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Authors: Álex Rovira,Francesc Miralles

Tags: #Intriga, #Histórico

La luz de Alejandría (16 page)

BOOK: La luz de Alejandría
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—Bueno, a los chinos les gusta descubrir sus orígenes y fortalecer sus vínculos familiares.

Un cansancio repentino, fruto del
jet lag
, empezó a apoderarse de mis miembros. Miré la hora en mi móvil: con tanta cháchara nos habían dado la una de la madrugada.

Lorelei me miró interrogativa. Trataba de adivinar lo que me disponía a hacer, ya que mi experiencia me decía que una mujer nunca tolera bien que se rechace su invitación sexual.

Más allá de que el decoro me impidiese acostarme con una chica tan joven, en lo más profundo de mí aún tenía esperanzas de amar a Sarah, y sabía que jamás perdonaría un resbalón con su hermana.

—Tengo que irme —anuncié.

—Eres un aburrido —dijo con resentimiento.

—Seguro, pero he prometido venir a tu habitación y he cumplido. Por cierto —acababa de darme cuenta de que había pasado por alto lo más importante—, ¿puedo hacerte una pregunta?

—Puedes, pero si es algo como «¿quieres que nos acostemos sin compromiso?» mi respuesta es que te puedes ir a la mierda. Hace un buen rato que tendrías que haberme abrazado.

—No va por ahí la cosa —dije perplejo una vez más—. Tiene que ver con las actividades a las que se dedicó tu cliente antes de morir. ¿Sabes algo de los Hijos de la Luz?

Como toda respuesta, Lorelei abandonó la posición de loto y se dejó caer sobre el colchón. Luego se tapó la cabeza con la almohada.

Un sollozo apenas ahogado me dijo que era hora de largarme.

EL CUARTO FARO

CONFUCIO

DIEZ ANALECTAS DEL MAESTRO KONG

I

Si ya sabes lo que tienes que hacer y no lo haces, entonces estás peor que antes.

II

Debes tener siempre fría la cabeza, caliente el corazón y larga la mano.

III

Saber que se sabe lo que se sabe y que no se sabe lo que no se sabe; he aquí el verdadero saber.

IV

El silencio es el único amigo que jamás traiciona.

V

Cada cosa tiene su belleza, pero no todos pueden verla.

VI

El mal no está en tener faltas, sino en no tratar de enmendarlas.

VII

Nuestra mayor gloria no está en no caer jamás, sino en levantarnos cada vez que caigamos.

VIII

Los que respetan a los padres no se atreven a odiar a los demás.

IX

Exígete mucho a ti mismo y espera poco de los demás. Así te ahorrarás disgustos.

X

Raras veces los hombres reconocen los defectos de aquellos a quienes aman, y no acostumbran tampoco a valorar las virtudes de aquellos a quienes odian.

QUINTA PARTE

Las aguas del Tao

Pekín

Después de hacer escala en Guangzhou —incomprensiblemente no había vuelos directos entre la capital nepalí y la china—, aterrizamos a las ocho de la tarde en Pekín.

El control fronterizo se efectuaba en unas modernas instalaciones con abundancia de personal para que no se formaran largas colas, a diferencia de lo que sucede en los aeropuertos de Londres o Nueva York. La limpieza y el silencio eran turbadores.

Mientras aguardaba mi turno, eché un vistazo al visado que había obtenido en Katmandú el día antes. Sobre el adhesivo con la gran muralla china constaba que teníamos treinta días como máximo para realizar dos entradas en el país.

La segunda era para Hong Kong, una isla dentro del gigante asiático donde los mismos chinos necesitan un visado.

Llegó mi turno y un oficial impecablemente trajeado me saludó gentilmente con la cabeza, miró mi pasaporte y activó una minúscula cámara para hacerme una foto. Tras aquella operación que no duró más de quince segundos en total, bajo el mostrador se encendieron tres botones para que valorara la atención recibida. Debía elegir una de las opciones descritas en inglés.

Sorprendido con aquella evaluación continua de los empleados, mientras caminábamos hacia la terminal de salida me dije que, tras convertirse en la fábrica del mundo, China aspiraba ahora a la perfección en sus servicios y superar incluso a sus vecinos japoneses.

Acto seguido, saqué 2000 yuanes de un cajero —unos 250 euros— y salimos a una ordenada fila de taxis verdes y amarillos.

—Vas a ver ahora cómo nos van a timar como pardillos —dije cargado de prejuicios.

Sarah no contestó a mi comentario. Se limitó a entrar en el coche y entregar nuestra dirección al chófer. La había impreso en caracteres chinos, ya que, al parecer, era muy difícil encontrar un taxista que leyera el alfabeto latino.

