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Authors: José Luis Sampedro

Tags: #Relato

La sonrisa etrusca (30 page)

BOOK: La sonrisa etrusca
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Las dos mujeres, aunque tan diferentes, se comprenden ya. Y ambas piensan en lo mismo: Andrea, en ese viejo capaz de resultar amenaza sexual para una muchacha y, también, de provocar tanta ternura en esa mujer que acaricia la vieja manta; Hortensia, en ese hombre cuyo cuerpo ha dado forma a la manta y la ha hecho compañera de toda su vida.

Pensando en Bruno cuando ya sale del ascensor, le da la razón y se lamenta:

—¡Señor!, ¿por qué no habré sido la única desde el principio? ¿Por qué no habré vivido con él sus días de Rímini? ¿Por qué no le habré conocido antes, ¡antes de todo!, cuando comenzaban nuestras vidas?

Pero ya en la calle, más adelante, pasa por los jardines donde se encontraron y recuerda el incidente.

«Sin aquello, hubiéramos pasado de largo, uno junto al otro», se dice sonriendo, y agradece fervorosamente a san Francisco la existencia de automóviles que salpican desdeñosamente a los peatones con cochecito de niño.

53

El hombre en quien ambas piensan asiste entre tanto a una discusión científica entre el propio profesor Buoncontoni y un invitado de Munich, el profesor Bumberger. Éste sostiene que la clave del comportamiento humano lo proporciona la Psicología, la ciencia del alma; sede de los impulsos, el razonamiento, la memoria, la personalidad.

Buoncontoni empezó discrepando cortésmente, pero la tenacidad del alemán le ha ido exasperando poco a poco. Al fin, acalorados ambos, llega a decir:

—Mire, doctor, esta discusión no tiene sentido, porque la Psicología no existe. Es como la Teología, esa contradicción en términos porque es absurdo razonar a Dios. El mero hecho de pretenderlo prueba el orgullo clerical.

—¿Que no existe la Psicología? —brama el alemán—… ¿Cómo se atreve usted? Entonces, ¿de qué soy yo profesor?

—Bueno, existe como construcción intelectual, pero no corresponde a nada, salvo a otra fantasía: el alma. Dicho de otro modo —insiste, aprovechando que la congestión del teutón le impide replicar—, en la conducta humana lo que no es orgánico es social. Es decir, lo que no explican la Genética ni la Fisiología lo explica la Sociología. Sí, señor —prosigue, disparado ya—, nuestra conducta es genes, adrenalina, etcétera, combinados con la educación y los condicionamientos sociales. No hay otra cosa, por muchos libros que describan los psicólogos.

—¡Pero el alma, señor mío, el alma,
die Seele
…!» —el arrebato le impide seguir argumentando—… ¡Es usted ignorante, un despreciable ignorante!

Sigue una rociada de palabras en alemán porque el bávaro no domina los improperios en italiano. En el cuello se le hinchan las venas, sus dedos se aferran a la mesa y toda su corpulencia de bebedor de cerveza se estremece de coraje. Enfrente, Buoncontoni, desordenados en aureola sus cabellos blancos, alarga el cuello y estira su pequeña estatura como un gallo de pelea.

El viejo lo está pasando en grande al ver sufrir al alemán. «Ahora se matan», piensa, relamiéndose de gusto. Pero de pronto el muniqués da un puñetazo en la mesa, suelta una retahíla germánica y sale furioso dando un portazo.

—¿Qué ha dicho? —pregunta bajito el viejo.

—Universidad italiana de mierda —le traduce sonriendo un ayudante de Buoncontoni. Y añade, con admiración—: ¡En una sola palabra!

«Nadie sale a partirle la boca? —se asombra el viejo lleno de desprecio—. ¡Bah!, con estos milaneses no se va a ninguna parte.»

El caso es que el origen de la disputa fue la grabación del viejo. Primero les habló de niños abandonados por sus padres en el campo y criados por cabras, que tenían mejor corazón; y ellos relacionaron su historia con otros casos antiguos, como el de una cabra famosa, que les dio por llamarla Amadea, según cree entender el viejo. Después contó las fiestas y romerías de Roccasera, de las riñas por llevar las andas de santa Chiara y les llamó mucho la atención el nombre de
scerraviglicu
dado a la navaja. De ahí se pasó a discutir la agresividad humana o animal y los dos profesores se enzarzaron acerca de la clave del comportamiento.

