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Authors: Anjali Banerjee

Tags: #Narrativa

La librería de las nuevas oportunidades (17 page)

BOOK: La librería de las nuevas oportunidades
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—Cuánto lo siento. Tu tía lo echará de menos.

Me viene a la mente el rostro amable y orondo del tío Sanjoy, su gran panza, sus ojos perpetuamente llorosos.

—Yo también lo echo de menos. Era muy bueno con ella. La librería era el sueño de mi tía. Él se dedicaba a sus negocios. En realidad, no vivían en esta casa, sino a unas cuantas manzanas de aquí. La tía Ruma se trasladó a la librería después de quedarse viuda.

—¿No volvió a casarse?

Niego con la cabeza.

—Debe de sentirse sola.

—Tiene clientes y amigos y a mis padres y a Tony. Pero se está haciendo mayor y le falla la salud. Ha ido a India para operarse del corazón.

—Estarás preocupada por ella.

—Lo estoy, pero acaba de llamar para decirme que se encuentra bien. —Suspiro de alivio—. Sé que hay algo más, algo que no quiere contarme. Solo espero que vuelva sana y salva. Adora esta vieja y polvorienta librería.

—No se lo puedo reprochar. Tiene mucho encanto.

Encanto. A lo mejor sí que lo tiene, un poquito.

—Mmm..., ven, te enseñaré el resto de la casa.

Lo guío por las habitaciones, señalando las viejas chimeneas, el papel de pared, los paneles de madera que revisten algunas estancias, en un recorrido por las distintas secciones de la librería.

—Jorge el Curioso —dice, sacando de la estantería un libro ilustrado de cubiertas amarillas en la sala de literatura infantil—. Qué recuerdos.

—Yo también lo leí de pequeña.

Vamos sacando libros, uno tras otro, evocando los cuentos de la infancia.

—Me encantaba Superman, pero no Los Hardy —dice él.

—Yo sí leía las aventuras de Los Hardy, pero no me gustaba Nancy Drew. Tenía verdadera debilidad por esos chicos.

Saco un ejemplar antiguo de Qué ocurrió a medianoche.

—¿Por los dos?

—Sí, pero no al mismo tiempo.

Connor se ríe entre dientes y me sigue hasta la sala de libros antiguos, repleta de obras amarillentas que abarrotan las altas estanterías.

—Mi tía conserva una infinidad de libros antiguos... Tiene verdaderas reliquias.

—Es una coleccionista. Fíjate en esto —murmura, al tiempo que saca un libro delgado y hecho jirones—. Este es muy antiguo. Podría deshacerse en cualquier momento.

Me lo tiende. Lo sostengo con sumo cuidado entre las manos. Tamerlán y otros poemas, de «un bostoniano». No hay autor, solo el tal bostoniano.

—Quédatelo —me susurra—. Te lo regalo.

—¿Que me lo regalas? —replico—. Pero si estaba aquí.

—Yo lo he dejado aquí, hace un rato. Estaba esperando que alguien lo encontrara.

—¿Has dejado este libro en la estantería? Publicado en 1827. —Leo las palabras impresas con letra menuda en la primera página—: «Atolondrada la mente, ardiente el corazón, / yerra el mozo donde el hombre recupera la razón». Es una cita de Cowen.

Me mira, y hay una intensidad especial en sus ojos.

«Los corazones jóvenes son ardientes.» Me tiemblan las rodillas. Para atolondrada, yo.

—Palabras del pasado —comento.

Connor sonríe abiertamente.

—Un bostoniano que trata de decir algo. No pierdas ese libro. Guárdalo en un lugar seguro.

—En el despacho tendrá que ser —concluyo, guiándolo por el pasillo. En el despacho de mi tía, meto el libro en mi inmenso bolso. Luego lo conduzco de nuevo por el pasillo hasta llegar a la gran escalera del vestíbulo—. Hay más plantas, pero no hace falta que las veamos.