El taxista murmuró afirmativamente y devolvió el impreso a mi acompañante, que pegó la cara a la ventanilla con una expresión de serena melancolía.

Para calmar los latidos de mi incorregible corazón —aún se me disparaba al contemplarla—, tomé de un revistero una publicación en inglés destinada a los visitantes extranjeros. En la portada salía Lang Lang, como no. Lo que para cualquier occidental hubiera sido un encuentro simpático con el pianista de moda para mí era la tarjeta de visita de la muerte.

A fin de olvidarme de Liwei, me sumergí en la biografía de aquella estrella del rock de los auditorios clásicos.

Nacido en una ciudad industrial, su padre, un policía y músico frustrado, detectó en Lang Lang un talento único para el piano. Eso le decidió a sacrificarlo todo por la formación de su hijo, que se había interesado por el instrumento a los veintiún meses de vida, al ver unos dibujos animados de Tom y Jerry en los que aporreaban a toda velocidad las teclas.

Con cuatro años empezó a recibir clases y a los cinco ganaría su primer concurso como pianista prodigio. Pero su progresión meteórica se truncó a la edad de siete años, al perder su primer concurso. Lejos de hundirse, Lang Lang decidió aumentar las horas de estudio hasta romper los pedales de su humilde piano.

Satisfecho con aquella devoción, su padre decidió entonces llevarse al niño a Pekín. El objetivo era entrar en el conservatorio de la capital, que contaba con escasas plazas para miles de candidatos. Separado de su madre, el joven pianista se helaba en un piso de suburbio sin calefacción en invierno —la temperatura a menudo bajaba de los −10°— y plagado de cucarachas en verano. Pero cuando sus dedos se posaban sobre las teclas era feliz.

La relación de Lang Lang con su padre fue siempre de amor y de odio, ya que su progenitor se ensañaba con él cuando no conseguía ser el número uno, llegando a sufrir una depresión que le obligó a estar meses sin tocar.

Tras una infancia llena de pasión y sufrimiento, la gloria le llegaría a la edad de doce años, cuando ganó un premio internacional en Alemania y luego el concurso Tchaikovsky en Japón. Sus padres se endeudaron hasta la miseria para seguir pagándole los viajes, convencidos de que su vida no volvería a ser la misma. Y así fue.

El artículo se cerraba con una sencilla reflexión de quien, a día de hoy, es considerado por muchos el mejor pianista del mundo: «Sigo amando trabajar con el piano, que es como un ser vivo. Cuando toco es siempre un momento precioso en el que jamás me siento solo».

Dejé aquella publicación para turistas en el revistero. Quedaban atrás tétricos barrios dormitorio, lo cual había ralentizado la marcha del taxi por el centro de Pekín. Pese a ser la nueva capital del mundo, la funcionalidad de los edificios estaba por encima del diseño, a diferencia de lo que sucedía en la más glamurosa Shanghái.

Después de atravesar una plaza de proporciones gigantescas, el taxista torció por un
hutong
, uno de los callejones del casco antiguo alrededor de la Ciudad Prohibida. Me impresionó que en la moderna capital china aún perviviera aquel trazado de las viejas dinastías.

—Se acabaron los hoteles grandes, supongo —comenté a Sarah al ver que nos adentrábamos por calles cada vez más insalubres—. ¿Te ha dicho Simón que controlemos el presupuesto?

—No me ha dicho nada —repuso muy seria—. He elegido un hotel muy pequeño con patio. Vamos a pagar en efectivo para que esta vez nadie sepa dónde estamos.

—¿Lo dices por Lorelei?

En el largo vuelo nocturno le había contado nuestro encuentro en el Yak Café, sin decirle que habíamos proseguido la conversación en su pensión.

—Esa niñata me trae sin cuidado. Además, no pongo en duda que va a ponerse en camino hacia el Everest, aunque no esté preparada. Lore funciona a base de adrenalina.

—Entonces, ¿desconfías de Simón?

—Desconfío de la red. Por eso ni siquiera he hecho reserva. Espero que en la Linterna Roja tengan una habitación para nosotros. —Sarah giró la cabeza para asegurarse de que no nos seguía ningún vehículo—. A partir de ahora debemos extremar las precauciones. Creo que estamos muy cerca del descubrimiento que sentenció a Marcel.

La linterna roja

El hostal elegido por Sarah para nuestra fase clandestina era una preciosa casa tradicional, con un patio del que colgaban faroles rojos. Los habían encendido al caer la noche. Desde aquel remanso exterior, con mesitas entre plantas y estatuas de piedra, se accedía a las diferentes habitaciones, todas ellas con puertas y ventanales de madera roja.

