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Authors: Kristin Harmel

Tags: #Romántico

La lista de los nombres olvidados (28 page)

BOOK: La lista de los nombres olvidados
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Me mira y yo aparto la mirada.

—También existe el amor entre buenas personas que se admiran mutuamente y, con el tiempo, llegan a quererse —continúa.

—¿Te parece que eso era lo que sentían Mamie y mi bisabuelo? —pregunta Annie.

Alain empieza a rellenar con cuidado los moldes de las magdalenas.

—Puede ser —dice—. No lo sé, Annie. Y también está el amor que todos tenemos la oportunidad de sentir, pero que pocos tenemos la inteligencia de ver o la valentía de aceptar: el tipo de amor que te cambia la vida.

—¿Es así como se querían Jacob y Mamie? —pregunta Annie.

—Creo que sí —dice Alain.

—Pero ¿qué quieres decir con que hay que ser inteligentes para verlo? —pregunta Annie.

Alain me vuelve a mirar y yo finjo que estoy ocupada llenando una bandeja de pequeños Star Pies. Me tiemblan un poco los dedos cuando doy la forma estrellada a la retícula de masa.

—Quiero decir que el amor nos rodea por todas partes —dice Alain—, pero que, a medida que nos hacemos mayores, nos resulta menos claro. Cuantas más veces nos han hecho daño, más nos cuesta ver el amor que tenemos delante o aceptar el amor en nuestro corazón y creer en él de verdad. Y, si no puedes aceptar el amor o no te decides a creer en él, nunca puedes llegar a sentirlo de verdad.

Annie parece confundida.

—¿Quieres decir que Mamie y Jacob se enamoraron porque eran jóvenes?

—No, creo que tu bisabuela y Jacob se enamoraron porque estaban hechos el uno para el otro —responde Alain— y porque no salieron corriendo. No le tuvieron miedo. No dejaron que sus propios temores se interpusieran. Muchas personas de este mundo nunca se enamoran así, porque ya tienen el corazón cerrado y ni siquiera lo saben.

Introduzco una bandeja de Star Pies en el horno más pequeño, a la izquierda, y hago un gesto de dolor porque, sin querer, me golpeo la mano con la puerta del horno. Suelto una palabrota entre dientes y pongo en marcha el temporizador.

—Mamá —pregunta Annie—, ¿tú querías así a papá?

—Claro que sí —respondo rápidamente, sin mirarla.

No quiero decirle que, si ella no hubiese sido concebida, jamás me habría casado con su padre. No fue mi amor por él lo que me hizo formar una familia, sino el amor por la vida que crecía en mis entrañas.

Pero ¿qué habrá pensado Mamie cuando conoció a mi abuelo? Debió de creer —supongo— que ya había perdido a Jacob y, en algún lugar del camino, también a su bebé. Su vida debió de parecerle tremendamente vacía. ¿La habrá empujado la soledad a los brazos de mi abuelo? ¿Cómo habrá podido acostarse con él por la noche, sabiendo que ya había conocido —y perdido— al gran amor de su vida?

—Entonces, si tanto querías a papá, ¿cómo es que os habéis divorciado? —pregunta Annie.

—A veces las cosas cambian —respondo.

—Pero no para Mamie y Jacob —dice Annie con confianza—. Apuesto a que siempre se han querido. Apuesto a que se siguen queriendo.

En aquel momento, siento una gran tristeza por mi abuelo, un hombre cariñoso y amable, siempre dedicado a su familia. Me pregunto si se habrá dado cuenta de que su esposa, aparentemente, había entregado el corazón mucho antes de conocerlo.

Alzo la mirada y veo que Alain me observa pensativo.

—Nunca es demasiado tarde para encontrar el amor verdadero —dice, clavándome los ojos—. Lo único que hace falta es mantener el corazón dispuesto.

—Sí, claro —replico—, lo que pasa es que algunos no tenemos tanta suerte.

Alain mueve la cabeza arriba y abajo lentamente.

—O a veces tenemos mucha suerte, pero estamos demasiado asustados para darnos cuenta.

Pongo los ojos en blanco.

—Claro, como los hombres salen de quién sabe dónde para cortejarme…

Annie me observa a mí y después a Alain.

—Tiene razón. Nadie la invita a salir, salvo Matt Hines, que es, o sea, algo raro.

Siento que me ruborizo y carraspeo.

—Ya está bien, Annie —digo con brusquedad—. ¡Manos a la obra! Necesito que prepares el
strudel
, ¿de acuerdo?

—Es igual —murmura.

Aquella mañana abrimos mejor de lo que esperaba: con la ayuda de Alain, estamos listos para recibir a los clientes a las seis. Gavin pasa a eso de las 6.40, pero la tienda está llena, de modo que apenas tenemos tiempo para hablar mientras le doy el café, le agradezco otra vez su ayuda y le deseo un buen día de trabajo en la casa de Joe Sullivan.

Alain se queda conmigo cuando Annie se marcha a la escuela y, después de la hora punta de la mañana y de responder lacónicamente a las preguntas de una docena de clientes chismosos que querían saber dónde me había metido los tres últimos días, me quedo sola con él en la panadería.

