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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

La llave del abismo (44 page)

BOOK: La llave del abismo
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Por fin, Daniel decidió volverse.

—No, Daniel, no lo mires... —rogó Yilane, aunque él mismo no podía evitar mirar.

De algún modo Daniel supo que la cosa era mucho mayor bajo la superficie. Lo que quedaba a la luz tenía el aspecto de una mitad de esfera que ocupaba casi por completo los bordes de la zanja. Su diámetro total debía de ser de más de veinte metros. Sobre ella, coronándola, se erguía un cilindro de unos diez metros de anchura, aunque no tan alto como la fuerza de su aparición había hecho suponer. Tanto el cilindro como el trozo de esfera mostraban una superficie enmarañada, como el interior de una víscera.

—Daniel —susurró Yilane frenéticamente—, sé lo que es esta criatura... Los Antiguos las usaron para construir sus moradas bajo el agua... Se cree que se extinguieron con el paso de los eones, pero es posible convocarlas si...

Daniel no lo escuchaba. Frunció el ceño mientras contemplaba al monstruo. Sin saber por qué, a su mente había acudido una imagen súbita, inesperada.

El Gran Tren.

Dio un paso adelante.

—¡No te acerques...! —gritó Yilane, horrorizado.

Daniel siguió avanzando con los ojos muy abiertos.

—No es una criatura —dijo—. Es una máquina.

• •
12.9
• •

Maya Müller no se había movido de la postura en que Svenkov la había dejado. Se quedaría allí hasta que el polinesio regresara, y solo intentaría hacer algo en caso de que ya hubiese matado a Darby.

Si, por el contrario, Héctor seguía vivo y en su poder (sospechaba que eso era lo más probable), soportaría todo lo que Svenkov le hiciera u obligara a hacer hasta encontrar alguna oportunidad de contraatacar sin arriesgar la vida de Héctor. Si no la encontraba, no atacaría.

Tal era su esquema de acción. Se sentía incapaz de intentar salvarse a costa de la perdición de Darby. La sola idea le repugnaba. Le debía la vida, y no podía pagarle ayudando a matarlo.

Había estado oyendo disparos y gritos confusos. Ahora solo escuchaba el salvaje ruido del mar rompiendo contra la honda oscuridad de su interior. Aquella pausa se le antojó ominosa: si Rowen o Anjali hubiesen sobrevivido, ya habrían hecho notar su presencia. Pensó que, por horrible e insoportable que le pareciera, quizá era mejor que todos hubiesen muerto, incluyendo a Darby. Entonces ella podría reunir fuerzas y quedaría libre para vengarse.

Y se vengaría. Hasta el último hálito.

Oyó las rápidas pisadas chapoteando en el agua. Supo a quién pertenecían casi antes de oírlo hablar.

—¡Maya, estoy bien! ¡Svenkov ha muerto! ¡Cuidado con...!

Una ráfaga de disparos desde la cima del acantilado hizo callar a Darby. Por un momento la muchacha gimió asustada, pero de inmediato percibió que el hombre biológico había resultado ileso y se había ocultado entre las rocas.

Sabía lo que Darby había intentado decirle:
Cuidado con la chica rubia.

Bien. Eso era todo lo que necesitaba saber. Darby la había liberado. Habían intercambiado, al decir de la Biblia en el Duodécimo, una «elocuente mirada» en medio del viento, y a partir de ese momento el resultado final dependería de ella.

Pensó en las posibilidades. A juzgar por el sonido de los disparos, la Rubia se hallaba aún en lo alto del acantilado. ¿Por qué no había vuelto a disparar? Porque estaba bajando.

Bajando. A toda prisa. Hacia ellos.

Si era ágil, como le había parecido que lo era, en menos de treinta segundos se encontraría a distancia suficiente como para efectuar nuevos disparos, esta vez mortales.

—Maya —oyó decir a Darby desde su escondite de piedras, su voz agrietada por el temor—, solo quedamos tú y yo, y tú no puedes pelear en esas condiciones... Ni siquiera puedes moverte... Quédate ahí, intentaré atraerla hacia mí...

—Héctor. —Levantó la cabeza apenas, cubierta de barro—. Vete.

—No te dejaré —contestó Darby.

—No voy a quedarme —resopló Maya entre dientes—. Sube la ladera que tienes junto a ti. Hay vegetación, podrás cubrirte.

Mientras hablaba, preparaba sus músculos.

¿Qué significaba no poder usar una rodilla? Muchas cosas y ninguna, todo dependía de lo que quisieras hacer. Ciertamente, no podía caminar, pero existían otras formas de moverse. Una rodilla solo era una extremidad inutilizada: el cuerpo tenía cuatro. Apretó los dientes y se dispuso a usar de verdad las otras tres. Había recibido de niña golpes brutales, y había tenido que superarlos. Ahora contaba con más fuerza y experiencia. No iba a rendirse.

—¡Maya...! —jadeó Darby—. ¡Está llegando abajo!

Aún tiene que atravesar el trecho de agua,
calculó. Eso la haría ir más lento.

