La tercera puerta (3 page)

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Authors: Lincoln Child

Tags: #Intriga, #Aventuras

BOOK: La tercera puerta
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—Cuando hayas embarcado en eso —añadió.

2

H
ABÍA cinco personas en total en el avión: los dos miembros de la tripulación, Logan, Rush y un empleado del CET que cargaba con dos ordenadores portátiles y varias carpetas que parecían contener resultados de laboratorio. Cuando el reactor hubo despegado, Ethan Rush se disculpó y fue a la parte de atrás para reunirse con el empleado. Logan sacó de su bolsa de viaje el último ejemplar de
Nature
y lo hojeó en busca de nuevos hallazgos —o anomalías— que pudieran interesarle desde un punto de vista profesional. Al cabo de un rato le entró el sueño y dejó la revista a un lado con la intención de dormir cinco o diez minutos. Pero cuando se despertó, fuera había oscurecido y notaba la cabeza espesa, fruto de un largo y profundo sueño. Rush lo miraba desde su asiento, al otro lado del pasillo.

—¿Dónde estamos? —preguntó Logan.

—Nos acercamos a Heathrow. —Señaló con la cabeza al empleado que viajaba en la parte de atrás—. Siento lo de antes. Al igual que tú, no sé exactamente cuánto tiempo voy a estar fuera y había algunos asuntos del CET que no podían esperar a mi regreso.

—No pasa nada. —Logan contempló las luces de Londres, que se extendían bajo ellos como una inmensa manta amarilla—. ¿Es este nuestro destino?

Rush meneó la cabeza y luego sonrió.

—¿Sabes? Me hizo gracia que subieses al avión sin hacer preguntas. Pensé que al menos lo pensarías dos veces.

—En mi profesión se viaja mucho. Siempre llevo el pasaporte conmigo.

—Sí, lo leí en un artículo que publicaron sobre ti. Por eso no te pedí que lo cogieras.

—Durante los últimos seis meses he estado en por lo menos cinco países distintos: Sri Lanka, Irlanda, Mónaco, Perú y Atlantic City.

—¿Atlantic City? Atlantic City no es un país —objetó Rush, riendo.

—Pues a mí me lo pareció.

El avión aterrizó y se dirigió hasta un hangar privado donde el empleado del CET se bajó con el portátil y las carpetas para embarcar en un vuelo comercial de regreso a Nueva York. Logan y Rush tomaron una cena ligera mientras el reactor repostaba. Cuando volvieron a estar en el aire, Rush cogió un maletín negro y se sentó junto a Logan.

—Voy a enseñarte una foto que creo que explicará la necesidad de tanto secretismo.

Hizo saltar los cierres del maletín, lo entreabrió y rebuscó en su interior. Sacó un ejemplar de
Fortune
y se lo mostró brevemente.

En la cubierta aparecía el retrato de un hombre de unos cincuenta y tantos años, con el pelo prematuramente blanco y peinado con raya en medio. Tenía un aspecto un tanto anacrónico, a Logan le recordó a los estudiantes de las escuelas públicas de la era victoriana: Harrow, Eton o Rugby. Era delgado, un rasgo acentuado por el fuerte contraluz de la fotografía. Sus suaves facciones, casi femeninas, contrastaban con su curtida piel, como si hubiera estado expuesta al sol y los elementos. Aunque no sonreía, en sus ojos azules brillaba una chispa de humor, como si se reservara para sí algún tipo de gracia que no deseaba compartir con el mundo.