—¿No me invitas a subir? —Sonríe, y sus ojos relucen con la picardía de un niño. Un hormigueo me recorre de arriba abajo, como si se tratara de una suave descarga eléctrica.

—La sala de metafísica y la de ciencias están en la segunda planta, y por encima de estas queda el apartamento de mi tía, en la última planta, cerca de las estrellas. Me he instalado allí hasta que vuelva.

Connor se pasa los dedos por el pelo.

—¿Me lo enseñas?

Con piernas temblorosas, lo precedo por la amplia escalera hasta la segunda planta. Le enseño los libros, el antiguo conducto por el que bajaba la ropa sucia hasta el lavadero, los recovecos, los rincones ocultos tras las puertas de los armarios.

Llegamos ante la puerta que da a la angosta escalera de servicio.

—Por aquí subían los sirvientes. Qué raro, ¿verdad? Ya no se construye así.

Connor tiende la mirada hacia la cavernosa oscuridad. Su brazo roza el mío, y un nuevo estremecimiento me recorre de la cabeza a los pies.

—Un poco lóbrego. ¿Y duermes aquí arriba tú sola? Qué valiente eres.

—No me considero valiente.

Pero a lo mejor lo soy. Respiro hondo y empiezo a subir los peldaños.

27

Connor Hunt me sigue escaleras arriba hasta el apartamento. En la salita de estar de mi tía, sus pasos crujen a mi espalda. Hay un ligero zumbido en el aire.

—No está nada mal —dice—. Es acogedor.

—Gracias. El mérito es todo de mi tía.

Su olor personal se nota con más fuerza aquí dentro, un perfume que evoca la madera y me hace pensar en ir de acampada. No he dormido en una tienda de campaña desde que era una niña. Connor avanza a grandes pasos hasta la ventana y se agacha un poco para asomarse y contemplar el mar. Hay en él una fuerza, una especie de virilidad latente, que hace que se me seque la boca.

—Menudas vistas —dice—. El ferry está entrando. Ven aquí. Mira las estrellas.

¿Debería estar tan cerca de él, a tan solo unos pasos del dormitorio de la tía Ruma? Miro hacia fuera y veo un cielo negro cuajado de estrellas.

—Guau. En Los Ángeles ya no se ven las estrellas. No como estas. No me acordaba de este cielo, de lo despejado que queda después de que la lluvia lo deje todo limpio y reluciente.

—¿Cuánto hace que vives en Los Ángeles? —Su brazo roza el mío. Noto su cuerpo robusto bajo la tela de la camisa.

—Desde que me fui de casa. Hace mucho tiempo. Tenía dieciocho años. El piso que compartía con Robert queda en la playa. Una zona preciosa, pero ni siquiera allí he visto un cielo tan negro como este. Allí por la noche se pone más bien de color naranja.

—Es el llamado resplandor celeste. Contaminación lumínica. Un efecto colateral de la civilización industrial.

—Resplandor celeste... ¿De veras se llama así?

—Sí, es la suma de toda la luz que reflejan los objetos iluminados. Esta rebota hacia el cielo y la atmósfera la dispersa y la dirige de vuelta a la Tierra.

—Así que lo que veo en Los Ángeles es resplandor celeste.

—Así es.

—¿Y el cielo es igual en otros lugares? ¿Has viajado mucho? ¿Quizá a África, como tu padre?

Se vuelve para mirarme, de modo que la mitad de su silueta queda bañada por la luna. En la penumbra, parece más corpulento que antes y más atractivo que nunca. El juego de luces y sombras acentúa sus rasgos afilados y poderosos.

—¿Cómo has sabido lo de mi padre?

—Olvidaste sus memorias. Encontré el libro sobre una mesa y lo he guardado para ti.

—Ah, entiendo. Gracias. Sí, he estado en África.

—Siguiendo sus pasos. Es un gran hombre.

