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Authors: Kristin Harmel

Tags: #Romántico

La lista de los nombres olvidados (33 page)

BOOK: La lista de los nombres olvidados
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—¿La estatua de la Libertad? —repito.

Sonríe.

—El modelo original que utilizó el artista Auguste Bartholdi. Hay otra en medio del Sena, cerca de la torre Eiffel. Vuestra estatua, la que está en el puerto de Nueva York, fue, como sabes, un regalo de Francia a Estados Unidos.

—Lo recuerdo de la escuela —digo—, pero no sabía que hubiera otras estatuas parecidas en Francia.

Alain asiente con la cabeza.

—La estatua de los Jardines de Luxemburgo era la preferida de Rose cuando éramos pequeños y aquella noche, cuando llegamos frente a ella, empezaba a nevar. Los copos eran tan diminutos y ligeros que daba la impresión de que estábamos dentro de una de esas bolas de nieve navideñas. A pesar de la guerra, reinaban la paz y la tranquilidad y, en aquel momento, el mundo parecía mágico.

Su voz se pierde y mira a Mamie. Extiende la mano para tocarle la mejilla, donde le han quedado grabados tantos años de vida sin él.

»Solo cuando nos acercamos a la estatua —prosigue, tras una larga pausa—, nos dimos cuenta de que no estábamos solos. Justo del otro lado había un muchacho moreno con un abrigo oscuro que se volvió cuando llegamos a pocos metros de distancia. Rose se detuvo en seco, como si se hubiera quedado sin aire.

»Pero el muchacho no se acercó a nosotros ni nosotros a él —continúa Alain— y ellos se miraron fijamente un rato muy largo, hasta que por fin tiré de la mano de Rose y le pregunté: “¿Por qué nos hemos detenido?”

Alain hace una breve pausa para recuperarse. Mira a Mamie y se vuelve a apoyar en el respaldo de su asiento.

»Rose se agachó y me dijo: “Nos hemos detenido porque es muy importante que entiendas que el lugar donde se encuentra la verdadera estatua de la Libertad es un sitio donde la gente puede ser libre” —dice Alain, con ojos soñadores—. No comprendí lo que me quería decir. Me miró a los ojos y me dijo: “En Estados Unidos, la religión no define a las personas. Solo es una parte de ti y no juzgan a nadie por eso. Algún día iré allí, Alain, y te llevaré conmigo.”

»Aquello ocurrió antes de que empezaran las peores restricciones contra los judíos. Rose estaba muy enterada y por eso creo que ya sabía que estaban persiguiendo a los judíos en otros países. Vio venir el problema, aunque nuestros padres no. Yo, por mi parte, con nueve años, no entendía qué tenía que ver la religión con nada.

»Sin darme tiempo a preguntárselo, el muchacho se acercó a nosotros. Nos había estado observando todo el rato y, cuando Rose se enderezó para hablar con él, me di cuenta de que se había sonrojado. Le pregunté: “Rose, ¿por qué te has puesto colorada? ¿Te sientes mal?” —Ríe al recordarlo y mueve la cabeza de un lado a otro—. Con eso solo conseguí que se ruborizara aún más. Sin embargo, él también tenía las mejillas rojas. Se quedó mirando a Rose un buen rato y después se agachó hasta que sus ojos quedaron a la altura de los míos y me dijo: “Su amiga tiene razón,
monsieur
. En Estados Unidos la gente puede ser libre. Yo también iré allí algún día.” Hice una mueca y le dije: “¡No es mi amiga! ¡Es mi hermana!”

»Los dos se rieron mucho con eso —continúa Alain, sonriendo apenas— y después se pusieron a hablar, como si yo ya no estuviera presente. Nunca había visto así a mi hermana: lo miraba a los ojos como si quisiera perderse en ellos. Por fin, el muchacho se volvió nuevamente hacia mí y me dijo: “Jovencito, me llamo Jacob Levy. ¿Y usted?” Le dije que me llamaba Alain Picard y que mi hermana se llamaba Rose Picard y él la miró otra vez y murmuró: “Me parece el nombre más hermoso que he oído en mi vida”.