Pero no pasa nada. Claro: en Milán son como niños, incapaces de pegarse como los hombres. El viejo lo lamenta por el profesor Buoncontoni, que le había caído simpático.

Además, seguro que tiene razón. El otro indiscutiblemente miente, puesto que es alemán y, además, la negación del alma le convence al viejo porque así no tienen nada que hacer los curas… Pero una cosa es tener razón y otra muy distinta tragarse el insulto de un alemán. Se indigna. Si llega a estar la doctora Rossi, que no ha podido asistir, él mismo hubiera salido tras el ofensor para vengar el honor italiano delante de una mujer. Pero, al menos, necesita echarlo en cara

—¿Es que aquí nadie tiene sangre en las venas? —exclama, mirando en torno—. ¿Un solo alemán asusta a tantos profesores?… ¡En el frente me hubiera gustado verles! Pero, claro, ninguno hubiera ido. ¡Todos emboscados en retaguardia, con sus libros y sus papeles!

—Yo luché —replica tranquilamente Buoncontoni.

—¿Usted? —inquiere, acordándose a la vez del profesor que tenían en su partida, allá en la Sila.

Buoncontoni se suelta la corbata de pajarita, se abre la camisa y muestra una larga cicatriz desde el cuello a la tetilla.

—Partisano. En Val d'Aosta. Cuerpo a cuerpo.

—Dispensa, compañero. Eso es otra cosa.

Le explican que bastante revolcón se ha llevado el humillado alemán y así concluye apaciblemente la última sesión del curso. Todos despiden al viejo con cariño: «¡Hasta el año que viene, calabrés!», repiten, porque es el calabrés del departamento. El viejo estrecha manos orgulloso.

Buoncontoni le hace pasar a su despacho con Valerio y le enseña unas fotografías de los partisanos en Val d'Aosta.

«Eran como nosotros —piensa el viejo—, sólo que con más ropa encima y mejores armas. ¡Estos del Norte siempre jugando con ventaja!». Pero la visión de esas escenas se le sube a la cabeza. Sus ojos adquieren una expresión extraña.

—¿Y cómo estás aquí? ¿Cómo no te coge la Gestapo?

—Hago doble juego —contesta misteriosamente Buoncontoni, que conoce por Valerio los fallos mentales del viejo—. Al enemigo hay que engañarle, camarada.

La frase afecta al viejo y le decide a realizar una confesión hace tiempo meditada para tranquilizar su conciencia.

—Es verdad, al enemigo hay que engañarle, pero al amigo no… Tengo que decirte… Yo no me he portado bien, compañero, y perdona. A veces, en mis historias, he exagerado… Bueno, un poquito. No era engañaros, no; eran como bromas. Como cuando se bebe algo de más… Quiero que lo sepas: no toméis en serio todo lo que dije.

Buoncontoni le mira con estimación.

—¡Bravo por tu lealtad! Pero entonces, ¿por qué inventabas? No sería por el puñado de liras.

—¿Por dinero yo? ¡Tengo más tierras y más ganado que tú!

—Seguro; yo no tengo nada… ¿Entonces?

—¡Me gustaba tanto hablar de la montaña, del país! En Milán a nadie le interesa… ¡Y me encontraba tan a gusto con vosotros!… Gracias por estos ratos. Si queréis, os devuelvo el dinero.

—¡Pero si está bien ganado! De veras… Mira, yo he de confesarte también que ya había notado algunas de tus exageraciones y sospechaba errores… Pero incluso tus inventos son documentos antropológicos y nos interesan para estudiar cómo piensa alguien de tu tiempo y de tu tierra.

El viejo, sorprendido primero, acaba enfureciéndose y se pone de pie, agresivo:

—¡Tenía razón el alemán: Universidad de mierda!… ¿De modo que me dejabais hablar para burlaros? ¿Tú has hecho eso a un compañero?… Ahora comprendo tu doble juego; lo haces contra mí, estás con los fascistas.

