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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

La tierra en llamas (2 page)

BOOK: La tierra en llamas
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—En el año de Nuestro Señor de 892, mi señor —respondió el muchacho, atemorizado.

—¿Qué es, pues, lo que estáis copiando? —insistí, pasando rápidamente los pliegos del pergamino que reproducía.

—Un cronicón —repuso el anciano monje, en su lugar—; los anales de Mercia, mi señor. Es el único ejemplar que existe, y estamos haciendo una copia.

Volví los ojos a la página que el joven acababa de escribir.

—¿De modo que fue Etelredo quien libró a Wessex de aquel ataque? —pregunté sin ocultar mi indignación.

—Así fue, mi señor —contestó el viejo—, con la ayuda de Dios.

—¿De Dios? —refunfuñé—. ¡Decid más bien con mi ayuda! ¡Fui yo quien libró aquella batalla, no Etelredo!

Ninguno de los monjes se atrevió a despegar los labios. Se me quedaron mirando. Exhibiendo una feroz sonrisa que dejaba al descubierto una boca medio desdentada, uno de mis hombres se apostó en uno de los extremos del claustro.

—¡Yo sí que estuve en Fearnhamme! —continué, haciéndome con aquella única copia de los anales de Mercia y pasando sus rígidos folios con rapidez: Etelredo, Etelredo, Etelredo…, y ni una palabra de Uhtred, apenas alguna que otra mención de Alfredo, y tampoco nada de Etelfleda; sólo Etelredo. Llegué, por fin, a la página que refería los sucesos posteriores a la contienda de Fearnhamme. «En aquel año —seguí leyendo en voz alta—, por la gracia de Dios, lord Etelredo y Eduardo el Heredero condujeron a los hombres de Mercia hasta Beamfleot, donde Etelredo causó gran carnicería entre los paganos, arrebatándoles un enorme botín.» ¿Así que Etelredo y Eduardo estaban al frente de aquel ejército? —pregunté al anciano monje, sin quitarle los ojos de encima.

—Eso es lo que se consigna ahí, mi señor —repuso azorado, sin el menor asomo de la altanería de que había hecho gala antes.

—¡Yo estaba al mando de aquellos hombres, malnacido! —exclamé irritado, al tiempo que me hacía con las páginas copiadas y la crónica original, dispuesto a arrojarlas al brasero.

—¡No! —gritó el viejo, con voz desesperada.

—Es una sarta de mentiras —repliqué.

—Son crónicas recopiladas y conservadas durante cuarenta años, mi señor —reconoció con humildad, al tiempo que alzaba una mano suplicante—. ¡Son la historia de nuestro pueblo! ¡Es la única copia que conservamos!

—Una sarta de mentiras —repetí—. Yo estuve allí. Yo estuve en lo alto de la colina de Fearnhamme y en la poza de Beamfleot. ¿Acaso podríais vos decir lo mismo?

—Sólo era un niño, mi señor —repuso estremecido al ver que me disponía a arrojar los manuscritos al fuego; trató de rescatar los pergaminos, pero le obligué a apartar las manos.

—Yo estuve allí —insistí, mientras contemplaba cómo se oscurecían, se retorcían y crepitaban aquellos documentos antes de que el fuego se enseñorease de sus bordes—. De sobra sé lo que me digo.

—¡El trabajo de cuarenta años! —exclamó el anciano monje, sin dar crédito a lo que estaba viendo.

—Si de verdad queréis saber lo que pasó, daos una vuelta por Bebbanburg y yo mismo os lo contaré.

Ni que decir tiene que nunca más volví a saber de ellos. Por supuesto, no fueron a verme.

Pero yo sí que estuve en Fearnhamme, donde da comienzo este relato.