Se vuelve bruscamente.

—Murió hace más de veinte años.

—Lo siento. —Le toco el brazo—. Lo echarás de menos.

Su cuerpo se tensa de un modo perceptible.

—Yo era joven cuando falleció.

Me encantaría saber cómo murió, pero no quiero parecer grosera.

—Debes de tener recuerdos entrañables de él.

—Entrañables, sí.

Su voz suena distante.

—Debías de admirarlo mucho. Era intrépido, generoso y altruista. Y se entregó en cuerpo y alma a su vocación.

—En cuerpo y alma, sí.

Connor no aparta los ojos de las estrellas.

—Si estuviera vivo, creo que no podría evitar enamorarme de él.

—¿De veras?

—Es de locos, ¿verdad? Me encantó leer su historia. ¿Tu experiencia en África fue distinta? ¿Recuerdas haber ido con él de pequeño? ¿O solo viajaste a África de mayor?

Connor guarda silencio unos instantes, y luego contesta:

—En algunos lugares de África, el cielo es tan oscuro y las estrellas tan abundantes que el universo parece hecho de ellas.

—¿Qué fue lo que más te sorprendió, o te perturbó?

—El alcance del sufrimiento. Del dolor que se podría prevenir y tratar. Muchas de las personas a las que tratábamos no habían ido al médico en la vida.

—¿Nunca?

—Ni una sola vez. Ni a un médico, ni a un dentista. Cuando fui a África como médico, vi gente con parasitosis, gingivitis..., dolencias comunes que llevaban tanto tiempo sin tratamiento que habían generado complicaciones. Tratábamos las que podíamos.

—¿Qué pasó con esas personas cuando te marchaste? ¿Qué fue de ellas?

—Es una buena pregunta. Pese a todas las privaciones a las que están sometidos, su vida posee una especie de alegre sencillez. Por irónico que suene, parecen más felices que muchos de nosotros. No viven acosados por la publicidad, no les recuerdan a cada momento las cosas materiales que supuestamente deberían tener para llevar una vida mejor.

Una luz parpadeante se desplaza en el cielo sobre el telón de fondo de las estrellas. Un avión. Me subiría a él y me iría de polizonte a África, para llevar una vida de alegre sencillez.

—Lo que hiciste es muy noble —le digo—. Acudiste en auxilio de personas necesitadas, igual que tu padre.

—Una tradición familiar, sí.

—¿Te gustaría volver allí?

—He hecho todo lo que podía hacer.

Me mira en la oscuridad, y la penumbra endurece sus facciones.

—A lo mejor podrías escribir tus propias memorias, como hizo él.

Mis palabras resuenan en el aire, sin respuesta.

—Ya basta de hablar de mí —dice al fin—. ¿A qué te dedicas cuando no estás al frente de esta librería?

—Gestiono fondos de jubilación socialmente responsables. O al menos espero seguir haciéndolo cuando vuelva a Los Ángeles. Puede que me quede sin trabajo si no consigo asegurar una gran cuenta, pero...

—¿Pero qué?

Se me escapa un suspiro.

—Tengo miedo. Hala, lo he dicho. Tengo miedo de pifiarla.

—¿Por qué?

—Porque no lo haré con convencimiento. Temo sonar desesperada porque lo estoy. Necesito ese trabajo.

—No suenas desesperada. Suenas indecisa. No es lo mismo.

Le sonrío.

—Eso me gusta. Indecisa.

—¿No tienes intención de quedarte aquí?

Retrocedo, apartándome del haz de luz que entra por la ventana.

—La librería es la niña de los ojos de mi tía. Solo he venido a tomarme un descanso. Estoy huyendo de... de los recuerdos. Pero Robert se ha presentado aquí y me ha dejado hecha un lío.

—Aún estás enamorada de él.

¿Lo estoy? Robert sigue despertando en mí emociones poderosas.