Buoncontoni se levanta a su vez.

—Cálmate, camarada; te juro que te equivocas. Te escuchábamos y te escucharemos en tus grabaciones para aprender. De los relatos ya conocidos nos interesan precisamente tus variantes personales. Así, cuanto tú hablabas de un tesoro en un río lo relacionábamos con el entierro de Alarico y sus cofres bajo el lecho del río Busento, y ¿sabes quién es el Carrumangu de tu penúltima grabación?, nada menos que Carlomagno el emperador… En cuanto a tus invenciones libres, reflejan tu cultura, nada menos. Sí, camarada, cuando habla un hombre de tu condición, diga lo que diga, están hablando las raíces de un pueblo.

El viejo siente que esas palabras expresan algo grande, pero sigue recelando de Milán y su gente.

—Habláis bonito, los que escribís papeles: bla, bla, bla, como los políticos… Pero de mí no se burla nadie.

—¿Quieres la prueba de cuánto estimamos tus documentos? Voy a dártela. Ferlini, ¿dónde tenemos archivadas las grabaciones Roncone?

—Junto a las de Turiddu, el de Calcinetto.

El viejo queda impresionado. ¡Turiddu! ¡El más famoso improvisador popular de toda la Calabria! ¡El hombre cuyos versos y canciones se repiten de pueblo en pueblo!

—¿De veras? —sonríe orgulloso, ya convencido.

Buoncontoni asiente.

—Le trajimos aquí el curso pasado, para grabar… Y además, compañero, ¿quién sabe distinguir sin fallos entre lo que es verdad y lo que no?

—Alto, por ahí no paso. Yo distingo; lo noto. Veo un carro que quieren venderme o los ojos de un tío y siento si me están o no engañando. La verdad se toca. Yo la toco.

Buoncontoni le mira con curioso escepticismo.

—¿Tú crees? —pregunta irónico—. Dime algo que sea verdad, sin sombra de duda, algo no discutible.

La respuesta brota, explosiva:

—Un niño.

Y se reafirma, seguro:

—Sí. Un niño.

Buoncontoni reflexiona y acaba riéndose, melancólico.

—Te doy la razón… Como yo no tuve hijos… Mira, me alegro de que lo hayas dicho, porque entonces te va a gustar más el recuerdo que te habíamos preparado.

Hace un gesto y Valerio le entrega un sobre conteniendo una de esas cintas de la máquina en que ellos graban.

—Son tus palabras del primer día, amigo Roncone —dice el profesor, ofreciéndole el sobre—. Para tu nietecito.

«¡Para Brunettino! —se enternece el viejo—. ¡Qué grandes son estos amigos!…»

Así sus propias palabras, con su voz de sólo cincuenta años, seguirán sonando cuando el niño sea hombre, mucho después de que él haya cesado para siempre de hablar… ¿Entenderá las frases en dialecto? Porque a esta gente ha tenido que explicárselas alguna vez… ¡Ah, pero Brunettino romperá a hablar este verano en Roccasera y lo hará en dialecto antes que en el italiano este!… El dialecto, el habla de los hombres.

El profesor y el estudiante respetan el conmovido silencio del viejo, que contempla ese estuche de plástico en cuya tapa se lee: «Roncone, Salvatore (Roccasera)». Lo vuelve a guardar en el sobre y lee en éste: «Para Brunettino, de los amigos de su abuelo en el Seminario del profesor Buoncontoni». ¡Brava gente! Sin palabras, el viejo abraza al ex podador municipal y luego, efusivamente, al partisano de Val d'Aosta… Luego les invita muy de corazón a ir en el verano a Roccasera. Siguen bromas y palabras cordiales, camino de la salida. Buoncontoni le entrega su tarjeta, ofreciéndose para todo, y le acompaña hasta el gran portal y la escalinata a la calle. Hace los honores —comprende el ufano viejo— al digno compañero de Turiddu, el gran cantor de la Calabria.

Valerio le abre la puerta del cochecito y el viejo se instala en el asiento, acariciando en su bolsillo ese estuche metálico que hará sonar en el lejano futuro las palabras dedicadas para siempre a Brunettino.

Al niño: esa verdad.