»Estuvieron charlando mucho rato, Rose y Jacob, hasta que empezó a oscurecer —dice Alain—. Yo no les hacía demasiado caso, porque su cháchara me aburría. Con nueve años, me gustaba hablar de historietas y de monstruos, pero ellos conversaban de política, de libertad, de religión y de Estados Unidos. Finalmente tiré otra vez de la mano de Rose y le dije: “Tenemos que irnos. ¡Está oscureciendo y
maman
y
papa
se van a enfadar!”

»Rose asintió, como si saliera de un sueño —continúa Alain—, y le dijo a Jacob que teníamos que marcharnos. Empezamos a alejarnos deprisa hacia el lado oeste del parque, pero él nos gritó: “Mañana es mi cumpleaños, ¿saben? ¡Cumplo dieciséis años!” Rose se volvió y le preguntó: “¿El día de Navidad?” Él dijo que sí y ella hizo una pausa y después le prometió: “Entonces vendré a verlo aquí mañana, junto a la estatua, para festejarlo”. Y nos fuimos juntos, a toda prisa, conscientes de que se hacía de noche rápidamente y que tendríamos problemas si no estábamos en casa.

»Al día siguiente, ella fue sola al parque y regresó con los ojos llenos de estrellas —concluye Alain— y a partir de entonces fueron inseparables. Fue amor a primera vista.

Me reclino en el asiento.

—Qué historia más bonita —digo.

—Todo lo que tiene que ver con Rose y Jacob es una historia de lo más bonita —dice Alain—. Hasta el final. Sin embargo, es posible que la historia no haya acabado.

Me quedo mirando a lo lejos.

—Si es que él aún anda por ahí.

—Si es que anda por ahí —repite Alain.

Suspiro y cierro los ojos.

—Conque el día de Navidad —digo—. Nació el día de Navidad de 1924, supongo, si cumplió dieciséis en 1940, ¿no?

—Correcto —coincide Alain.

—El día de Navidad de 1924 —murmuro—. Antes de Hitler, antes de la guerra, antes de que muriera tanta gente sin motivo.

—¿Quién podía saber —dice Alain en voz baja— lo que iba a pasar?

Aquella noche, como Annie está en casa de su padre, Alain y yo nos quedamos bebiendo té en la cocina y, cuando él se va a la cama arrastrando los pies, me quedo sentada a la mesa un buen rato, observando el segundero del reloj de pared que da vueltas y vueltas y más vueltas. Reflexiono sobre cómo pasa el tiempo sin que nadie pueda detenerlo y eso me hace sentir impotente, insignificante. Pienso en la cantidad aparentemente infinita de segundos transcurridos desde que mi abuela perdió a Jacob.

Son casi las once cuando cojo el teléfono para llamar a Gavin y, aunque sé que la hora no es apropiada, de pronto me asalta la sensación de que, si no le digo la fecha de nacimiento de Jacob ahora mismo, en este preciso instante, podría ser demasiado tarde. Sé que es absurdo, desde luego. Han pasado setenta años sin que ocurriera nada, pero ver a Mamie en el hospital, yéndose cada día un poco más, me hace tomar conciencia del avance implacable del segundero.

Gavin responde al tercer timbrazo.

—¿Te he despertado? —le pregunto.

—No, acabo de terminar de ver una película —dice Gavin.

De pronto me siento ridícula.

—Vaya, si estás acompañado, puedo llamar…

Echa a reír.

—Estoy solo, sentado en el sofá, a menos que cuentes como compañía el mando a distancia.

No estoy preparada para la sensación de alivio que me inunda. Carraspeo, pero vuelve a hablar él primero.

—Hope, ¿estás bien?

—Sí —hago una pausa y le suelto—: He averiguado la fecha de nacimiento de Jacob Levy.

—¡Fantástico! —dice Gavin—. ¿Cómo la has averiguado?

