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Authors: Kristin Harmel

Tags: #Romántico

La lista de los nombres olvidados (14 page)

BOOK: La lista de los nombres olvidados
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—Pues no —digo—, no tengo.

«Otro de mis numerosos fracasos», añado para mis adentros.

Nos interrumpe la campanilla de la puerta de entrada y salgo a atender al primer cliente del día. Es Marcie Golgoski, la bibliotecaria del pueblo desde que yo era niña. Mientras le sirvo una taza de café para llevar y le envuelvo —como siempre— una magdalena de arándanos, espero que Gavin no se mueva de la cocina. Sé lo que ella pensaría si supiera que está en el obrador conmigo y no quiero que nadie del pueblo empiece a hacer suposiciones acerca de mi vida privada. Este pueblo me gusta mucho, pero hay tanto chismorreo que parece un instituto.

El reloj del horno suena justo cuando le estoy cobrando a Marcie y me apresuro a regresar al obrador en cuanto se marcha, por temor a que los cruasanes se doren demasiado. Me sorprendo al ver a Gavin apoyando la bandeja con cuidado en una rejilla para que se enfríe.

—Gracias —le digo.

Me responde con una inclinación de cabeza y se quita los agarradores.

—Me tengo que ir —dice—, pero te equivocas.

—¿Sobre qué? —pregunto, porque, si he de ser sincera conmigo misma, estoy segura de estar equivocada sobre montones de cosas.

—Sobre lo de no tener amigos —dice—. Me tienes a mí.

Como no sé qué decir, no digo nada.

De pronto se me desboca el corazón y siento que se me encienden las mejillas.

—Ya sé que para ti solo soy el tío que repara las cañerías y cosas así —añade al cabo de un momento.

Se me acalora el rostro.

—Soy un desastre —digo por fin—. ¿Por qué querrías ser amigo mío?

—Por el mismo motivo por el cual todos queremos ser amigos de otra persona —dice Gavin—: porque me gustas.

Me lo quedo mirando mientras desaparece por la puerta de entrada.

Milagrosamente, Annie se muestra simpática cuando llega por la tarde y parece estar de tan buen humor que no saco a relucir mi búsqueda en internet ni las ideas contradictorias que tengo sobre París, porque no puedo soportar que tengamos otra discusión. Esta noche le toca ir a la casa de su padre y, mientras lavamos los platos en la cocina, las dos juntas, después de cerrar, interrumpe nuestro silencio cordial con una pregunta:

—Vamos a ver, ¿estás, o sea, saliendo con Matt Hines o no?

Muevo la cabeza enérgicamente de un lado a otro.

—Claro que no.

Annie me mira con escepticismo.

—No me da la impresión de que él lo sepa.

—¿Por qué lo dices?

—Por la forma como te mira y te habla. Como muy posesivo. Como si fueras su novia.

Pongo los ojos en blanco.

—Ya se dará cuenta de que no lo soy.

—¿Y cómo es que, o sea, nunca sales con nadie? —pregunta Annie, después de una pausa.

Por la manera en que observa fijamente el fregadero, en lugar de mirarme a la cara, me da la sensación de que se siente incómoda con la conversación y me pregunto por qué la sacará.

—No hace tanto que tu padre y yo nos hemos divorciado —respondo al cabo de un momento.

Annie me dirige una mirada extraña.

—¿Y eso qué tiene que ver? ¿Acaso quieres volver con papá?

—¡No! —digo al instante, porque no se trata de eso en absoluto—. No, lo que pasa es que no esperaba volver a estar soltera. Además, ahora tú eres mi prioridad, Annie. —Hago una pausa y le pregunto—: ¿Por qué?

—Por nada —responde Annie rápidamente. Guarda silencio por un momento y la conozco lo suficiente para saber que, si no insisto, acabará por soltar lo que tiene en la cabeza o como mínimo una versión aproximada—. Solo que es un poco raro.

—¿Qué es lo raro?

—Que no tengas novio ni nada parecido.

—A mí no me parece raro, Annie —le digo—. No todo el mundo tiene que estar en pareja.

No quiero que Annie crezca como una de esas jóvenes que, si no tienen una relación, se sienten incompletas. Hasta entonces no se me había ocurrido que pudieran estar rondándole la cabeza ese tipo de pensamientos.

—Papá está en pareja —farfulla.

Otra vez se queda mirando fijamente el fregadero y al principio no sé qué es lo que me hace más daño: si caer en la cuenta de que Rob me ha dejado atrás tan rápido o el hecho de que eso, sin duda, preocupe a Annie. En cualquier caso, me siento como si me hubieran pegado un puñetazo en el estómago.

—¿En serio? —pregunto, tratando de no alterar la voz—. ¿Y a ti qué te parece?

—Bien.

No digo nada y espero que continúe.

Vuelve a romper el silencio.

—Ella está ahí todo el tiempo, ¿no? Su novia o lo que sea.

—Nunca la habías mencionado.

Annie se encoge de hombros.

—Pensé que te haría sentir mal.

Parpadeo unas cuantas veces.

—No tienes que preocuparte por eso, Annie. Me puedes decir lo que quieras.