Desplazó el cuerpo hacia un lado vertiginosamente. No tuvo que utilizar la articulación destrozada, logró hacerlo a la perfección. Pero cuando se dispuso a arrastrarse, estallidos simétricos a unos centímetros de su cabeza espolvorearon tierra por todo su ya de por sí embarrado cabello.

Está en el mar, pero su puntería es perfecta.

Se trataba, hubo de reconocer Maya, de una enemiga muy especial. Había impedido sus movimientos a base de disparos, sin duda sabiendo que, si la dejaba deslizarse hacia las rocas, le otorgaría una ventaja.

Lo intentó de nuevo, pero la arena volvió a saltar junto a ella, a escasa distancia de sus dedos. Era como arrastrarse entre bombas ocultas.

Entonces oyó los pasos.
¡Héctor, estúpido!,
pensó, sin llegar a gritar. Darby había salido de su escondite y corría a más no poder hacía el extremo opuesto de la cala.

Otra nueva ráfaga de detonaciones sonó lejos de ella. Decidió arriesgarse y dio una vuelta completa en dirección a las rocas, poniéndose a cubierto. El gesto le provocó un dolor de cristal que se hizo añicos en su interior convirtiéndose en fuego y vértigo. Durante un instante solo consiguió gemir e intentar no desmayarse. Por fortuna, continuó oyendo las pisadas alejándose de ella, y supo que Darby tampoco había sido herido. Ambos estaban a salvo.
Por ahora.

Había trazado un plan descabellado. Pero, para realizarlo, tenía que seguir moviéndose.

¿Cuánta sangre habría perdido? No lo sabía, suponía que mucha. No tanta, en cualquier caso, para que eso le preocupara.

• •
12.10
• •

Turmaline cruzaba la playa a buen paso hendiendo el agua con sus largas piernas, el cabello resonando a su espalda.

La Rubia estaba irritada porque las olas y la imprevista aparición de Darby le habían hecho fallar. Había dudado entre abatir al hombre biológico o seguir controlando a la ciega, a la que ya tenía acorralada. Queriendo cazar la pieza más fácil había perdido ambas. Eso era imperdonable.

Pero no volvería a cometer otro error. Los eliminaría a todos, dejaría el camino despejado para que la Verdad interviniera cuando deseara hacerlo, tal como el Amo le había ordenado. El Amo no tendría queja alguna de ella.

Darby había vuelto a escabullirse, pero la preocupación principal de Turmaline era la ciega. Si no hubiese permitido que Svenkov la dejara viva... Pese a todo, ¿qué podía hacer aquella chica? Tenía una pierna inútil y era realmente ciega. Turmaline estaba segura de que solo debía acercarse y disparar. No la veía en aquel momento, pero el rastro de sangre en la arena la conduciría hasta ella.

Salió del agua y avanzó con rapidez bordeando las altas piedras por las que había visto desaparecer a su contrincante. De pronto percibió algo.

Miró hacia arriba. Apenas podía creerlo.

Le parecía imposible que la ciega hubiese trepado a las rocas en tan poco tiempo y se hubiese situado
sobre ella.
Pero allí estaba.

Durante la fracción de segundo en que la vio, Turmaline, incrédula, también pareció ciega.

Vértebras, músculos de espalda y brazos, venas marcadas bajo la piel, aire dilatando las fosas nasales: Maya Müller convirtió su cuerpo en un objeto pesado, una escultura desplomándose sobre la Rubia.

En medio de la caída, intuyó que Turmaline ya se había percatado. Aunque no contó con la sorpresa, la reacción de su oponente fue tardía y el impacto hizo que ambas rodaran por la arena. Turmaline soltó las pistolas, que rebotaron a escasa distancia, pero la suficiente como para que no pudiese utilizarlas de inmediato.

Esa fue la única buena noticia para Maya Müller.

Todo lo demás resultó bastante malo: al caer, ondas de dolor se propagaron desde su rodilla como choques eléctricos de alto voltaje, dejándola por completo inmovilizada, boca arriba, en la peor posición para defenderse. Supo que no iba a poder hacer nada durante varios segundos, y a su contrincante le bastaría con la mitad de uno de ellos para eliminarla.

—Ah —dijo Turmaline—. A eso se le llama mala pata...

La Rubia se incorporó hasta quedar en cuclillas y, tomándose su tiempo, extendió todo su pelo con violentos gestos de la cabeza hasta desenredarlo y prepararlo. No quiso recuperar sus armas: le atraía que el golpe final fuese el toque ardiente de su cabello. Maya Müller no llevaba nada encima. En ritual simetría, Turmaline decidió despojarse de todo: mochila, resto de armas y perlas explosivas, la pequeña pieza de ropa. Pensó que en aquella lucha de un cuerpo contra otro, la muerte de su enemiga sería una clase especial de rito.

Se puso en pie y el oro del pelo lanzó destellos al atardecer. Su cuerpo perfecto, diseñado como una extraordinaria herramienta de placer y dolor, se desplazó hacia el de la muchacha, sus piernas se flexionaron, se sentó sobre su vientre, le inmovilizó los brazos con sus férreas manos y dejó expuestos su pecho y su rostro.

