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Authors: Kristin Harmel

Tags: #Romántico

La lista de los nombres olvidados (12 page)

BOOK: La lista de los nombres olvidados
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Me echa otra mirada.

—Entonces, o sea, si una persona le pidiera que la ayudara a encontrar a unos familiares que ha perdido, usted la ayudaría, ¿verdad?

—Annie… —le digo, a modo de advertencia, pero no me está prestando atención.

—¿O usted, o sea, no hace ningún caso cuando le piden ayuda? —continúa.

Me dirige una mirada significativa.

Gavin vuelve a carraspear y me mira. Observo que se da cuenta de que lo está metiendo en nuestra pelea, sin que él quiera y sin que tenga la menor idea de lo que discutimos.

—Vamos a ver, Annie —dice lentamente y vuelve la mirada hacia ella—. Supongo que trataría de ayudar a esa persona, pero en realidad todo depende de la situación.

Annie se vuelve hacia mí con una mirada triunfal en el rostro.

—¿Lo ves, mamá? ¡Al señor Keyes le importa, aunque a ti te dé igual!

Gira sobre los talones y desaparece otra vez en el obrador. Cierro los ojos y escucho el ruido de un bol de metal al golpear contra la encimera. Los vuelvo a abrir y veo que Gavin me observa con preocupación. Nuestras miradas se cruzan por un momento y después los dos nos volvemos hacia Annie, que ha vuelto a entrar desde la parte de atrás.

—Mamá, ya que está todo lavado —dice sin mirarme—, me voy a pie a casa de papá. ¿Vale?

—Que te lo pases bien —le digo sin entusiasmo.

Ella pone los ojos en blanco, coge su mochila y sale dando zancadas y sin mirar atrás.

Cuando vuelvo a alzar la vista y mi mirada se cruza otra vez con la de Gavin, su cara de preocupación me hace sentir incómoda. No necesito que él —ni nadie más— se preocupe por mí.

—Perdona —farfullo. Muevo la cabeza de un lado a otro y trato de parecer ocupada—. ¿Qué te puedo ofrecer, Gavin? Acabo de sacar del horno unas magdalenas.

—Hope —dice al cabo de un rato—, ¿estás bien?

—Estoy bien.

—No lo parece —dice.

Parpadeo y sigo sin mirarlo a la cara.

—¿No?

Lo niega con la cabeza.

—No pasa nada porque estés disgustada, ¿sabes? —dice.

Debí de lanzarle sin querer una mirada severa, porque de pronto se le encienden las mejillas y añade:

—Perdona. No era mi intención…

Levanto una mano.

—Lo sé —le digo—, lo sé. Oye, que te lo agradezco.

Guardamos silencio un momento, hasta que Gavin dice:

—¿Y a qué se refería? ¿Puedo ayudaros en algo?

Le sonrío.

—Gracias por ofrecerte —le digo—, pero no es nada. —No parece creerme, de modo que le aclaro—: Es una larga historia.

Se encoge de hombros.

—Tengo tiempo —dice.

Miro el reloj.

—Pero ibas a alguna parte, ¿no es cierto? —pregunto—. Has venido a buscar algo dulce.

—No tengo prisa —dice—, pero sí que me llevaré una docena de galletas: las de arándanos y chocolate blanco, si no te importa.

Asiento con la cabeza y dispongo con cuidado las galletas Cape Codder que quedan en el exhibidor en una caja de color turquesa que lleva escrito «Panadería Estrella Polar, cabo Cod» con letras blancas con volutas. La cierro con un lazo blanco y se la paso por encima del mostrador.

—¿Y? —me anima Gavin mientras coge la caja que le entrego.

—¿De verdad quieres oírlo? —pregunto.

—Si me lo quieres contar… —dice.

Asiento con la cabeza y de pronto me doy cuenta de que me muero de ganas de compartir lo que pasa con otro adulto.

—Pues bien, mi abuela tiene
alzheimer
—empiezo.

Durante los cinco minutos siguientes, mientras retiro del exhibidor pastelillos, cruasanes,
baklavas
, tartaletas y cuernos de gacela y los voy guardando en recipientes herméticos para meter en el congelador o en las cajas que llevo al refugio para mujeres de la iglesia, le cuento a Gavin lo que dijo Mamie anoche. Presta atención, pero se queda boquiabierto cuando le comento que Mamie arrojaba al mar trozos pequeños de un Star Pie.

Muevo la cabeza de un lado a otro y digo:

—Ya sé que parece una locura, ¿no?

Ahora es él el que mueve la cabeza, con una expresión extraña en la cara.

—Pues, en realidad, no. Ayer era el primer día del Rosh Hashaná.

—De acuerdo —digo lentamente—, pero ¿eso qué tiene que ver?

—El Rosh Hashaná es el Año Nuevo judío —explica Gavin— y, según la tradición, tenemos que ir a un curso de agua, por ejemplo el mar, para una pequeña ceremonia llamada
tashlich
.

—¿Eres judío? —pregunto.

Sonríe.

—Por parte de madre —dice—. En realidad, me educaron como medio judío y medio católico.

—Vaya —me limito a mirarlo—, no lo sabía.