Salió a recibirnos un joven de veintipocos años que, pese a ser chino, lucía una teñida melena rubia.

El encanto de aquel lugar me hizo temer que estuviera completo, con el engorro de tener que buscar alojamiento por aquellos callejones en plena noche. Sin embargo, tras mirar en una polvorienta carpeta llena de reservas, el informal recepcionista dijo en un inglés básico:

—Tengo sólo una habitación pequeña con cama pequeña. No estarán cómodos. Mejor busquen otro hotel.

—Yo dormiré en el suelo —dije. El chico levantó las cejas perplejo al oírme—. Si tiene un colchón extra, para mí es suficiente.

El rubio oriental miró admirativamente a Sarah y luego a mí con estupor. Su expresión parecía decir: ¿por qué querrá dormir en el suelo este pobre diablo, con una mujer de bandera como ésta?

—De acuerdo. Voy a preparar la habitación. Serán 300 yuanes por día. ¿Cuántas noches?

—No lo sabemos aún —intervino Sarah.

El recepcionista levantó levemente las cejas y desapareció por una de las puertas rojas bajo un farol encendido.

Una hora después se repitió una escena cotidiana de la que yo jamás me cansaba. Ella se duchaba mientras yo fantaseaba con la idea de que éramos una pareja en viaje romántico, en lugar de dos pringados que siguen el camino al cadalso de un infeliz.

Además del colchón sobre el suelo y de la cama de Sarah, había un pequeño sofá que quizás fuera mejor opción para dormir. Enfundado en un pijama ligero, con el rumor del agua como adecuada música de fondo, me dediqué a leer un poema del
Tao Te Ching
bellamente enmarcado. Junto a los ideogramas chinos, había la traducción al inglés.

El cielo y la tierra deben su eterna duración

a que no hacen de sí mismos

la razón de su existencia.

Por ello son eternos.

El sabio se mantiene rezagado

y así es antepuesto.

Excluye su persona

y su persona se conserva.

Porque es desinteresado

obtiene su propio bien.

Más allá de su significado, había una honda belleza en aquellos versos de Lao Tsé, sin duda el quinto faro elegido por Bellaiche. Tras Buda y Confucio, era el último sabio oriental de la época que faltaba.

Mientras esperaba mi turno para pasar por agua, medité sobre el sentido de aquel texto, que a mi entender versaba sobre la humildad. El cielo y la tierra son desconocedores de su grandeza, pese a que todo lo albergan. En cambio, cualquier miserable ego humano se cree más allá del bien y del mal. Defiende su identidad frente a la de otros, compite por sobresalir, aplasta a la competencia si puede.

Como el cielo y la tierra, el sabio del que hablaba Lao Tsé no reclama honores ni atención —«se mantiene rezagado»— pero su utilidad lo pone en primer lugar y gana sin quererlo la consideración de los demás. Se borra cualquier mérito y eso refuerza el valor de lo que hace.

«Esto lo puede entender un niño», me dije mientras se abría la puerta del baño. «Ahí radica el problema. El adulto ha acumulado tantos filtros en forma de prejuicios, comparaciones, anhelos y revanchas que es incapaz de
estar sin estar
».

—¿Qué haces ahí embobado? —preguntó Sarah envuelta en una toalla.

—Pienso en el
Tao
, en el vacío que todo lo llena, en el no ser que lo es todo.

—Eres muy gracioso, Javier. ¿Puedes pasarme el camisón rojo de mi maleta?

Feliz de compartir aquel gesto cotidiano, aunque no condujera a nada —puro
Tao
—, revolví en su maleta Mandarina Duck hasta dar con un finísimo camisón de seda encarnada. Parecía comprado ex profeso para aquel alojamiento en el viejo y romántico Pekín.

Se lo lancé con la calma y precisión de un arquero. Sarah lo cazó al vuelo y me guiñó el ojo antes de encerrarse de nuevo en el baño.

Sabedor de que la cosa podía alargarse mucho más, tomé el cuaderno de Alejandría para revisar las notas de Bellaiche en Pekín. Para mi decepción, nada de aquello parecía conducir a ningún sitio.

No había señas del hotel donde se había alojado, lo cual siempre era un punto de partida, ni informaciones específicas sobre lo que había buscado en Pekín, como sí había encontrado en Chipre. Las notas en la página dedicada a la capital china eran un batiburrillo de horarios y precios del tren de alta velocidad entre Pekín y Shanghái.

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