Logan lo reconoció y, tal como había dicho Rush, buena parte del misterio quedó explicado. Era el rostro de H. Porter Stone, sin duda el cazador de tesoros más rico y más famoso del mundo. Aunque, en opinión de Logan, llamarle «cazador de tesoros» era injusto: Stone había estudiado arqueología y había dado clases de su especialidad en la UCLA antes de descubrir dos galeones españoles hundidos en aguas internacionales en 1648. Aquellos dos barcos —abarrotados de oro y plata de las colonias— no solo lo hicieron inmensamente rico sino también famoso. Una notoriedad que no hizo sino aumentar con sus posteriores descubrimientos: un mausoleo inca con su correspondiente tesoro escondido en un paso montañoso situado a treinta kilómetros de Machu Picchu; y, después de eso, un inmenso alijo de piedras de jabón talladas con forma de pájaros, animales y figuras humanas que desenterró de las ruinas primitivas del Gran Zimbawe. A estos hallazgos les siguieron otros en rápida sucesión. «¿Qué antigua civilización saqueará ahora?», preguntaba el encabezamiento de la portada.

—¿A eso es a lo que vamos? —preguntó Logan con incredulidad—. ¿A una caza de tesoros? ¿A una excavación arqueológica?

Rush asintió.

—Un poco de las dos cosas, en realidad. El último proyecto de Stone.

—¿De qué va?

—No tardarás en conocer los detalles.

Rush volvió a abrir el maletín. Logan le echó un vistazo y vio que deslizaba la revista entre un delgado fajo de papeles, lo vio de refilón, pero le pareció que los papeles estaban llenos de jeroglíficos.

Rush cerró el maletín.

—Lo que sí puedo decirte es que se trata de la mayor expedición que Stone haya organizado. Y también de la más secreta. Además de la habitual necesidad de trabajar con la mayor discreción, existen ciertas cuestiones de tipo logístico que no son las habituales.

Logan asintió. No le sorprendía. Las expediciones de Stone llamaban cada vez más la atención tanto de la prensa como de los intrusos. En la actualidad, en lugar de supervisar las excavaciones personalmente, Stone se había hecho famoso por su tendencia a recluirse y por dirigir los trabajos a distancia, con frecuencia desde la otra punta del mundo.

—Tengo que preguntártelo. ¿Qué interés tienes exactamente en todo esto? No puede estar relacionado con el centro que has fundado. Cualquier cuerpo que haya podido encontrar Stone llevará muerto muchísimo tiempo.

—Soy el médico oficial de la expedición. Pero también tengo otro interés indirecto. —Rush vaciló—. Verás, de verdad que no pretendo ser reticente, pero hay cosas que no puedes saber hasta que llegues al lugar. Puedo adelantarte que en la excavación, durante la última semana, se han presentado ciertos aspectos… peculiares. Ahí es donde entras tú.

—Vale. Entonces te haré una pregunta a la que quizá sí puedas responder. Cuando estuvimos en tu despacho mencionaste que antes de fundar el centro fuiste anestesista. Si es así, ¿cómo es que estabas trabajando en Urgencias el día en que llevaron a tu mujer? Eso es algo que ya hiciste en tu época de estudiante.

La sonrisa desapareció del rostro de Rush.

—Esta es una pregunta que solía oír todo el tiempo, al menos hasta la ECM de Jennifer. Aunque siempre daba una respuesta evasiva. El hecho es que estudié para ser especialista de Urgencias, pero por alguna razón nunca llegué a acostumbrarme a la muerte. —Meneó la cabeza—. Irónico, ¿no te parece? Bueno, lo cierto es que me las apañaba con los casos de muerte por causas naturales: cáncer, neumonía, nefritis. Pero los casos de muerte violenta y repentina…

—Para un médico de Urgencias eso es un serio inconveniente —repuso Logan.

—Tú lo has dicho. Fue ese miedo a la muerte, el miedo a tener que enfrentarme a ella, lo que me llevó a cambiar de especialidad y a convertirme en anestesista. Aun así, la cuestión siempre me ha perseguido. Huir no me sirvió de nada. Tenía que ser capaz de mirar a la muerte a la cara. De manera que para no rendirme, por así decirlo, hacía el turno de Urgencias un viernes sí y otro no. Era como llevar una especie de cilicio.

