Qué voy a hacer con todo esto? Ya se me ocurrirá algo.

Cojo unos pocos libros de la estantería y arrastro la caja hasta el salón, donde mi público me espera en la alfombra, con las piernas cruzadas y gesto expectante. Tendré que improvisar.

—A ver —anuncio—. Voy a intentarlo otra vez.

Vishnu vuelve a sorberse la nariz. Los chicos se remueven en sus sitios, impacientes.

Abro la edición especial de Perico el conejo travieso, publicada para celebrar los veinticinco años de la creación del personaje. Tomo aire y empiezo a leer.

—Érase una vez cuatro conejitos que se llamaban Flopsy, Mopsy, Cola de Algodón y Perico.

—¡Me encanta ese cuento! —grita una niña, agitando sus rubios tirabuzones.

Para mi propia sorpresa, su reacción me conmueve.

—Vivían con su madre en una madriguera, bajo las raíces de un enorme abeto.

Mi voz fluye por la habitación, cautivando a los niños. Hay una historia de terror subyacente en este cuento engañosamente sencillo, benévolo solo en apariencia, que cuenta las andanzas de un conejo aventurero. El malvado humano, el señor McGregor, da caza al padre de Perico el conejo y lo mata. La señora McGregor cocina una tarta con él. Perico se cuela en el huerto del señor McGregor, se atiborra de verduras y está en un tris de seguir el triste destino de su padre.

A medida que leo, me pongo los disfraces correspondientes y me meto en la piel de cada personaje. Una parte de mí misma me observa desde fuera. Debería sentirme ridícula o humillada, pero las orejas de conejo encajan perfectamente en mi cabeza, y cuanto más actúo, más se ríen los niños. Doy saltitos por la habitación. Los chicos se desternillan. Y la mirada de Vishnu ha cambiado, la imaginación la ha llenado de luz. Soy otra, alguien que nunca fui, o quizá alguien que siempre he sido.

22

Cuando se acaba la hora del cuento, los padres se acercan a darme las gracias.

—No suelen aguantar sentados tanto tiempo —me asegura una madre—. Se te da muy bien.

—Tengo práctica. Suelo hacer presentaciones en el trabajo —le digo.

—Entiendo —replica, mirándome de un modo raro.

Las familias se van marchando hasta que solo queda Vishnu, leyendo tranquilamente en la sala de literatura infantil. Mohan se presenta con más de media hora de retraso.

—Lo siento. La operación se me ha complicado.

—Papá —le dice Vishnu, tirándole de la mano—, ha leído Perico el conejo travieso, ¡y ha sido divertido!

—¿De veras? —Mohan me sonríe y articula la palabra «gracias» en silencio antes de salir apresuradamente con Vishnu en dirección al coche.

Devuelvo los disfraces y los libros a la sala de literatura infantil, los coloco en su sitio. Me siento colmada por una extraña sensación de satisfacción personal, aunque no he hecho más que dar saltitos por la habitación y leer un cuento a un grupo de niños. No he asegurado la cuenta Hoffman ni realizado una hazaña heroica.

—Lo has hecho muy bien —dice una voz temblorosa a mi espalda. Me vuelvo y veo a una anciana ataviada con un vestido anticuado y un sombrero negro, de pie ante mí. Lleva en brazos a un gato blanco de pelo sedoso.

—No la he oído entrar —le digo. Percibo un olor a tierra, a aire fresco, mezclado con un dulce perfume floral.

—Siempre he estado aquí. —Acaricia al gato, que ronronea en sus brazos—. Mis animales me siguen a todas partes. Los quiero a todos, perros, gatos, ardillas. Tengo cuatro mil acres dedicadas a la conservación de la fauna salvaje, y por supuesto mi rebaño de ovejas herdwick, que suman ya veinticinco mil.

—¿Quién es usted? —Su rostro me resulta extrañamente familiar.

La anciana saca una biografía de la estantería y me enseña la foto de la cubierta posterior.

—Parece usted, pero más joven —le digo.

—Preferiría seguir teniendo ese aspecto, pero el tiempo no perdona. Qué se le va a hacer...

—Pero usted no puede ser Beatrix Potter. ¿Acaso es familia suya, una descendiente de la escritora?

—Claro que soy Beatrix. —Deja el gato en el suelo, y la suave criatura blanca se va correteando hasta la estantería, dobla la esquina y se desvanece. Parpadeo una y otra vez, sin dar crédito a mis ojos.

—Esta broma ya ha ido muy lejos —afirmo—. ¿Le ha dicho Tony que lo haga?

La anciana me coge la mano. Noto sus dedos cálidos y firmes.

—A esos niños les ha encantado la hora del cuento.

Me desprendo de su mano y retrocedo en dirección a la puerta.

—Me alegro mucho. Tenía que hacer sonreír a Vishnu. Su mamá no tardará en regresar, y su vida volverá a la normalidad.

—Nada volverá a ser normal. No desde que te has puesto las orejas de conejo.

Beatrix sonríe. ¿Habla de mí o de Vishnu?

—¡Jasmine! —Tony me llama desde el pasillo y asoma por la puerta—. Aquí estás —dice, sin prestar la menor atención a la anciana y su atuendo de otra época—. ¡Ruma está al teléfono!

Me vuelvo, pero Beatrix ha desaparecido.

Salgo corriendo para atender la llamada.

Mi tía suena lejana pero exultante.

—¡Mi queridísima sobrina!

—¿Cómo estás? ¿Dónde estás? —Salgo con el teléfono al pasillo en busca de un poco de intimidad—. ¿Cómo está tu corazón? ¿Has ido al médico?

—No te preocupes por mí. ¿Qué tal van las cosas en la librería? ¿Qué te parece mi apartamento, a que es divino?

—Ay, tía Ruma... ¿Por qué no me dijiste nada de las cosas tan raras que pasan aquí? —Camino de aquí para allá con el teléfono pegado a la oreja—. ¿Cómo es que hay tantas facturas sin pagar?

—¿Tony no te está ayudando? Si no lo hace, hablaré con él. Espera un segundo.

De fondo se oye un estruendo de bocinas y un hombre que grita en bengalí.

—Tía Ruma, ¿por qué me dijiste que yo era la única que podía hacerse cargo de la librería en tu ausencia?

—Porque es cierto. —Mi tía cubre el auricular con la mano y pide un rickshaw a voz en grito. Luego sigue hablando conmigo—. Debo irme. Sigue los dictados de tu corazón. Todos formamos parte de algo más grande que nosotros mismos. Cariño, tengo que dejarte, vamos a coger un tren con destino a Agra. Estamos visitando el país.

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