C
APÍTULO
II

Una mañana de otros tiempos, yo era joven, y el mar, ni más ni menos que un estallido de reflejos plateados y rosados que centelleaban bajo jirones de bruma que emborronaban el litoral. Al sur, Cent; al norte, Anglia Oriental; Lundene, a mis espaldas, y el sol, alzándose en el cielo, encendiendo las contadas y minúsculas nubes que se resistían al avance del amanecer de un día radiante.

Estábamos en el estuario del Temes. Iba a bordo del
Seolferwulf,
una embarcación de factura reciente que hacía agua, como todas las que acaban de dejar la grada. Lo habían construido unos artesanos frisios con madera de roble de singular blancura; de ahí, el nombre que le había puesto,
Lobo plateado.
Siguiendo nuestra estela venían el
Kenelm,
así llamado en honor de alguno de los santos mártires que veneraba el rey Alfredo, y el
Dragón errante,
un barco que habíamos arrebatado a los daneses, una espléndida nave, como sólo ellos saben construirlas: elegante depredadora, de fácil manejo y letal en combate.

El
Lobo plateado
era también una maravilla: larga quilla, manga ancha, proa enhiesta. Lo había costeado con mi dinero; de mi bolsa había salido el oro con que pagué a los carpinteros frisones, sin perderlo de vista ni un momento mientras crecían sus cuadernas, como una piel las recubría el maderámen de cubierta, y coronada con una cabeza de lobo esculpida en roble también y pintada de blanco, en la que asomaba una lengua roja, con unos ojos también rojos y unos colmillos amarillos, su orgullosa proa se alzaba por encima de la grada del astillero. El obispo Erkenwald, señor de Lundene, me había echado en cara que no hubiese pensado en el nombre de algún melindroso santo cristiano, al tiempo que ponía en mis manos un crucifijo con la pretensión de que lo clavase en el mástil de la nave. En vez de eso, prendí fuego a su dios y su cruz de madera, mezclé las cenizas con manzanas en mal estado y se las eché de comer a mis dos cerdas. Yo soy fiel devoto de Thor.

Aquella lejana mañana, cuando todavía era joven, surcábamos aquel mar de color rosa y plateado rumbo al este. La cabeza de lobo que coronaba la proa iba cubierta con una frondosa rama de roble, que daba a entender que no albergábamos intenciones de atacar, aunque mis hombres vestían cota de malla y habían colocado armas y escudos junto a los remos. En el altillo del timón, Finan, mi lugarteniente, permanecía en cuclillas a mi lado y, entretenido, escuchaba al padre Willibald, que hablaba por los codos.

—Otros daneses han aceptado la misericordia de Cristo, lord Uhtred —dijo una vez más, una insensatez que repetía sin cesar desde que habíamos zarpado de Lundene; yo se lo consentía porque me caía bien: era un hombre impetuoso, incansable y animoso—. ¡Con la ayuda de Dios —insistía—, llevaremos la luz de Cristo a esos paganos!

—¿Por qué será que los daneses no nos mandan misioneros? —le pregunté.

—Porque Dios no lo permite, mi señor —repuso Willibald, comentario que fue recibido con enérgicos gestos de aprobación por parte de su compañero, un cura cuyo nombre olvidé hace mucho.

—¿No será que tienen mejores cosas en qué pensar? —apunté.

—Si los daneses tienen oídos para escuchar, mi señor —replicó muy convencido de lo que decía—, ¡recibirán el mensaje de Cristo con alegría y regocijo!

—Estáis como una cabra, padre —le dije con cariño—. ¿Sabéis cuántos misioneros de Alfredo se han llevado por delante?

—Debemos estar preparados para recibir el martirio, mi señor —contestó el religioso, con un deje de inquietud.

—Les rajan sus clericales barrigas —añadí con toda intención—, les sacan los ojos, les cortan las gónadas y les arrancan la lengua. ¿Os acordáis de aquel monje que nos encontramos en Yppe? —le pregunté a Finan, mi lugarteniente, un proscrito irlandés que, si bien educado en la fe cristiana, profesaba una religión tan entreverada de mitos populares que apenas tenía que ver con la doctrina que el padre Willibald predicaba—. ¿Cómo murió aquel infeliz?

