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Authors: Álex Rovira,Francesc Miralles

Tags: #Intriga, #Histórico

La luz de Alejandría (19 page)

BOOK: La luz de Alejandría
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Pasé a contemplar el trabajo del pintor actual, que había trabajado distintas versiones de aquel cuadro con tonos superpuestos de blanco. Me pareció una obra muy decorativa para una vivienda amplia y moderna, pero de poco contenido artístico.

Mientras miraba con escepticismo aquellas telas, no me había dado cuenta de que una elegante joven de aspecto japonés me aguardaba en la retaguardia. Sarah se había quedado en la planta baja.

—¿Desea el señor conocer los precios?

—No creo que pueda permitírmelo —me disculpé—. Además, estoy de paso por la ciudad y no puedo cargar con obras de esta envergadura.

Ciertamente, aunque el original tenía unas dimensiones bastante reducidas, 33 × 48 centímetros, las «versiones» de Raymond Liu, el artista local, hacían al menos un metro por cada lado.

—Podemos enviarle la obra a casa —sonrió servicialmente la japonesa—. Incluso aceptamos el pago a plazos si el cliente está muy interesado por la obra.

Al rehusar nuevamente el ofrecimiento, me percaté de que no había hecho la pregunta fundamental, el motivo por el que habíamos entrado en aquella galería antes que en ninguna otra.

—¿Por qué se llama este centro Children of Light?

—Es el nombre de nuestra fundación. El artista que expone esta semana, el señor Liu, es su presidente. Se trata de una solución de urgencia para cubrir una vacante, ya que nos dedicamos justamente al mecenazgo de otros artistas.

—Esto es interesante —repuse sin saber por qué lo decía—. Me gustaría mucho conocer al presidente de la fundación. Trabajo en Europa en proyectos de arte y creo que podríamos establecer una fructífera colaboración.

—Debo consultar esta petición —repuso nerviosa—. Raymond Liu no acostumbra a recibir visitas individuales.

«¿Por qué no?», pensé mientras la japonesa se alejaba meneando su escueto trasero. «Tal vez preferiría que le visite con un autocar de domingueros».

En aquel momento subió Sarah, sorprendida de que pasara tanto rato entre olas blancas casi invisibles.

—¿Qué diablos haces aquí?

—Acabo de pedir una cita con el propietario de este chiringuito.

Justo entonces emergió de nuevo la japonesa con una tarjeta entre las manos. Me la entregó con una pronunciada reverencia, y yo me disculpé por no tener conmigo una tarjeta de visita, algo muy grosero en la cultura oriental.

—Estaremos encantados de valorar sus propuestas.

Vi en el cartoncito que sólo venía la dirección de aquella galería en el 798 y una dirección general de correo electrónico. Aquello no llevaba a ningún sitio, así que opté por ser directo:

—No es con la galería con quien deseo hablar, sino con el señor Liu. ¿Me puede decir dónde encontrarle?

—Vive lejos de aquí —repuso muy tensa—. En Hong Kong. Y no le es posible desplazarse a menudo hasta la capital. De hecho, ahora mismo está abriendo otra galería en Shanghái. En cualquier caso, si me permite sus señas, el señor Liu se pondrá en contacto con usted cuanto antes.

Sarah se quedó boquiabierta ante mi salida:

—El problema es que soy peor que él, voy de aquí para allá sin residencia fija. Pero tengo entendido que un colega nuestro, Marcel Bellaiche, sí habló con él, ya que trajo noticias de vuelta sobre los Hijos de la Luz.

El farol funcionó a la perfección, ya que la japonesa se quedó paralizada al oír aquel nombre relacionado con su organización.

—Espere un momento aquí. Voy a buscar a alguien que pueda serle de ayuda en este asunto.

—Demasiado tarde —dije—. Tenemos que irnos. Ahora mismo.

Mientras bajábamos las escaleras, pude oír a mis espaldas como la oriental hablaba por teléfono en un tono apremiante.

EL QUINTO FARO

LAO TSÉ

EL POEMA DE LA UTILIDAD DEL VACÍO

Treinta radios convergen en el centro

de una rueda,

pero es su vacío

lo que hace útil al carro.

Se moldea la arcilla para hacer la vasija,

pero de su vacío

depende el uso de la vasija.

Se abren puertas y ventanas

en los muros de una casa,

y es el vacío

lo que permite habitarla.

En el ser centramos nuestro interés,

pero del no-ser depende la utilidad.