—¡Uf! —dice Alain—. Llevas bien el negocio, querida.

Me encojo de hombros.

—Podría ir mejor.

—Puede ser —dice Alain—, pero creo que deberías estar agradecida por lo que tienes.

Lo que tengo es una deuda cada vez mayor y una hipoteca que no tardarán en reclamarme, con lo cual me quedaré sin negocio. Pero no se lo digo: no hay motivo para cargar a Alain con mis problemas, que imagino insignificantes en comparación con las preocupaciones de su vida, de todos modos. Me da la impresión de que algo debe de estar muy mal en mí para que me deje abrumar con tanta facilidad por pequeñeces.

El día pasa volando y Annie llega de la escuela con un montón de papeles en la mano.

—¿Cuándo vamos a ver a Mamie? —pregunta, mientras saluda a Alain con un abrazo.

—En cuanto cerremos —le digo—. ¿Por qué no empiezas a lavar los platos en el obrador? Tal vez hoy podamos cerrar un poco antes.

Annie frunce el ceño.

—¿Puedes lavar tú los platos? Tengo que hacer unas llamadas telefónicas.

Dejo de retirar los trozos de
baklava
del exhibidor y frunzo el ceño.

—¿Llamadas telefónicas?

Annie me muestra el fajo de hojas que tiene bien agarradas y pone los ojos en blanco.

—Ajá. A Jacob Levy.

Abro mucho los ojos.

—¿Has encontrado a Jacob Levy?

—Sí —dice Annie y baja la vista—. Bueno, vale, he encontrado a un montón de personas que se llaman Jacob Levy y, o sea, ni siquiera he contado a los que figuran como «J. Levy», pero los voy a llamar a todos hasta que encontremos al bueno.

Suspiro.

—Annie, cielo… —empiezo.

—¡Para, mamá! —dice con brusquedad—. ¡No seas negativa, como siempre! Lo voy a encontrar y no me lo puedes impedir.

Abro y cierro la boca, impotente. Espero que esté en lo cierto, pero me da la impresión de que tiene delante centenares de números de teléfono. No me extraña: seguro que Jacob Levy es un nombre bastante corriente.

»¿Vale? ¿Puedo usar el teléfono de atrás?

Hago una pausa y asiento.

—De acuerdo, siempre que todos los números sean de Estados Unidos.

Annie me sonríe y se va brincando al obrador.

Alain me mira risueño y se pone de pie para seguirla.

—Echo de menos ser joven y hacerme ilusiones —dice—. ¿Tú no?

Desaparece en el obrador detrás de mi hija y, allí de pie, me siento como Ebenezer Scrooge. ¿Cuánto hace que he dejado de ser joven y de hacerme ilusiones? No pretendía aguarle la fiesta a Annie; solo quiero que aprenda a ser un poco más realista. Cuando uno espera demasiado, se hace daño: lo tengo comprobado.

Suspiro y sigo guardando los productos de la panadería en recipientes herméticos para congelarlos durante la noche. El
baklava
hecho a última hora de la mañana aguantará un par de días más; las magdalenas y las galletas irán al congelador y calculo que mañana por la mañana podría aprovechar al menos uno de los
strudel
. Nuestros dónuts caseros solo se conservan frescos un día y por eso suelo hacer una sola variedad todas las mañanas; los de azúcar y canela de hoy han desaparecido casi todos y, a menos que aparezca otro cliente en los próximos minutos, es probable que los tres que quedan acaben en la cesta que llevo todos los días al refugio para mujeres.

Oigo a Annie en la habitación contigua hablando por teléfono; supongo que pregunta a una persona tras otra si conocen a un Jacob Levy que vino de Francia después de la Segunda Guerra Mundial. Oigo que Alain le comenta cosas en voz baja entre una llamada y otra y me pregunto qué le dirá. ¿Le contará historias de Jacob para que no pierda la confianza? ¿O será responsable y le recordará que esta podría ser una misión imposible y que no debería hacerse demasiadas ilusiones?

Acabo de vaciar los exhibidores de la panadería y empiezo a llevar los pasteles al congelador industrial. Me pongo a lavar las fuentes de horno, las bandejas para magdalenas y los moldes de los pastelillos, mientras Annie habla con voz más alta, para que no la tape el ruido del agua corriente.

—Hola, me llamo Annie Smith —la escucho decir alegremente en el teléfono— y estoy buscando a un tal Jacob Levy que tendría que tener, o sea, ochenta y siete años. Es francés. ¿Hay allí algún Jacob Levy con estas características? Vale, gracias de todos modos. Sí, adiós.

Cuelga y Alain le murmura algo. Ella ríe, coge el teléfono y repite exactamente las mismas palabras en la siguiente llamada.

Cuando, después de atender a una clienta de última hora —Christina Sivrich, del grupo de teatro local, que me pidió dos docenas y media de galletas para llevar mañana a una fiesta de la clase de su hijo de seis años, Ben—, me dispongo a marcharme de la panadería para ir al hospital, Annie ha hecho tres docenas de llamadas.

