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Authors: José Luis Sampedro

Tags: #Relato

La sonrisa etrusca (29 page)

BOOK: La sonrisa etrusca
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Ella sigue hablando:

—… no hubiera podido enseñarte porque no sabía, porque nos engañan, y más en mi tiempo. Yo era una chiquilla leyendo novelitas en la peinadora donde trabajaba y viendo galanes en el cine. Claro, me deslumbró el primer sinvergüenza que conocí: el Tomasso.

El viejo se queda atónito al oírla. ¿Sinvergüenza el bravo marinero?

—Sí, un canalla, ésa es la palabra. Eso sí, con mucha labia y mucho trasteo. Se encaprichó con la chiquilla y me trastornó, ¡era tan fácil!… Al principio fue el paraíso, aquella azotea veneciana donde yo cantaba como un pájaro frente al Campanile y la laguna, pero duró bien poco… Era un vago y un chulo; sacaba más dinero de las americanas viejas que de darle al remo de su góndola y luego se lo gastaba con otras jóvenes… Al final, ya cuesta abajo, empezó a beber y tuve que cuidarle meses y años y, ¡fíjate qué raro!, cuando ya no se podía valer me consolaba cuidarle… Inexplicable, pero así era: aprendí mucho con aquello. Ahora tampoco lo comprendo, pero siento que es natural… ¿Qué te hubiera podido enseñar aquella niña ignorante?

«Aquélla no, pero ahora tú sí y ya lo haces —piensa el viejo—. Contándome tu verdadera vida. Enseñándome cómo hay que entregarse, sin guardarse ninguna carta…», y contesta.

—Tienes razón, siempre tienes razón… Yo tuve más suerte. No caía en esas trampas porque aprendí de los animales, que engañan menos… Pero crecí sin maestro.

—Ni siquiera Dunka —se atreve a desafiar Hortensia.

—Ni siquiera Dunka —reconoce el hombre, para alegría de ella—. Y eso que era cosa diferente.

Ya está dado el paso definitivo, ya el recuerdo deja de ser nostalgia para ser liberación.

Ella sabe que por fin va a escucharlo, y lo desea aunque haya de dolerle.

—Tan diferente que era pianista, ¿no te lo he dicho antes?… ¡Pianista!, ¿para qué? Eso no sirve ni para las bandas en las fiestas… Pero ella vivía de eso, allá en su tierra, en Croacia. «Al otro lado —señalaba en la playa, hacia la orilla que no veíamos—. Rijeka, mi casa, ¿la volveré a ver?», decía llorando… Es que estaba en la guerrilla por patriotismo, ¿tú lo comprendes? ¡Hay que ser infeliz! Claro que eso lo decía, nada más. Pero se metió porque era hembra de verdad, ¡con sangre y agallas!… ¡Cómo nos peleábamos! Me llamaba su animal, su «magnífico animal». Exactamente eso, porque ella hablaba con palabras así, era una señorita fina.

Hortensia imagina lo que el hombre no cuenta porque ni siquiera lo percibió aunque lo viviese: el espléndido regalo de la vida a la pianista refinada, ofreciéndole el descubrimiento del tigre en el amor, del lobo, del caballo… Hortensia suspira mirando esas manos huesudas, ya de abultadas venas, que fueron huracán y aún son apasionadas cuando acarician…

—¡Cómo se cabreaba!… «Aguanto contigo solamente por el piano», me gritaba. Llevaba mucho tiempo sin tocarlo y allí en la casa había un piano de esos tumbados y largos. Se pasaba el día tocando músicas raras… Bueno, mientras yo la dejaba, porque pronto me hartaba y me la echaba al hombro para llevármela arriba. Nuestro cuarto daba a la terraza, y ya podía aporrearme la espalda y patalear por la escalera… No se libraba, no.

Sí, Hortensia comprende a Dunka con su amenaza de irse, sincera aun sin ejecutarla.

No queriendo querer o al revés, sentándose al piano para forzarle a forzarla. «Bach para exasperar», piensa, sobreponiendo una sonrisa a la dolorida avidez con que escucha.