Se encoge de hombros.

—Vale, la cuestión es que
tashlich
básicamente quiere decir «expulsar».

De pronto me doy cuenta de que la palabra me suena.

—Creo que mi abuela dijo algo parecido anoche.

Asiente con la cabeza.

—La ceremonia consiste en arrojar migas al agua, como símbolo de la expulsión de nuestros pecados. Por lo general se hace con migas de pan, pero supongo que también valen las de pastel. —Calla y después añade—: ¿Te parece que tu abuela podía estar haciendo algo así?

Muevo la cabeza de un lado a otro.

—No puede ser —digo—. Mi abuela es católica.

Cuando las palabras han salido de mi boca, recuerdo de pronto que dos de las personas de París con las que había hablado hoy me sugirieron que llamara a las sinagogas.

Gavin enarca una ceja.

—¿Estás segura? Tal vez no haya sido siempre católica.

—Pero eso es absurdo. Si ella fuese judía, me lo habrían dicho.

—No necesariamente —dice—. Mi abuela por parte de madre, mi nana, sobrevivió al Holocausto. Estuvo en Bergen-Belsen. Perdió a sus padres y a uno de sus hermanos. Por ella empecé a trabajar como voluntario con los supervivientes cuando tenía unos quince años. Algunos de ellos dicen que, durante un tiempo, abandonaron sus raíces. Les costaba aferrarse a quienes habían sido cuando les quitaron todo, sobre todo a los niños que fueron recogidos por familias cristianas. Sin embargo, con el tiempo, todos ellos regresaron al judaísmo. Fue como volver a casa, en cierto modo.

Me lo quedo mirando fijamente.

—¿Me estás diciendo que tu abuela fue una superviviente del Holocausto? —repito, mientras trato de reconstruir una faceta totalmente nueva de Gavin—. ¿Y que tú has trabajado con los supervivientes?

—Y lo sigo haciendo. Una vez por semana voy como voluntario al hogar de ancianos de Chelsea.

—Pero si eso queda a dos horas en coche —digo.

Se encoge de hombros.

—Es donde vivió mi abuela hasta que murió. Ese lugar significa mucho para mí.

—¡Guau! —Es lo único que se me ocurre—. ¿Y en qué consiste tu trabajo como voluntario?

—Doy clases de arte —dice con sencillez—: pintura, escultura, dibujo, cosas por el estilo. Y también les llevo galletas.

—¿Allí es donde vas con las cajas de galletas que te llevas de aquí?

Asiente con la cabeza y me lo quedo mirando fijamente. Me doy cuenta de que Gavin Keyes tiene más facetas de lo que yo creía. Me pregunto qué más me estaré perdiendo.

—¿Y te dedicas al… arte? —pregunto por fin.

Mira hacia otro lado y no responde.

—Mira, comprendo que esto de tu abuela sea, probablemente, muy difícil de asimilar y puede que esté viendo visiones, pero ¿sabes?, algunas personas que huyeron antes de que las enviaran a campos de concentración lograron salir a hurtadillas de Europa con documentación falsa que los identificaba como cristianos —dice—. ¿Podría ser que tu abuela hubiese venido con una identidad ficticia?

De inmediato muevo la cabeza de un lado a otro.

—No, es imposible. Nos lo habría dicho.

Sin embargo, caigo en la cuenta de que eso explicaría por qué todas las personas de su lista se apellidaban Picard, cuando yo siempre había creído que su apellido de soltera era Durand.

Gavin se rasca la cabeza.

—Annie tiene razón, Hope. Tienes que averiguar lo que le ocurrió a tu abuela.

Seguimos hablando una hora más y Gavin me explica con paciencia todo lo que no entiendo. Si Mamie realmente procede de una familia judía de París, le pregunto, ¿por qué no puedo llamar, simplemente, a las sinagogas de París? ¿Acaso no hay organizaciones sobre el Holocausto que te ayudan a averiguar el paradero de los supervivientes? Estoy segura de haber oído hablar de lugares así, aunque hasta ahora nunca había tenido motivos para interesarme por ellos.

Gavin me explica que vale la pena probar con las organizaciones sobre el Holocausto en primer lugar, aunque le parece poco probable que encuentre en ellas todas mis respuestas. Como máximo, por más que pueda encontrar los nombres en alguna lista, solo obtendré una fecha y un lugar de nacimiento, tal vez una fecha de deportación y, si tengo suerte, el nombre del campo al que los llevaron.

—Pero así no averiguarás toda la historia —añade— y me parece que tu abuela merece saber lo que ocurrió de verdad con sus seres queridos.

—Suponiendo que sea quien tú dices que es —tercio—. A mí me parece una locura.

Gavin asiente con la cabeza.

—Y con razón, pero tienes que averiguarlo.

No estoy convencida y aparto la mirada mientras me explica que, posiblemente, las sinagogas tengan mejores registros y me puedan indicar otros supervivientes que recuerden a la familia Picard. Además, dice, aunque el Holocausto ocurrió hace setenta años, en algunos registros no están dispuestos a brindar información por teléfono. Aunque a lo largo de los años se han hecho numerosos esfuerzos para dar a conocer lo sucedido, para muchas de las personas que estaban vivas durante la guerra mencionar nombres era como entregar vidas.