TAO TE CHING

SEXTA PARTE

Metafísica

Shanghái

La estación de trenes de alta velocidad era un lujoso hangar surcado por hombres con traje y ejecutivas a la moda de las grandes marcas europeas. La ausencia de ciudadanos de aspecto más humilde indicaba que los 50 euros, al cambio, que costaba el pasaje a Shanghái aún era prohibitivo para la mayor parte de la población.

Tras la visita a la galería, habíamos tomado un taxi hacia la Linterna Roja para, una vez cargadas las maletas, seguir el trayecto hasta la estación. Había que evitar más riesgos de los que ya estábamos corriendo.

—La inauguración de la sede de Children of Light en Shanghái es mañana domingo a las doce del mediodía —había descubierto Sarah navegando en su smartphone—. Pero lo curioso es que no especifica que sea otra galería de arte. De hecho, esta noticia sólo dice que el acto constará de una introducción de Elisabeth Mist y el discurso de Raymond Liu, ambos en inglés para el público más cosmopolita de la ciudad.

—A saber qué entienden por cosmopolita —comenté, tenso, ante la certeza de que nos acercábamos a una pista significativa y peligrosa—. ¿Crees que son los mismos Hijos de la Luz que mencionó Liwei antes de morir? Aparte del nombre, no veo la relación entre
La gran ola
y una mentira común a los siete maestros que Marcel pudiera haber descubierto. ¿No será una coincidencia?

—Imposible —había concluido Sarah, intranquila—. No hay que olvidar que Liwei mantenía lazos con su país y que Marcel había anotado el 798 de forma destacada en su cuaderno. Todo esto está conectado de una manera que todavía no podemos imaginar.

—Mañana saldremos de dudas, si no nos interceptan antes.

El tren de alta velocidad penetró, como un imparable dragón de acero, en los primeros barrios de Shanghái. Más estrecho y sencillo que el AVE español, el convoy había cumplido con el horario previsto mientras los empleados del propio ferrocarril comían o dormían en el vagón restaurante.

A diferencia de Pekín, en el
skyline
de la ciudad más poblada de China se percibía el gusto por el diseño y la ostentación. A un lado del río Huangpu se conservaba el centro histórico, Puxi, con la elegante Concesión Francesa —un barrio colonial del siglo XIX— y los bloques señoriales del Bund que, a escala más reducida, recordaban a los primeros rascacielos de Nueva York.

Al otro lado del río se erigía el barrio financiero de Pudong, con sus cúpulas siderales insertadas en rascacielos futuristas.

—¿Nos alojaremos también en un hostal de incógnito? —pregunté a Sarah mientras bajábamos del tren.

—Más que nunca. He anotado la dirección de un albergue de Nanjing Road, una calle céntrica pero poco atractiva para dos
laowai
como nosotros. A no ser que la organización, quienesquiera que sean, tengan acceso a los registros de la policía, nadie nos buscará en un lugar así.

El conocimiento del inglés tampoco era común en la capital financiera china. Para mi estupor, durante la media hora larga de trayecto en taxi, el chófer no dejó de hablarnos en su idioma, como si se resistiera a admitir que no le pudiéramos entender.

—No sabía que Lorelei se interesara por la espiritualidad —comenté a Sarah para que el taxista dejara de hablarnos en chino—. Casi cada día está colgando en la página web de Bellaiche algún artículo mistérico sobre estos maestros.

—En realidad no hay nada que le interese, fuera de sí misma. Se ha metido en esto sólo porque yo estoy implicada… al igual que tú, por supuesto. A su manera psicópata, creo que está enamorada de ti.

—Bobadas. De ser así, la tendríamos siguiéndonos los talones, y no en una expedición al campo base del Everest.

—Eso lo hace también por ti, para impresionarte. Es su manera de llamar tu atención y demostrarte que es una chica intrépida que no conoce límites.

—No hace falta que me convenza de ello —dije recordando todo lo sucedido en Suiza y en Estados Unidos durante nuestra primera investigación—. El artículo que colgó ayer sobre Lao Tsé no estaba nada mal, la verdad —añadí para cambiar de tema.

—¿Ah, no? ¿Qué decía?

—Bueno, además del mito de su nacimiento y de las ideas del taoísmo, que pueden resultar muy abstractas, es un misterio adónde se fue el maestro tras entregar el
Tao Te Ching
a un vigilante de la frontera. Parece ser que logró llegar a Occidente antes de regresar a China, tras pasar por la India.

—Todo un tour, teniendo en cuenta que en aquella época se viajaba a pie —apuntó ella—. El viejo Lao Tsé tuvo que vivir treinta años más para caminar tanto. Algunos sostienen que estuvo en Grecia, lo cual explicaría las afinidades que hay entre la filosofía de Sócrates, Platón y Aristóteles y los maestros de Oriente. Pero es sólo una teoría.