—¡Maldito piano!… Si en lugar de ser algo tan caro hubiera sido un hombre, lo destrozo, palabra… Eso del piano estaría muy bien para David, que era así. Pero él no le hubiera servido a Dunka ni para empezar. Ella arriba no se cansaba nunca, hasta se olvidaba del piano. Pobre David…, valiente como pocos, eso sí. Pero de macho nada; nunca se iba con ninguna cuando teníamos ocasión. Era hombre de libros, sobre todo de uno en judío que no paraba de leerlo. De eso debía de estar cegato… Cuando le conté su muerte a Dunka, lloró desesperada. Se echaba la culpa de no haber podido quererle. ¡Como si en el querer se mandase! Luego se enfureció contra mí. ¡Qué cosas me gritaba!

«¡Me he ido a enamorar de ti, un patán, un salvaje que ni siquiera se baña!» Ésa era otra manía suya. Siempre bañándose, antes y después. Hasta en la mar se metía de noche; no le daba miedo el agua tan negra. Cuando entraba en la bañera antes yo me hartaba de esperarla y me plantaba desnudo en aquel cuarto lleno de espejos. Le gritaba: «¡Sal de ahí, mira cómo estoy!». Ella me miraba, me veía a punto y empezaba a reír, señalando con el dedo. ¡Cómo reía, cuánta vida, cuánta!… Era…, no sé, ¡un matorral ardiendo!

Hortensia imagina aquel cuerpo suyo de muchacha, metido en la bañera rodeada de espejos multiplicando la virilidad del tigre, deslumbrador en su potente impaciencia…

De pronto nota la tensión del silencio. ¿En qué tropieza el torrente de las memorias? ¿Qué roca han de saltar aún esas aguas represadas para liberarse del todo? La voz, al reanudar su marcha, se ha hecho lenta y grave:

—Curé y se acabó Rímini. Me volvieron a mandar a la montaña… A ella la cogieron los alemanes en la ciudad. Parece que la enviaron a Croacia y allí la entregaron a los ustachís… No se volvió a saber más.

Ahora Hortensia se niega a imaginarla entre los verdugos. Prefiere la pianista con metralleta: el matorral ardiendo, como él ha dicho… Repara de pronto en el vaso de vino todavía medio lleno y se entristece. Antes de sufrir la hemorragia, ¡qué pronto apuraba su vasito!

Como si ya hubiese aprendido a adivinarla, el hombre se bebe el vino de un trago. Aún mantiene el silencio.

—Ahora, para conocerme del todo, sólo falta que vengas a Roccasera —dice al fin—. ¡En mi tierra es donde yo soy yo! Este verano: ¡lo has prometido!

—¡Claro que iré! ¡También soy del Sur!

—¡Bah! Pero del otro lado, del otro mar.

—¡Mejor que el tuyo!… Espera que veas Amalfi, ¿qué te has creído?

Ríen. De pronto, una idea en el viejo:

—Oye, ¿sabes por qué me dio su dentellada la
Rusca
aquí en tu casa?… ¡Porque estaba celosa, eso es! ¡Porque estaba celosa!

La mira, ve una sombra en esos ojos y, adivinándola por segunda vez, puntualiza:

—De ti, Hortensia. Celosa de ti.

«Sale Dunka y entra Hortensia», comprende la mujer, mientras sus manos acuden a recibir a esas otras, tendidas hacia ella:

—Ahora sí puedo enseñarte… Tú sabrás mucho de guerras y hombradas, pero de esto no… Déjate llevar; de esto las mujeres entendemos mejor.

—¿Y qué es esto? —susurra el hombre.

Pero aunque esta tercera vez ha tardado un instante en adivinar, no necesita oír la respuesta para sentirse arrebatado por los aires hacia lo más alto de su montaña.

52

Andrea telefonea a Hortensia:

—¿Cuándo podremos vernos donde usted quiera? Estoy deseando conocerla y ¡agradecerle tantas cosas!

Hortensia percibe sinceridad y rectitud en esa voz agradable, aunque pronuncie con excesiva precisión profesional.

—No hay nada que agradecer, pero yo también deseo verla. Prefiero ir a su casa; así veré a Brunettino.

—¿Por qué no esta tarde? Mi suegro va al Seminario de la Universidad; tiene su última sesión del curso. Estaremos solas y veremos qué se puede hacer con él.