—Lo despellejaron vivo. ¡Pobre diablo! —repuso Finan.

—¿No comenzaron por los dedos de los pies?

—Así es; lo desollaron lentamente. Debieron de dedicarle unas cuantas horas —aclaró Finan.

—Pero no le arrancaron la piel; no es posible desollar a un hombre como a un cordero —apunté.

—Cierto —convino Finan—. Hay que despegársela. ¡Hay que tener mucha fuerza para hacer una cosa así!

—Era un misionero —le aclaré a Willibald.

—Y un bienaventurado mártir también —añadió Finan, que se lo estaba pasando en grande—. El caso es que, al final, debieron de aburrirse, porque lo remataron, aserrándole la barriga.

—¿No fue a hachazos? —pregunté como si nada.

—No; utilizaron una sierra, mi señor —replicó Finan, con malévola sonrisa—; lo abrieron en canal con una sierra de enormes dientes.

El padre Williald, que siempre sucumbía al mareo cuando iba en barco, fue dando tumbos hasta uno de los costados de la nave.

Pusimos rumbo sur. Con sus bancos de arena y sus fuertes corrientes, el estuario del Temes es un mar traicionero, pero llevaba cinco años surcando aquellas aguas y apenas necesitaba fijarme siquiera en mis lugares de referencia en tierra para saber que nos dirigíamos a la costa de Scaepege. De repente, frente a nosotros, entre dos barcos varados apareció el enemigo, los daneses. Debían de ser un centenar o más, todos pertrechados con cotas de malla, yelmos y relucientes armas.

—Disponemos de hombres suficientes para acabar con ellos —le susurré a Finan.

—¡Quedamos en que veníamos en son de paz! —nos recordó el padre Willibald, mientras se limpiaba los labios con la manga de la sotana.

Así era, en realidad, y así lo hicimos.

Ordené que el
Kenelm
y el
Dragón errante
se quedasen por las marismas próximas a la costa, mientras el
Lobo plateado
se dirigía hacia el suave promontorio de arena que se alzaba entre los dos buques daneses. Con un siseo de los remos, la nave se dejó llevar por su propio impulso hasta encallar. La marea estaba subiendo, de modo que estaría a buen resguardo durante un rato. Salté, pues, desde la proa y fui a parar a un cenagal fangoso y profundo por el que, a zancadas, llegué a tierra firme, donde aguardaban nuestros enemigos.

—¡Mi lord Uhtred! —exclamó el jefe de los daneses a modo de saludo, muy sonriente y con los brazos abiertos; rechoncho, de cabellos rubios y mandíbula cuadrada, con una barba dividida en cinco gruesas coletas, rematadas con broches de plata, llevaba en los antebrazos unos relucientes brazaletes de oro y de plata, y lucía un tahalí con tachones de oro del que pendía una maciza espada de hoja ancha; tenía todo el aspecto de ser un hombre al que le iban bien las cosas, lo cual era cierto; su semblante dejaba traslucir una franqueza capaz de inspirar confianza, lo que ya no lo era tanto—. ¡Encantado de volver a veros —añadió con una amplia sonrisa—, mi viejo y apreciado amigo!

—Jarl
Haesten —repuse, otorgándole el tratamiento que sabía que más le complacía, aunque para mis adentros pensase que no era sino un pirata.

Lo conocía desde hacía muchos años. En cierta ocasión y como culminación de un día nefasto, le había salvado la vida; desde entonces, había tratado de acabar con él, pero siempre se las había apañado para salir de rositas. Se me había escapado de entre las manos cinco años antes y, por lo que me habían contado, desde entonces se había dedicado al pillaje por tierras de los francos, donde había amasado una fortuna, había hecho otro hijo a su mujer, se había puesto a la cabeza de una hueste guerrera y se había presentado en Wessex con una flota de ochenta barcos.