—Eres Maya Müller —dijo con calma—. El Amo me ha hablado mucho de ti, Maya. Te consideraba la pieza más difícil. Es un honor para mí acabar contigo. —Mientras hablaba levantaba el mentón dejando que su pelo colgara hacia atrás formando una sola masa. Quería saborear el momento. Sonrió al pensar que su víctima no moriría de inmediato: golpearía de tal manera que le perforaría el rostro sin matarla. Su agonía sería atroz. Turmaline tenía experiencia en agonías atroces.

Sujetó a la ciega del cuello exponiendo aún más su rostro.

Fue entonces cuando el disparo le rozó el hombro. No resultó lo bastante certero para apartarla de Maya, ni siquiera para provocarle dolor, pero sí lo suficiente para impedirle realizar el ataque. Miró hacia el acantilado y vio a Anjali Sen con la cabeza ensangrentada y tambaleándose, pero apuntando con la pistola de Svenkov.
Debí haberla rematado,
pensó, y ese pensamiento la distrajo.

La pierna izquierda de Maya se alzó de improviso como un resorte haciendo que Turmaline diera una vuelta de campana. Liberada de su peso, Maya giró sobre la arena. Pero la Rubia se movió con escalofriante velocidad y descargó las púas como una lluvia de cuchillos manejados por otros tantos locos.

Maya esquivó dos ataques mientras la arena junto a su rostro era taladrada por aquellas colas de escorpión. Supo que, tarde o temprano, la Rubia efectuaría un golpe acertado. Y no podía confiar en recibir más ayuda: quienquiera que hubiese disparado (Anjali o Rowen, desde el acantilado), no iba a poder hacerlo de nuevo si su enemiga se hallaba tan cerca.

Decidió cambiar de táctica.

Esperó a escuchar el zumbido del pelo cortando el aire, y, en vez de limitarse a volver a esquivarlo, hizo algo inesperado.

Lo atrapó.

Por un instante, Turmaline la miró, confundida. Tiró de su pelo hacia atrás y el puño cerrado de Maya se convirtió enseguida en un surtidor de sangre. Pero no se abrió.

Con otro tirón, la muchacha hizo que Turmaline perdiera el equilibrio. Entonces se incorporó situándose a su espalda y apoyándose sobre la rodilla izquierda mientras mantenía la derecha extendida. Procurando ignorar las lanzas de dolor que atravesaban su pierna derecha y su mano, sin soltar la presa de cabellos metálicos, empleó el brazo libre para rodear la garganta de Turmaline y obligarla a arquearse hacia atrás.

Turmaline casi sonrió. Otros habían intentado estrangularla antaño sin resultado. Sabía cómo protegerse tensando los fuertes músculos diseñados de su cuello y haciendo presión con las manos. Había sido creada como un arma mortal: nada ni nadie podía dejarla fuera de combate simplemente intentando estrangularla.

Pero en ese momento descubrió que la ciega no pretendía eso.

Maya giró su otro brazo hacia el lado opuesto y llevó el grueso mechón de cabellos dorados hacia el rostro de Turmaline, cubriéndolo casi por completo. Sabía que el cuello de la Rubia era una zona más frágil, pero las manos de su enemiga y su propio brazo lo bloqueaban.

No importaba: lo haría en el rostro.

—No —dijo Turmaline.

—Sí —dijo Maya. Tensó el bíceps y empezó a tirar.

Turmaline miró el mundo bajo barrotes dorados mientras las hebras de su propio pelo se hundían en sus facciones con tanta facilidad que, al pronto, ni siquiera sintió dolor, solo sorpresa. Cuando quiso parpadear, finas lonchas de piel se desprendieron de lo alto de sus ojos. La luz que llegaba a sus retinas quedó taladrada como por una persiana de acero y las comisuras de sus labios se prolongaron de repente en miles de líneas rojizas; la lengua, atrapada en la formación de un grito, se transformó en un amasijo de gusanos planos que se movían a la vez soltando chorros de sangre.

Al llegar a la osamenta del cráneo, los cabellos se detuvieron. Turmaline seguía viva, pero la mano sangrante de Maya apenas podía reunir la fuerza necesaria para continuar.

Sin embargo, la muchacha sabía que «la fuerza necesaria» es solo cuestión de voluntad.

Usó la otra mano, apoyándola sobre la que agarraba el cabello, y dio un fuerte tirón final. Con un sonido como de miles de pequeñas ramas quebradas a la vez, los metales de aleación se abrieron paso por la barrera del hueso y se clavaron firmes como anclas en algún lugar de los pensamientos de Turmaline, que dejó de pensar y de sentir al mismo tiempo.

Solo entonces Maya Müller soltó aquellas hebras afiladas, y con ellas parte de la piel de la palma de la mano, y cayó jadeante sobre el cadáver de la Rubia.

CUARTA PARTE:
ABISMO

[¿Qué clase de lugar se hallaba ahí abajo? ¿Qué primigenia e inconcebible fuente de arcaicos ciclos míticos y acechantes pesadillas estaba a punto de descubrir?

Sagrada Biblia
, Undécimo Capítulo, VI, 17]

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Cuerpo
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