Le expongo una versión resumida de la historia que Alain me ha contado antes a mí.

—¡Qué historia más bonita! —dice Gavin cuando acabo—. Es como si de verdad estuvieran hechos el uno para el otro.

—Pues sí —coincido.

Transcurre un momento en silencio y vuelvo a levantar la vista hacia el reloj. Tictac, tictac. Me da la impresión de que el segundero se burla de mí.

—¿Qué pasa, Hope? —pregunta Gavin.

—Nada —digo.

—Puedo tratar de adivinar —dice Gavin— o me lo puedes decir, simplemente.

Le sonrío al teléfono al ver lo seguro que está de conocerme. La cuestión es que así es.

—¿Tú crees en eso? —pregunto.

—¿Si creo en qué?

—Pues en eso —farfullo—: en el amor a primera vista o, bueno, en las almas gemelas o lo que sea que todos decimos que había entre mi abuela y Jacob.

Gavin hace una pausa y, en el silencio, me siento como una estúpida. ¿Cómo le voy a preguntar una cosa así? Seguro que piensa que me le estoy insinuando. Abro la boca para retractarme, pero se me adelanta:

—Sí —dice.

—¿Sí?

—Que sí, que creo en ese tipo de amor. ¿Tú no?

Cierro los ojos. De pronto me duele el corazón, al advertir que yo no.

—No —digo—, me parece que no.

—Hummm… —dice Gavin.

—¿Te has sentido así con alguien?

Hace una pausa y responde:

—Sí.

Quiero preguntarle con quién, pero me doy cuenta de que no lo quiero saber. Siento una leve punzada de celos, pero la descarto enseguida.

—Ah, qué bien —digo.

—Pues sí —dice Gavin con voz queda—. ¿Y tú por qué no crees en eso?

Nunca me lo había preguntado, de modo que me detengo un momento a analizar la pregunta.

—Tal vez porque tengo treinta y seis años y nunca lo he sentido. ¿No debería haberlo sentido ya, si fuese real?

Las palabras penden entre nosotros y barrunto que Gavin está tratando de hallar una respuesta que no me ofenda.

—No necesariamente —dice con cautela—. Creo que te han hecho mucho daño.

—¿Lo dices por el divorcio? —pregunto—. Pero eso es reciente. ¿Qué me dices de antes?

—Has estado con tu marido desde que tenías… ¿Cuántos años? ¿Veintiuno? ¿Veintidós?

—Veintitrés —murmuro.

—¿Te parece que ha sido el amor de tu vida?

—Pues no —digo—, pero no se lo digas a Annie.

Gavin ríe con suavidad.

—Jamás haría una cosa así, Hope.

—Lo sé.

El silencio vuelve a quedar suspendido entre nosotros por un momento.

—Creo que, probablemente, hayas pasado una docena de años con un hombre que no te quiso como nos merecemos que nos quieran —dice Gavin— y al que tal vez no quisiste como se tiene que querer y que te acostumbraste a acomodarte.

—Puede ser —concedo con voz queda.

—Y creo que, cada vez que nos lastiman, se forma una capa más en torno a nuestro corazón, ¿no? Como una especie de escudo o algo así. Te han hecho mucho daño, ¿verdad?

No digo nada por un momento.

—Perdona —dice Gavin—. ¿Me he metido donde no me llaman?

—No —respondo—, creo que tienes razón. Me daba la impresión de que no hacía nada bien y no solo para Rob, sino también para mi madre.

Me callo. Nunca se lo había dicho a nadie.

—Lo lamento —dice Gavin.

—Ya ha pasado —murmuro.

De pronto, la conversación me hace sentir incómoda: me molesta contarle a Gavin estas cosas y revelarle mis intimidades.

—Lo que quiero decir es que, en mi opinión, cuantas más capas tiene alguien en torno a su corazón, más le cuesta reconocer a una persona de la que podría enamorarse —dice con lentitud.

Asimilo sus palabras durante un rato y, curiosamente, siento que me quedo sin aire.