—Confiaba en que fuerais vos el emisario de Alfredo —dijo, al tiempo que me tendía la mano.

—Si Alfredo no me hubiese ordenado que viniese en son de paz —repliqué, mientras se la estrechaba—, a estas alturas no conservaríais la cabeza encima de los hombros.

—Ladráis mucho —contestó con una risotada—. Aunque ya se sabe: perro ladrador, poco mordedor.

Pasé por alto el comentario. No había ido en busca de pelea, sino para cumplir el encargo que me había hecho el rey Alfredo de llevar misioneros a Haesten. Mis hombres habían ayudado a bajar a tierra a Willibald y a su acompañante, que, a mis espaldas, esbozaban nerviosas sonrisas de circunstancias. Habían resultado elegidos porque hablaban danés. También llevaba para Haesten un mensaje en forma de rico presente, que desdeñó con calculada indiferencia, insistiendo en que lo acompañase hasta su campamento antes de entregárselo.

Scaepege no era el campamento principal de Haesten, que se encontraba más al este, en una playa protegida por un fortín de nueva planta donde había dejado los ochenta barcos a buen recaudo. Nada más lejos de su intención que llevarme a aquel lugar. De ahí su insistencia en verse con los enviados de Alfredo en los desolados parajes de Scaepege, tierra de humedales, cañaverales y cenagosas marismas incluso en verano. Había llegado dos días antes, con tiempo para levantar una especie de fuerte, rodeando un promontorio con una cerca de maleza de espino, donde había plantado dos tiendas de lona.

—Comamos algo antes, mi señor —añadió con gesto pomposo, señalando una mesa montada sobre unos caballetes, rodeada de una docena de taburetes. Finan, dos de mis hombres y los dos curas venían conmigo; Haesten dejó muy claro que de ninguna manera pensaba compartir mesa con los clérigos—. No me fío ni un pelo de esos hechiceros cristianos —adujo—, así que tendrán que conformarse con el suelo.

El festín consistió en un guiso de pescado y un pan más duro que una piedra, servido por unas esclavas sajonas medio desnudas; ninguna tendría más de catorce o quince años. Pendiente de mí, Haesten no dudaba en humillarlas para exasperarme.

—¿Son de Wessex? —me interesé.

—Por supuesto que no —respondió, como si la pregunta estuviera fuera de lugar—. Las capturé en Anglia Oriental. ¿Os gusta alguna, mi señor? Fijaos en esa preciosidad, ¡esos pechos tan firmes como manzanas!

Le pregunté a la muchacha de los pechos pequeños y prietos dónde la habían capturado. Tan asustada estaba que, en vez de responder, se limitó a menear la cabeza sin decir nada, y me sirvió cerveza endulzada con bayas.

—¿De dónde eres? —insistí una vez más.

Haesten miró a la muchacha, regodeándose en sus pechos con parsimonia.

—Responde al señor —le dijo en inglés.

—No lo sé, mi señor —dijo la chica.

—¿De Wessex? ¿De Anglia Oriental? —volví a preguntarle—. Dime de dónde procedes.

—De una aldea, mi señor —contestó. No sabía nada más, así que bastó un gesto para que se retirase.

—Confío en que vuestra esposa se encuentre bien —me comentó, sin dejar de mirar a la joven mientras se alejaba.

—Así es.

—Me alegra oír eso —dijo en un tono bastante sincero, antes de entornar los ojos con picardía—. ¿Qué mensaje me traéis de parte de vuestro señor? —me preguntó, llevándose una cucharada del caldo del guiso de pescado a la boca, al tiempo que unos chorretones le caían por la barba.

—Que os alejéis de Wessex —respondí.

—¿Que me vaya de Wessex? —Parecía consternado, como si no acabara de creerse lo que acababa de oír, mientras con la mano apuntaba los desolados marjales que nos rodeaban—. ¿Qué hombre en su sano juicio querría alejarse de estos contornos, mi señor?

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