Asiente con la cabeza y me doy cuenta de que me mira de reojo. Finjo que estoy totalmente absorta en lavar los platos.

—¿Y cómo se llama? —pregunto con indiferencia.

—Sunshine —farfulla.

—¿Sunshine? —dejo lo que estoy haciendo y la miro fijamente—. ¿Tu padre sale con una mujer llamada Sunshine?

Annie sonríe por primera vez.

—Es un nombre bastante absurdo —reconoce.

Resoplo y sigo lavando una bandeja para el horno.

—¿Te cae bien? —pregunto con cautela, después de una pausa.

Annie se encoge de hombros. Cierra el grifo, coge un paño de cocina y se pone a secar un bol grande de acero inoxidable.

—Supongo —dice.

—¿Te trata bien? —vuelvo a probar, porque me da la impresión de que me falta saber algo.

—Supongo —repite—. De todos modos, me alegro de que tú no salgas con nadie, mamá.

Asiento y trato de añadir un toque de humor.

—Bueno, en realidad no puedo decir que los hombres disponibles estén echando la puerta abajo.

Annie pone cara de no entender, como si no se diera cuenta de que me estoy tomando el pelo a mí misma.

—De todos modos —dice—, es mejor cuando estamos en familia, sin extraños.

Resisto la tentación de reconocerlo, porque sería egoísta, pero, como se supone que tengo que hacer lo correcto y lo correcto es ayudarla a comprender que, con el tiempo, su padre y yo tendremos que seguir adelante, le digo:

—Podemos seguir siendo una familia, Annie. Que tu padre tenga una novia no cambia lo que siente por ti.

Annie me mira entornando los ojos.

—Es igual.

—Cielo, tanto tu padre como yo te queremos muchísimo —le digo— y eso no va a cambiar nunca.

—Es igual —repite y deja el bol en el escurreplatos—. ¿Me puedo ir ya? Tengo un montón de tarea.

Asiento lentamente y la observo mientras se quita el delantal y lo cuelga con cuidado en el gancho que hay cerca de la nevera grande.

—¿Estás bien, cariño? —me atrevo a preguntar.

Asiente con la cabeza. Coge la mochila y atraviesa la habitación para darme un beso rápido e inesperado en la mejilla.

—Te quiero, mamá —dice.

—Yo también te quiero, mi vida. ¿Estás segura de que estás bien?

—Que sí, mamá.

Ha recuperado el tono irritado y pone los ojos en blanco.

Se marcha antes de que pueda decir nada más.

Por la noche, después de cerrar la panadería, voy a visitar a Mamie. Durante el trayecto me da vueltas en las tripas una mezcla de inquietud, tristeza y aprensión que no alcanzo a comprender del todo. En el transcurso de un año me he convertido en la propietaria divorciada de una panadería que amenaza ruina y cuya hija la detesta y ahora resulta que hasta podría ser judía. Me da la impresión de que ya no sé quién soy.

Cuando entro, encuentro a mi abuela sentada junto a la ventana, mirando hacia el este.

—¡Hola, cielo! —dice, volviéndose—. No te oí llamar.

—Hola, Mamie.

Cruzo la habitación, le doy un beso en la mejilla y me siento a su lado.

—¿Sabes quién soy? —pregunto, vacilante, porque esta conversación dependerá de su grado de lucidez.

Parpadea.

—Desde luego, cielo. Eres mi nieta, Hope.

Suspiro aliviada.

—Exacto.

—Es una pregunta absurda —comenta.

Suspiro.

—Tienes razón. Una pregunta absurda.

—¿Y cómo estás, cielo? —inquiere.

—Estoy bien, gracias —digo y espero, tratando de encontrar la manera de sacar a relucir lo que necesito saber—. He estado pensando en lo que me dijiste la otra noche y tengo algunas preguntas.

—¿La otra noche? —pregunta Mamie.

Inclina la cabeza a un lado y se me queda mirando.

—Acerca de tu familia —digo con suavidad.

Los ojos le titilan y los dedos retorcidos se ponen en movimiento y soban las borlas de los extremos de su pañuelo.

—La otra noche, en la playa —prosigo.

Me mira fijamente.

—¿Cómo vamos a ir a la playa? Si estamos en otoño…

Respiro hondo.

—Nos pediste a Annie y a mí que te llevásemos y nos contaste algunas cosas.

Mamie parece más confundida.

—¿Annie?

—Mi hija —le recuerdo—, tu biznieta.

—¡Ya sé quién es Annie! —me espeta y aparta la mirada.

—Tengo que preguntarte una cosa, Mamie —digo al cabo de un momento—. Es muy importante.

Se pone a mirar por la ventana otra vez y al principio me parece que no me ha oído, pero finalmente dice:

—Sí.

—Mamie —digo poco a poco, vocalizando cada sílaba para no correr el riesgo de que me malinterprete—, tengo que saber si eres judía.

Vuelve la cabeza hacia mí con tanta rapidez que me echo atrás en el asiento, sobresaltada. Me perfora con la mirada y sacude la cabeza de un lado a otro.

—¿Quién te ha dicho eso? —me interpela, con voz aguda y crispada.