—O como Mitrídates —comentó Logan.

—¿Quién?

—Mitrídates, el sexto rey del Ponto. Vivía con el miedo constante de que lo envenenaran, de modo que intentó inmunizarse tomando dosis no letales de veneno todos los días para que su cuerpo se acostumbrara.

—Tomar veneno para desarrollar inmunidad… Sí, suena parecido a lo que hacía yo —convino Rush—. En cualquier caso, tras la experiencia con mi mujer, abandoné por completo la práctica de la medicina y fundé la clínica. He dejado de luchar contra mi aversión a la muerte y le he dado la vuelta. Ahora estudio a los que han escapado de su fatal abrazo.

—Quería preguntártelo: ¿por qué fundaste tu propia clínica? Tengo entendido que hay numerosas instituciones que se dedican a las ECM. Muchos estudiantes se especializan en esa materia y en estudios de la conciencia.

—Es cierto. Pero ninguna organización es tan importante ni está tan especializada como el CET. Además, hemos abierto vías de estudio realmente únicas.

Rush se disculpó un momento, y Logan contempló la negrura que se divisaba por la ventanilla. Era una noche despejada, y un breve examen de las estrellas le indicó que viajaban hacia el este. Pero ¿adónde exactamente? Al parecer Porter Stone había enviado expediciones a todos los rincones del globo: Perú, Tíbet, Camboya, Marruecos. Aquel hombre tenía lo que a la prensa le gustaba llamar «el toque del rey Midas»: parecía que todos sus proyectos se convertían en oro.

Logan pensó en el maletín y en los papeles llenos de jeroglíficos. Luego cerró los ojos.

Cuando despertó era por la mañana. Se estiró, cambió de postura en el asiento y miró de nuevo por la ventanilla. Bajo el avión distinguió un ancho río cuyas orillas estaban cubiertas de verdor. Más allá se extendía un paisaje árido. Entonces se quedó de piedra. En el horizonte divisó una forma tan monolítica como inconfundible: una pirámide.

—Lo sabía —musitó.

Rush, que estaba sentado al otro lado del pasillo, lo oyó y lo miró.

—Estamos en Egipto —dijo Logan.

El médico asintió.

A pesar de su deliberado estoicismo, Logan experimentó un cosquilleo de placer.

—Siempre había querido trabajar en Egipto.

Rush suspiró, en parte porque le hacía gracia y en parte, quizá, porque lo lamentaba.

—Siento decepcionarte, Jeremy —dijo—, pero lo cierto es que no es algo tan sencillo como Egipto.

3

L
OGAN había visitado El Cairo solo en una ocasión, cuando siendo estudiante tuvo que documentarse acerca de los movimientos de los soldados frisios durante la Quinta Cruzada. Sin embargo, mientras circulaban por la autopista que salía del Aeropuerto Internacional pensó que los coches que había visto veinte años atrás eran los mismos que en ese momento llenaban las calles. Viejos Fiat y Mercedes con abolladuras y algún faro roto zigzagueaban frenéticamente y se abrían paso por improvisados carriles a cien por hora. Adelantaron autobuses, destartalados y herrumbrosos, con gente agarrada precariamente a los marcos vacíos de las inexistentes puertas. De vez en cuando Logan veía algún sedán último modelo, reluciente y casi siempre negro. Aparte de esas excepciones, el tráfico parecía un febril anacronismo, una cápsula del tiempo de una era anterior.