54

Suaves pisadas y un mugidito corderil despiertan al viejo, creyéndose en la majada.

Pero sus ojos se abren en la penumbra a un angelito blanco que alza los brazos en la puerta, frente a la cama. El viejo se incorpora, salta y corre hacia él. Le eleva, le acuna en sus brazos y una inefable suavidad le inunda el pecho cuando la cabecita se reclina en su hombro. El ángel va cerrando los ojitos a medida que el viejo, primero de pie, sentado después en su cama, cavila para su dulce carga.

«Es verdad, compañero, me has cogido en el sueño. Pero no creas, no descuidé la guardia… Es que, ¿sabes?, el enemigo se retira. Vamos ganando la guerra, ¡sí, vamos ganando, algunos ya se rinden! ¿No me crees? ¿Es que no te das cuenta tú mismo? A ver, ¿cómo has llegado hasta aquí? ¿Has tenido que gritar, que aporrear la puerta como otras veces? No, porque estaba abierta… ¿Me vas comprendiendo? ¡Eso mismo, compañerito, ahora ya no te encierran! ¡Y nunca más te encerrarán! ¡Ha triunfado tu abuelo, la partida del Bruno! ¡Vamos ganando!»

Acuesta al niño un momento y vuelve a cogerle después de echarse la manta sobre los hombros para quedar envueltos ambos en ella.

«¿Preguntas qué ha pasado? Pues que Andrea se ha rendido. Así, como lo oyes, ayer mismo. Se presentó a parlamentar, con un pañuelo blanco, ésa es la costumbre… Habló y habló y habló, ya la conoces. Pero hasta cariñosa estuvo. En resumen, de su bla, bla, bla: que la puerta es nuestra. Hemos conquistado para siempre ese paso de la montaña.

El Carrumangu, que mi amigo el profesor lo llama de otra manera… Así me dijo ella: "no hace falta que vaya usted por las noches. Duerma tranquilo, no cerraremos. Que haga el niño lo que quiera". Así habló y, claro, ¡tú has venido a mí, a quién mejor! A tu partida, concentrada en esta posición. Fíjate cómo ganamos terreno, ya no estamos solamente resistiendo. Has venido con tu abuelo… ¡Ay, niñito, ángel mío!, ¿cuándo me vas a llamar nonno, la mejor contraseña? ¡Es tan fácil! Basta con que esa lengüecita de rosa diga dos veces ese "¡no!" que gritas siempre. ¿Oyes?, así: Non-no… ¡Es tan fácil y me harías tan feliz!»

Seguro, vamos ganando… Sí, ya sé, no me lo digas. Esa rendición puede ser una trampa. Ya se me ha ocurrido, pero mientras tanto, avanzamos. Por eso estamos aquí, más abajo, en la montaña. Mira la ventana, ya no se ve el cielo más que sacando la cabeza.

Eso de enfrente no son peñascos, sino casas. Sí, con gente durmiendo tranquila porque sabe que se acaba la guerra. Dentro de poco les liberaremos, ya te dije que para el verano estaremos allí. El buen tiempo también avanza con nosotros… Además, con tu puerta libre, ahora sí me dejaré operar en el hospital. Cazarán a la
Rusca
; me da pena, pero no hay más remedio. Me pondré fuerte para el asalto final, la toma de Roccasera. Falta poco, se están retirando en todos los frentes, palabra de partisano. Allí jugarás con los corderos y montarás a caballo conmigo. Serán tuyos el sol y la luna, y la montaña, sobre todo la montaña, con sus prados y sus castañares… Cruzaremos la plaza como es debido, por nuestra propia senda. Las gentes dirán: "¿quién es ese niño tan majo?". Todo el mundo: las mujeres en la tienda, los arrieros, los que aguardan para Aldu el barbero, los del estanco, los bebedores a la puerta de Beppo, y hasta los de enfrente, los del Casino, porque los Cantanotte ya no son nadie. Todos dirán "ahí va zío Roncone con su nieto el Brunettino… Pues pisa bien el mozo, levanta la cabeza, tan pequeñito y mírale: sale al abuelo…". Te liarán fiestas todos. Unos porque me quieren y otros porque me temen, sí.

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