«Esa mujer tiene buena voluntad —piensa Hortensia al colgar—. Sólo que yo hubiese dicho "hacer por él" en vez de "con"… Pero, claro, para ella no es el mismo.»

Andrea recibe a Hortensia. Se besan, cambian cortesías, pasan adentro y durante los «le colgaré su abrigo», «¡qué salón tan bonito!», se examinan mutuamente. Ninguna se hubiera imaginado a la otra como es y, sin embargo, ambas comprenden luego que «ella» tenía que ser así.

Al poco tiempo el reyezuelo de la casa asoma dando grititos y avanzando con seguridad. Hortensia le encuentra monísimo, con esas botitas que ella misma eligió para él, esas calzas y ese jersey rojo… Pero ¡Dios mío!, ¿qué ha bebido?, ¡le espumajea la boca!…

Se alarman un instante, pero resulta ser jabón. Andrea explica que ahora le da por subirse al taburete del baño junto al lavabo, abrir el grifo y jugar con la pastilla… Habrá dejado el grifo abierto, seguro.

—Ah, bandido, bandidote, ¿no te tengo dicho que no hagas eso?

Corren las dos al baño, cierran el grifo y la madre regaña a Brunettino, que reacciona con la pícara expresión de quien está de vuelta de las más terribles amenazas. Ellas acaban riendo y ya todo son fiestas para el chiquillo. Entre tanto ambas se siguen observando. A Hortensia le gusta el peinado de Andrea: personal, sencillo y muy para su cara.

Andrea aprueba el vestido de Hortensia; sólo desentona, ¡qué lástima!, esa góndola de plata en el pecho, demasiado estilo souvenir para turistas. Hortensia sorprende la mirada.

—Me la regaló él —se excusa y defiende. Andrea la comprende: esa mujer tiene tacto.

Cuando vuelven hacia el estudio una puerta, abierta retiene a Hortensia.

—Es su cuarto —confirma Andrea, que añade unas disculpas—. ¡Créame, no consiente que se lo arreglemos mejor! Y esa manta viejísima ha de estar siempre encima de su cama. ¡Tiene unas manías!

Hortensia entra, conmovida. Esa manta es sin duda la que llena el cuarto de olor a él.

Se inclina y acaricia tiernamente la lana, marrón como el sombrero. Mira en torno: «Ahí detrás esconde sus provisiones —piensa—, en ese armario tiene su navaja, en el cajón, bajo el papel de seda del fondo, está aquella foto callejera que nos hicimos juntos la tarde de las Varietés…» Todo eso es captado de una ojeada, antes de salir pensativamente. Celda de monje, de partisano, de hombre. Ella quisiera haber dejado allí su perfume de mujer.

Andrea percibe todo el significado de esa mano acariciando la vieja manta. «Renato no me lo ha explicado bien —piensa—, o no sabe ver a esta mujer… ¡Los hombres, siempre tan torpes!»… Y en el pasillo coge el brazo de Hortensia con solidaridad femenina y lo oprime un instante camino del estudio, proponiéndole el tuteo.

Charlan mientras el niño juega, arrastrando y alineando sillas. Andrea se esfuerza por explicar a Hortensia hasta qué punto procura complacer al viejo, pero…

—Haga lo que haga, nunca acierto… ¡Hasta aguanto que se meta en el cuarto del niño por las noches, contra lo recomendado por el pediatra, el mejor de Milán!

Hortensia procura disculpar al hombre.

—En el Sur formamos otra clase de familia, ya sabe.

En el tono deja traslucir que ella, aunque también meridional, comprende a Andrea.

A su vez, ésta escucha las preocupaciones de Hortensia.

—Bruno tiene a veces momentos…, no sé, casi de desvarío. Habla como si continuara la guerra, como si estuviéramos en el año cuarenta y tres.