—Además —concluye Gavin—, es evidente que tu abuela quiere que vayas a París. Tiene que haber una razón.

—Pero ¿y si no la hay? —pregunto con un hilo de voz—. Está enferma, Gavin: ha perdido la memoria.

Gavin mueve la cabeza de un lado a otro.

—Mi abuelo también tenía
alzheimer
—dice—. Es espantoso, ya lo sé, pero me acuerdo de sus momentos de lucidez, sobre todo con respecto al pasado y, por lo que dices, da la impresión de que tu abuela estaba perfectamente lúcida cuando te dio esos nombres.

—Lo sé —reconozco finalmente—, lo sé.

Cuando cierro con llave y nos marchamos, la luz natural está menguando mucho y el azul del cielo ha empezado a oscurecerse. Me estremezco y me cierro un poco más la chaqueta tejana.

—¿Estás bien? —pregunta Gavin y se detiene antes de volverse hacia la izquierda.

Veo su todoterreno aparcado una manzana más abajo, por Main Street.

Asiento con la cabeza.

—Sí. Y gracias. Por todo.

—Es mucho para asimilar —dice y, más por mí que por él, en el último momento añade—: Suponiendo que sea cierto, claro.

Vuelvo a asentir. Me siento atontada, como si lo que me ha explicado esta tarde me hubiese sobrecargado al máximo. Sencillamente, me cuesta aceptar que mi abuela tenga un pasado del cual jamás haya hablado, aunque debo reconocer que todo lo que él ha dicho tiene sentido. Se me pone la carne de gallina.

—Bien —dice Gavin y me doy cuenta de que me he quedado de pie en la calle con la mirada perdida.

Sacudo la cabeza, hago una sonrisa forzada y extiendo la mano.

—Oye, muchas gracias de nuevo. De verdad.

Gavin parece sorprenderse al ver mi mano, pero me la estrecha al cabo de un momento y dice:

—De nada.

Tiene la mano encallecida y cálida y tardo un poco más de lo conveniente en soltarla.

—Espero que te gusten las galletas —le digo y señalo con la cabeza la caja que lleva en la mano izquierda.

Sonríe.

—No son para mí —dice.

De pronto, me siento incómoda.

—Vale, cuídate —digo.

—Cuídate —repite.

Mientras lo veo alejarse, se apodera de mí una sensación de pérdida que no sé de dónde me viene.

Capítulo 9

M
e paso toda la noche dando vueltas en la cama y, cuando finalmente consigo dormirme, tengo pesadillas en las que veo que reúnen a un montón de gente en la calle, delante de mi panadería, y después se la llevan hacia vagones de tren. En mi sueño, voy corriendo entre la multitud, tratando de encontrar a Mamie, pero ella no está. Me despierto bañada en sudor frío a las dos y media de la mañana y, aunque no suelo ir a trabajar hasta las 3.45, me levanto de la cama de todos modos, me visto y salgo al aire frío y vigorizante. Sé que no volveré a pegar ojo.

La marea debe de estar baja, porque, cuando voy hasta mi coche, me llega el olor a sal sucia desde la bahía, situada a dos manzanas de distancia. En medio del silencio de la madrugada, oigo el murmullo apenas perceptible de las olas que llegan hasta la orilla. Antes de sentarme en el asiento del conductor, me quedo allí de pie un momento, inspirando y espirando. Siempre me ha encantado el olor del agua salada: me recuerda a mi infancia, cuando mi abuelo venía de visita después de pasar el día pescando, con el olor del mar en la piel, y me arrojaba al aire.

—¿Quién es mi niña preferida de todo el mundo? —me preguntaba, mientras me hacía volar por toda la habitación, como si fuera Supergirl.

—¡Yooooooooo! —le respondía entre risitas, encantada todas las veces como si fuera la primera.

Incluso a aquella edad, yo ya me había dado cuenta de que mi madre podía ser fría y temperamental y mi abuela, tremendamente reservada, pero mi abuelo me cubría de besos, me leía cuentos a la hora de ir a la cama, me enseñaba a pescar y a jugar al béisbol y me llamaba su «mejor amiga».

Cuando pongo en marcha el motor, me doy cuenta de que lo echo muchísimo de menos. Él habría sabido qué hacer con respecto a Mamie. De pronto me pregunto si él sabría los secretos que ella guardaba. Si así fue, nunca lo dijo. Yo siempre había pensado que eran un matrimonio bien avenido, pero ¿puede durar una relación cuando hay mentiras en torno a sus raíces?

Entro en la panadería unos minutos pasadas las tres. Automáticamente, saco del congelador las magdalenas, las galletas y los
cupcakes
de ayer, que, en cuanto se descongelen, irán a parar a los exhibidores. Después me siento, dispuesta a dedicar una hora a navegar por internet, antes de ponerme a cocinar.

Me conecto a mi correo electrónico y me sorprendo al encontrar un mensaje de Gavin, enviado a la dirección de pedidos en línea de la panadería poco después de medianoche. Lo abro con un clic:

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