Yo misma me sorprendo al notar que me desanimo un poco. Aunque me cuesta creer lo que ha dicho Gavin, me doy cuenta de que había empezado a aceptar la posibilidad.

—Pues nadie… —digo—. Se me ocurrió que…

—Si fuera judía, tendría que llevar la estrella —continúa mi abuela, enfadada—. Lo exige la ley. Y no ves que lleve la estrella amarilla, ¿verdad? No hagas acusaciones que no puedes demostrar. Me voy a Estados Unidos a visitar a mi tío.

La miro fijamente. Se ha sonrojado y le relampaguean los ojos.

—Mamie, soy yo —digo con suavidad—: Hope.

Pero no parece oírme.

—No me acoses o te denuncio —dice—. Que esté sola no te da derecho a aprovecharte de mí.

Muevo la cabeza de un lado a otro.

—No, Mamie, yo jamás…

Me interrumpe.

—Ahora, si me perdonas…

Me quedo boquiabierta cuando se pone de pie con una agilidad sorprendente y se dirige rápidamente a su dormitorio. Da un portazo.

Me levanto, dispuesta a seguirla, pero me quedo inmóvil. No sé qué decir ni qué hacer. Me siento fatal por haberle dado un disgusto y me desconcierta que haya reaccionado con tanta violencia.

Al cabo de un momento, voy tras ella y llamo con suavidad a su puerta. Oigo que se levanta de la cama —los muelles de su viejo colchón crujen en señal de protesta—, abre la puerta y me sonríe.

—Hola, cielo —me dice—. No te había oído entrar. Perdóname. Solo me estaba pintando los labios.

Efectivamente, se acaba de poner otra capa de color burdeos. Me la quedo mirando un momento.

—¿Estás bien? —pregunto con vacilación.

—Desde luego que sí, cielo —dice con entusiasmo.

Respiro hondo. Aparentemente, no recuerda nada de su estallido de hace un rato. Entonces la cojo de las manos. Necesito una respuesta.

—Mamie, mírame —le digo—. Soy tu nieta, Hope. ¿Te acuerdas?

—Claro que me acuerdo. No seas tonta.

Le sujeto las manos con firmeza.

—Escucha, Mamie, no te voy a hacer daño. Te quiero mucho, pero necesito saber si tu familia es judía.

Le vuelven a relampaguear los ojos, pero ahora insisto para asegurarme de que no aparte la mirada.

—Mamie, soy yo —le digo y siento que sus manos se aferran a las mías—. No pretendo hacerte daño. Necesito que me respondas.

Me clava la mirada por un momento y después se aleja de mí. La sigo cuando regresa a grandes zancadas a la ventana del salón. Empiezo a pensar que se ha olvidado de mi pregunta y, cuando por fin habla, lo hace en voz tan baja que es casi un susurro:

—Dios está en todas partes, cielo. No puedes delimitarlo a una sola religión. ¿Acaso no lo sabes?

Le pongo una mano en la espalda y me anima que no se resista. Contempla el cielo de color perla a medida que el azul va penetrando en el suelo a lo largo del horizonte.

—No importa lo que pensemos de Dios —continúa con el mismo tono suave y uniforme—, porque todos vivimos bajo el mismo cielo.

Vacilo.

—Los nombres que me has dado, Mamie —digo en voz baja—, los Picard, ¿son familiares tuyos? ¿Se los llevaron durante la Segunda Guerra Mundial?

No responde y sigue mirando por la ventana. Al cabo de un momento, pruebo fortuna otra vez.

—Mamie, ¿era judía tu familia? ¿Eres judía?

—Claro que sí —dice y me quedo tan sorprendida de que me responda enseguida que doy un paso atrás.

—¿De verdad? —pregunto.

Asiente con la cabeza. Finalmente, se vuelve y me mira.

—Pues sí, soy judía —dice—, pero también soy católica —hace una pausa y añade— y musulmana.

Se me cae el alma a los pies. Por un momento pensé que sabía lo que decía.

—Mamie, ¿qué quieres decir? —le pregunto, tratando de que no me tiemble la voz—. Tú no eres musulmana.

—¿Acaso no es todo lo mismo? Son los seres humanos los que crean las diferencias. Eso no significa que Dios no sea siempre el mismo. —Se vuelve a mirar por la ventana otra vez y, al cabo de un momento, murmura—: El lucero…

Sigo su mirada hasta el primer agujerito de luz que brilla al atardecer. Observo yo también por un momento, tratando de ver lo mismo que ella y tratando de comprender por qué todas las noches se sienta frente a la ventana a buscar algo que, aparentemente, nunca encuentra.

Al cabo de un buen rato, se vuelve hacia mí y me sonríe.

—Mi hija Josephine vendrá a verme un día de estos —me dice—. Tienes que conocerla. Te caería bien.

Muevo la cabeza de un lado a otro y miro al suelo. Decido no decirle que mi madre ha muerto hace tiempo.

—Seguro que sí.

—Creo que iré a descansar —dice y me mira sin el menor asomo de reconocimiento—. Gracias por venir. Me ha gustado que vinieras a visitarme. Te acompaño a la puerta.

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