—¡A mí me lo vas a decir! —estalla Andrea, a la que ha resultado extraño oír a esa mujer llamar Bruno a su suegro—. ¡Menudo lío me armó anteayer! Verás, resulta que Anunziata no acaba de curarse (esa mujer tiene algo que los médicos no le encuentran), y Simonetta tenía exámenes, así es que fue preciso llamar a mi agencia habitual. Me mandaron a una estudiante austríaca que quiere mejorar su italiano para dedicarse a la hostelería… Me gustó la chica, de aire formalito y nada escandalosa en el vestir, pues hay que ver cómo van ahora, la misma Simonetta a veces… Bueno, pues estábamos las dos en la cocina, explicándole yo su trabajo, cuando mi suegro se asomó a la puerta y tan pronto la oyó hablar desapareció. Me extrañó oírle cerrar del todo la puerta del niño dormido, pero no le di importancia. La chica se sentó para cambiarse las botas por unas zapatillas que traía y ponerse la bata, y yo me arreglé para ir a dar mi clase…

Hace una pausa porque la narración ha llegado al momento culminante:

—Mira, Hortensia, la suerte fue que estuviera estropeado el ascensor y yo, sin saberlo, esperase un rato en el descansillo a que llegara… ¡Si llego a marcharme escaleras abajo, o me voy en el de servicio, hubiéramos acabado todos en la comisaría!… Como te lo cuento: estaba aún allí esperando cuando de pronto oigo a la chica gritar pidiendo socorro, mientras mi suegro vociferaba: «¡Traidora, espía, ahora vas a ver!», y yo, del susto, no acertaba a meter la llave en la cerradura… «¡Socorro, que me violan!», gritaba ella en alemán… Por fin abrí, la chica estaba en la misma puerta, toda histérica, una bota puesta y la otra en la mano, y enfrente mi suegro chillando furibundo… La muchacha se me abrazó frenética y me explicó: «¡Venía a por mí, señora, con los ojos fuera, un sátiro, un sátiro!…», a la vez que mi suegro me insultaba por meter en casa a espías alemanes… Me puse entre los dos para calmar a la chica, que ya lloraba en mi hombro: «Es la segunda vez —decía—, es la segunda vez; todos los italianos igual, no piensan en otra cosa… ¡Pero el primero siquiera era joven!».

Hortensia sonríe divertida, mientras Andrea recobra el aliento.

—Sí, ahora tiene gracia, pero pasé un rato fatal… Por fin mi suegro retrocedió por el pasillo y conseguí calmar a la muchacha, gracias a hablarle en alemán. Se calzó la otra bota y se marchó con su jornal completo y diciendo que por atención a mí no le denunciaba… Salí con ella al descansillo y traté de desengañarla, explicándole el problema de mi suegro, pero fue inútil. Mientras esperaba el otro ascensor me dijo: «Son mis pechos, señora, yo lo sé; le gustan grandes en las jovencitas; les ponen así, no lo pueden remediar…». ¡Fíjate, Hortensia!, resulta que en el fondo estaba orgullosa, creo yo… ¡Qué ideas más raras!, ¿verdad?, no lo comprendo… Luego, cuando volví a entrar y quise convencer al abuelo me replicó, despreciativo, «no entiendes nada, Andrea, no te das cuenta de lo que está ocurriendo en este país», y se metió en su cuarto.

Andrea suspira. Hortensia la compadece sinceramente. «¿Cómo van a entenderse ellos dos?»

—¿Y el niño? —pregunta.

—¿Querrás creer que con tanto jaleo y tantas voces siguió durmiendo tan tranquilo? —sonríe Andrea.

—Es un tesoro —se extasía Hortensia, mirando a Brunettino que, encaramado sobre una silla, intenta alcanzar la falleba de la ventana.

—¡La ventana no! —prohíbe Andrea, levantándose para alejar el peligro.

—¡No! ¡No! —imita el niño a gritos, siguiendo una rociada de sílabas sin sentido.

—Es un tesoro, sí —repite Andrea—, pero nos tiene rendidos a todos.

Hortensia afirma que está en la edad, Andrea lo reconoce y ofrece un café, pasan las dos con el niño a la cocina para tomar allí la bebida recién hecha, discuten los méritos de sus respectivas cafeteras, Hortensia recomienda una tienda en el barrio más barata y Andrea se lo agradece aunque por supuesto no piensa ir, Brunettino se pilla ligeramente un dedito con la puerta de la alacena donde andaba enredando y lanza gritos desgarradores, le llevan otra vez al baño para refrescarle la magulladura con agua, le miman, le festejan…

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