—¿Estás lista? —le digo, mientras me seco las manos en un paño de cocina y cojo las llaves del gancho que hay junto a la puerta de la cocina.

—¿Puedo hacer una más, mamá? —pregunta Annie.

Miro el reloj y asiento con la cabeza.

—Una sola. Mira que hemos de llegar al hospital dentro del horario de visitas, ¿de acuerdo?

Me apoyo en la encimera y la oigo soltar su rollo una vez más. Parece afligida cuando cuelga.

—Aquí tampoco —murmura.

—Annie, solo has llegado a la tercera página —le recuerda Alain—. Tenemos muchos más Jacob Levy para probar mañana y, además, mira a todos los J. Levy que tienes en la lista.

—Supongo que sí —dice Annie.

Suspira, se baja de la encimera de un salto y deja la lista junto al teléfono.

—No te preocupes, Annie —le digo, tratando de contagiarme de su optimismo—. Tal vez lo encuentres.

Por la mirada fulminante que me dirige, me doy cuenta de que empieza a perder las esperanzas.

—Es igual —dice—. Vamos a ver a Mamie.

Alain y yo intercambiamos miradas de preocupación y salimos tras ella.

Capítulo 18

D
urante varios días, nada cambia. Mamie permanece inmóvil. Gavin pasa todas las mañanas a buscar una taza de café y una pasta y pregunta por el estado de mi abuela. Alain viene temprano con Annie, me ayuda a mí durante el día y después le hace compañía por la tarde, cuando mi hija arremete con una serie de llamadas telefónicas infructuosas. Cuando cerramos la tienda, los tres acometemos el trayecto de treinta minutos hasta el hospital, en Hyannis, para pasar noventa minutos junto al lecho de Mamie. Lo único bueno de todo esto es que, gracias a Dios, se ha acabado la temporada turística, de modo que hay muy poco tráfico en la Ruta 6 que nos conduce hasta el extremo sudoccidental del cabo Cod y de vuelta a casa.

En la habitación del hospital, Alain coge la mano de Mamie y le murmura cosas en francés, mientras Annie y yo nos sentamos en sendas sillas delante de la cama. De vez en cuando Annie se levanta para situarse junto a Alain y acaricia el cabello de Mamie mientras él le habla despacio. No me decido a participar. Me siento extrañamente vacía. La última persona en la que puedo confiar se me está escurriendo y no puedo hacer nada para impedirlo.

El domingo cierro temprano, a la una, y Alain me pide que lo lleve al hospital.

—¿Quieres venir tú también? —pregunto a Annie.

Se encoge de hombros.

—Tal vez más tarde, pero hoy quiero seguir llamando a más Levy de mi lista. ¿Me puedo quedar en casa mientras tú llevas al tío Alain?

Vacilo.

—De acuerdo, pero no le abras la puerta a nadie.

—Por Dios, mamá, ya no soy una cría —dice Annie, mientras coge el teléfono.

En el coche, en el camino hacia Hyannis, Alain me habla de un restaurante de París que les gustaba mucho a él y a Mamie, antes de la guerra. Él no era más que un niño y Mamie ni siquiera era adolescente. El propietario siempre se acercaba a las mesas después de la comida y preparaba unas creps especiales para los niños, con chocolate, azúcar moreno y plátanos. Mamie y Alain reían y señalaban con el dedo, mientras el dueño flambeaba las creps frente a ellos y después simulaba que no las podía apagar.

—Era una época hermosa —dice Alain—, cuando no importaban las preferencias religiosas de cada cual, antes de que todo cambiara. —Hace una pausa y añade—: La noche que se llevaron a mi familia, pasé corriendo por delante de aquel restaurante. El propietario estaba fuera, observando a toda la gente que conducían por la calle hacia la muerte. ¿Y sabes una cosa? Sonreía. A veces, todavía veo aquella sonrisa en mis pesadillas.

Se queda mirando por la ventanilla el resto del trayecto.

En el hospital, me siento un rato con Alain junto a la cama de Mamie, mientras él le susurra.

—¿Te parece que te oye? —le pregunto antes de marcharnos.

Sonríe.

—No lo sé, pero me siento mejor si hago algo que si no hago nada. Además, le cuento historias de nuestra familia, unas historias que no me permito recordar desde hace setenta años. Si algo la puede hacer volver, seguro que será esto. Quiero que sepa que el pasado no se ha perdido, que no se ha olvidado, aunque ella haya venido aquí y haya tratado de borrarlo.

Cuando regreso a casa una hora más tarde, después de dejar a Alain en la biblioteca, como me ha pedido, Annie está sentada con las piernas cruzadas en medio del salón, con el teléfono inalámbrico en la oreja y diciendo:

—Ajá… ajá… ajá… De acuerdo.

Por un momento se me iluminan los ojos: ¿Habrá encontrado a Jacob Levy? Después de todo, lo que dice no acaba con la típica disculpa por haber llamado a un Levy equivocado, pero entonces se vuelve y le veo la cara.

—Pues sí, de acuerdo —la escucho decir—. Es igual.

Corta la comunicación y arroja el teléfono al suelo.

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