—Puede ser —reconozco— o puede que, cuando te han hecho mucho daño, te limites a abrir los ojos a la realidad y a dejar de soñar con lo que no existe.

Gavin guarda silencio.

—Puede ser —dice—, aunque tal vez te equivoques: tal vez sí que exista. ¿Estás de acuerdo en que tu abuela ha sufrido mucho a lo largo de los años?

—Desde luego.

—¿Y en que es probable que Jacob Levy también?

—Pues sí, es probable —digo.

Me pongo a pensar en todo lo que han perdido los dos: su familia, la vida como ellos la conocían, el uno al otro. ¿Qué podría hacer más daño que ver que todo el mundo te da la espalda mientras se llevan a todos tus seres queridos para acabar con ellos?

»Sí —repito.

—Entonces, a ver si podemos encontrarlo —dice Gavin—, a Jacob, y se lo preguntamos, a él y a tu abuela.

—Si es que ella despierta.

—Cuando despierte. No pierdas el optimismo.

Miro el reloj. ¿Cómo se puede conservar el optimismo cuando el tiempo sigue su marcha? Suspiro.

—De acuerdo —concedo—, entonces simplemente les preguntaremos si el amor existe.

No me gusta dar la impresión de que me estoy burlando de él, pero lo que dice me parece absurdo.

—¿Y por qué no? —responde Gavin—. Lo peor que puede pasar es que digan que no.

—Vale, de acuerdo —acepto y muevo la cabeza de un lado a otro, dispuesta a acabar con esta conversación fútil—. ¿Y te parece que podremos encontrarlo, ahora que tenemos la fecha de nacimiento?

—Creo que aumenta nuestras probabilidades —dice Gavin—. Tal vez siga aún por ahí.

—Tal vez —coincido.

«O tal vez murió hace mucho tiempo y toda esta búsqueda es inútil», pienso.

»Oye, gracias —añado y no estoy segura de si le agradezco la conversación que acabamos de tener o solo que nos ayude a tratar de encontrar a Jacob.

—De nada, Hope. Mañana llamaré a un montón de sinagogas. Tal vez descubramos algo. Te veo mañana por la noche en el hospital.

—Gracias —le vuelvo a decir.

Cuelga y me quedo con el teléfono en la mano, preguntándome por lo que acaba de pasar. ¿Será posible que, simplemente, me haya vuelto vieja y amargada y que este tío que aún no ha cumplido los treinta sepa más que yo sobre la vida y el amor?

Aquella noche me quedo dormida deseando fervientemente y por primera vez —que yo recuerde— no ser más que una idiota y que todas las cosas que me he acostumbrado a creer no sean verdad en absoluto.

Capítulo 21

A
nnie y Alain acompañan a Gavin al templo la noche siguiente, mientras yo me quedo con Mamie después de que finalice el horario de visitas, tras sobornar a las enfermeras de la planta con una tarta de queso con limón y uvas y una caja de galletas de la panadería.

—Mamie, necesito que te despiertes —le susurro, cuando se atenúan las luces de la habitación.

Le cojo la mano y miro hacia la ventana, que está del otro lado de su cama de hospital. El crepúsculo casi se ha convertido en noche cerrada y han salido las estrellas que Mamie tanto quiere. Parecen titilar con menos intensidad que antes y me pregunto si se estarán apagando, como yo, ahora que Mamie no les presta atención.

—Te echo de menos —le susurro al oído.

Los aparatos que la controlan siguen emitiendo señales acústicas a un ritmo tranquilizador, pero no le devuelven la conciencia. La doctora nos ha dicho, a Alain y a mí, que a veces solo es cuestión de tiempo y que el cerebro se cura a sí mismo cuando llega el momento. Lo que no ha dicho —aunque lo vi en sus ojos— es que también es posible que la persona jamás se recupere. Poco a poco voy cayendo en la cuenta de que tal vez no vuelva a ver los ojos de mi abuela nunca más.

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