—Sigo sintiendo algo por él. Se mezclan sentimientos buenos y malos, pero sobre todo malos.

—Es natural que así sea. No podemos apartar a la gente de nuestras vidas y seguir adelante como si nada hubiese pasado.

—Ojalá pudiera hacerlo. A lo mejor aún no he superado la fase del desengaño. O la de negación.

Todas las telarañas se hacen visibles de pronto, así como el abarrotamiento, las sombras, la oscuridad.

—El divorcio es como la muerte de un ser querido. Tienes que pasar un duelo y luego encontrar el modo de seguir adelante. Vivir es complicado. Me temo que acabo de soltar una obviedad.

—¿Te has planteado volver a casarte? —le pregunto.

—Me estoy adaptando a una nueva vida. No estoy seguro de lo que me espera ni de quién seré. Lo sabré cuando llegue allí.

—Yo también estoy tratando de seguir adelante. Pero es duro. Llevábamos una vida tan cómoda, Robert y yo... Compramos los muebles juntos. Planificamos la boda hasta el último detalle. Nuestras familias estaban presentes. Se supone que, cuando las familias se llevan bien, las parejas no se rompen. Nuestras existencias estaban tan... interconectadas.

—Te estás reinventando a ti misma. Lo hacemos todo el tiempo, cada minuto de cada día. Puedes hacerlo. Puedes desligarte de él.

—Pero ¿por qué no lo vi venir? Las señales eran evidentes. Se quedaba en el despacho hasta las tantas, supuestamente corrigiendo exámenes o reunido con sus alumnos. Llamadas de teléfono. Excusas. No pienso volver a enamorarme jamás. Se sufre demasiado.

—Yo también sufrí lo mío, en una ocasión. Pero ya sabes lo que dicen: todo lo que sube baja. Yin y yang. Luz y oscuridad. Vida y muerte. Amor y dolor... Y tú ahora mismo estás en la fase de dolor.

Cuando hablo, mi voz suena grave y ronca.

—No me había parado a pensarlo. Este dolor me resulta... insoportable. Me siento como si hubiese tirado por la borda los seis años de vida que pasé junto a Robert. Siete, si contamos el año antes de casarnos. Tendría que haberme percatado de sus aventuras.

—Seguramente se tomó grandes molestias para ocultártelo.

Me seco una perla de sudor de la frente.

—¿Qué lo empujaba a irse con otras? ¿Acaso no era lo bastante buena para él? ¿Porque no cocino, porque vivo volcada en el trabajo, porque no soy lo bastante guapa?

«Nunca has cedido ni un ápice.»

—Eres preciosa, generosa y sincera. ¿Qué importa que no sepas cocinar? Ya cocinaré yo por ti.

Mi siguiente frase se me queda atravesada en la garganta. ¿Qué iba a decir? Noto cómo se me encienden las mejillas. ¿Por qué me cuesta tanto respirar cuando tengo a Connor así de cerca?

—No debería contarte todo esto...

—Me gusta que seas tan franca.

Un bombilla se funde en la habitación contigua con un leve estallido.

—Cuando estoy contigo tengo una sensación extraña. Es como si pudiera decir cualquier cosa, hacer cualquier cosa.

—Me alegro de que así sea. ¿Qué pasa con la cena? ¿Te apetece verme en acción?

Lo guío hasta la cocina de la tía Ruma, donde se mueve como pez en el agua buscando una tabla de cortar, un cuchillo, una cebolla, ajos y verduras.

Preparamos un salteado de verduras juntos en una extraña danza, uno al lado del otro. La estancia se llena de suaves vibraciones, como si hubiese música sonando en algún lugar más allá de nuestro radio de audición. En la aromática cocina de mi tía, es como si no existiera nadie más que nosotros dos.

Cuando nos sentamos a la diminuta mesa, Connor no prueba bocado.

—He cenado antes de venir —se excusa.

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