Logan y Rush, en el asiento trasero del coche, contemplaban el entorno en silencio. El equipaje de Logan se había quedado en el avión, y el chófer —un egipcio que conducía un Renault apenas más nuevo que los demás coches que los rodeaban— había salido con mano experta del laberinto de carreteras y cruces que rodeaba el aeropuerto y en esos momentos se acercaba al centro de la ciudad. Logan observó bloque tras bloque los casi idénticos edificios de cemento, de color mostaza y de unas seis plantas de altura. Había ropa tendida en los balcones; las ventanas estaban cubiertas por lonas con todo tipo de anuncios. Antenas parabólicas adornaban las planas azoteas, e innumerables cables colgaban entre los edificios. Un leve manto anaranjado parecía cubrirlo todo. El calor, el imperturbable sol, era implacable. Logan se asomó a la ventanilla y contuvo la respiración ante el fuerte olor a diésel.

—Catorce millones de personas —dijo el doctor Rush mirando en la misma dirección— apelotonadas en una ciudad de quinientos kilómetros cuadrados.

—Si nuestro destino no es Egipto, ¿qué hacemos aquí?

—Solo es una breve parada. Volveremos a estar en el aire antes del mediodía.

El tráfico se hizo más denso cuando se internaron en las calles del centro y dejaron atrás la autopista. A Logan los cruces le hicieron pensar en la entrada del túnel Lincoln: decenas de coches intentaban apretujarse en uno o dos carriles. Las aceras estaban llenas de peatones que aprovechaban los atascos para cruzar sorteando los vehículos por milímetros. En el centro de la ciudad los edificios eran un poco más altos y recordaban vagamente el estilo arquitectónico de la Rive Gauche. Las medidas de seguridad eran cada vez más evidentes: había garitas con policías de uniforme en numerosas intersecciones, y tanto los hoteles como los grandes almacenes tenían barreras de hormigón ante la entrada para evitar atentados con coches-bomba. Pasaron frente a la embajada de Estados Unidos, una fortaleza erizada de ametralladoras del calibre 50.

Minutos después, el coche se detuvo bruscamente junto a la acera.

—Ya hemos llegado —anunció Rush mientras abría la puerta.

—¿Adónde?

—Al Museo Egipcio. —Rush salió del vehículo.

Logan lo siguió procurando evitar las concentraciones de gente y los coches que circulaban casi rozándole la camisa. Contempló el edificio de piedra caliza que se alzaba al otro lado de los jardines de la entrada. También había estado allí durante su visita como estudiante. El cosquilleo de emoción que había experimentado en el avión se hizo más fuerte.

Cruzaron la verja y sortearon la miríada de vendedores ambulantes que ofrecían camellos de juguete y pirámides que brillaban en la oscuridad. Ráfagas de frases en árabe dichas a toda velocidad asaeteaban a Logan desde todas partes. Pasaron ante el grupo de guardias que vigilaban la entrada principal y, justo antes de entrar, Logan oyó una voz amplificada que se alzaba por encima del tumulto del tráfico y la algarabía de los turistas. Era el canto del muecín que llamaba a la oración desde la mezquita de la plaza de Tahrir. Se detuvo un momento para escuchar y oyó que otra mezquita daba la réplica, y después otra, y así sucesivamente, hasta que el eco de los muecines se extendió por toda la ciudad.

Notó que le tiraban del brazo. Era Rush. Se dio la vuelta y entró en el museo.

El antiguo edificio se hallaba abarrotado a pesar de lo temprano de la hora, pero las sudorosas multitudes todavía no habían calentado las galerías de piedra. Tras la ardiente luz del sol, el interior del museo estaba casi a oscuras. Atravesaron la planta baja entre innumerables estatuas y tablillas de piedra. A pesar de los carteles que prohibían hacer fotos y tocar las piezas expuestas, Logan vio que muchas de ellas no estaban herméticamente cerradas y que mostraban señales de haber sido muy manoseadas. Dejaron atrás la última galería y subieron por una amplia escalinata hasta el primer piso, donde las hileras de sarcófagos montados sobre bases de piedra parecían centinelas del mundo de las sombras. A lo largo de las paredes había grandes aparadores de cristal, cerrados con simples sellos de alambre y plomo, donde se exhibían todo tipo de objetos funerarios de oro y porcelana.

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