El taxi nos dejó en el Nanjing Road Youth Hostel, que tenía una animada cafetería junto a la recepción a pie de calle.

—Ya me encargo yo del
check-in
—dijo Sarah—. Así puedes seguir leyendo los trabajos de fin de curso de mi hermana. Por cierto, esta noche vas a cenar como si estuvieras en casa. ¿Te has fijado en la nota sobre Shanghái que hay en el cuaderno?

El Baladí

La página en el cuaderno de Marcel correspondiente a aquella etapa hablaba de un lugar muy alejado de la megalópolis. Concretamente, de una réplica del faro de Alejandría erigida en Changsha, en la región sureña de Yunán.

Tras recoger algunos datos sobre las dimensiones del único faro de aquellas características en el mundo, finalmente había desestimado viajar hasta allí. Prueba de ello era que había tachado con una gran cruz todo el recuadro creado por su propia mano.

El motivo de la caída en desgracia de aquella réplica, como señalaba en una nota a pie de página, era que el nuevo faro de Alejandría se encontraba en el parque temático Window of the World, junto a otras «maravillas» falsificadas como la pirámide de cristal del Louvre, los jardines colgantes de Babilonia, una calle del lejano oeste o el centro —también de imitación— de una ciudad de negocios.

Reí para mis adentros al imaginar la reacción de aquel místico cuando descubrió que un faro tan simbólico para él se hallaba junto a reproducciones propias de Port Aventura.

Mientras yo repasaba los apuntes de aquella decepción, los ojos felinos de Sarah escrutaban la vertiginosa noche de Shanghái desde el bar Cloud 9, en el piso 87 de la torre Jin Mao.

—Por cierto, ya es de noche —dije contemplando desde aquella atalaya los otros rascacielos de Pudong—. En el albergue me decías que vamos a cenar como si estuviéramos en casa. ¿Dónde?

—¿No lo has visto en el cuaderno? Justo detrás de lo que estabas leyendo.

Pasé aquella página que Marcel había tachado con rabia. No le había prestado atención porque era sólo una lista de platos garabateados a lápiz, junto con sus precios y la suma total en yuanes. Lo único particular era que pertenecían a la gastronomía española.

—Bueno —musité—, sólo significa que tuvo nostalgia culinaria y acabó en algún negocio patrio. No es tan raro. Aquí hay centenares de restaurantes «étnicos» para los millonarios de Shanghái. Y éste es de los caros, desde luego —añadí mientras hacía una conversión mental de lo que le había costado aquel menú.

—Es la única pista que tenemos de los movimientos de Bellaiche por esta ciudad. Y algunos platos incorporan elementos de fusión entre mediterráneo y oriental. Gracias a eso y al dios Google he podido saber el nombre del restaurante donde estuvo, Baladí, y he hecho reserva. De aquí a una hora nos espera una mesa ahí abajo.

El Baladí era un restaurante suntuoso en plena Concesión Francesa, el barrio romántico que aglutinaba la vida nocturna de la ciudad. Accedimos a aquel templo de la cocina fusión española a través de un túnel que desembocaba en el idílico jardín de una mansión.

Un camarero ágil como un ciervo nos acompañó hasta una mesa bajo un fragante sauce.

La luna iluminaba aquel oasis en medio del asfalto, lleno de parejas locales que vestían con sofisticación. Los precios de la carta eran prohibitivos, por lo que deduje que pertenecían al «millón de millonarios» que se dice que viven en China, sobre todo en Shanghái.

Quizás porque aquella noche éramos los únicos occidentales, tras pedir una «paella dos continentes» apareció un sonriente chef con una botella de cava en la mano. Tendría unos treinta años pero sus rasgos infantiles, a los que contribuían los ojos claros y un cabello pelirrojo ensortijado, le hacían parecer más joven.

—Permitidme que os invite, amigos —dijo en castellano con acento barcelonés—. Siempre es un placer recibir a gente de casa.

—¿Vienen muchos por aquí? —abrí camino, aprovechando aquella oportunidad.

El cocinero se sentó a un extremo de la mesa, como un comensal más. Al notar la sorpresa en la expresión de Sarah, le guiñó el ojo y explicó:

—Ventajas de ser el dueño de este chiringuito. O del cincuenta por ciento, para ser precisos. Las leyes de aquí obligan a que al menos la mitad de cualquier negocio sea de un chino. Éste fue el primer restaurante que abrí y le tengo especial cariño, por eso estoy bastante en cocina.

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