Read La verdad de la señorita Harriet Online

Authors: Jane Harris

Tags: #Intriga

La verdad de la señorita Harriet (17 page)

BOOK: La verdad de la señorita Harriet
4.73Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Ella no se ha comido las aves, por supuesto. Sería una estupidez. No sé por qué he mencionado siquiera su peso. Tiene unas facciones muy agradables, y, más allá de las arrugas del entrecejo y la papada, se ve que debió de ser muy guapa de joven. Me descubro preguntándome por qué no se ha casado nunca. Tal vez estuvo casada una vez y enviudó; pero no ha mencionado ningún marido y se hace llamar «señorita Whittle». Sin fisgonear, he tratado en varias ocasiones de preguntarle acerca de su vida, la familia de la que viene y demás, pero sigue reacia a hablar. Sospecho que de haber podido, habría tenido hijos.

Es inquietante oírla charlar con Maj y Layla como si estos pudieran entenderla. Comprueba el comedero y el bebedero con una frecuencia que raya en la obsesión, y últimamente me he dado cuenta de que —aunque le he pedido que no lo haga— a veces, cuando cree que estoy echando una cabezada, cierra la ventana del comedor y suelta a los pájaros. De cualquier modo, les ha prestado demasiada atención, en general, y se ocupa de ellos de un modo que no me parece muy saludable. Es imposible no sacar ciertas conclusiones, sobre todo tras nuestro reciente disgusto.

Todo empezó hace unos diez días, cuando Sarah apareció en el umbral de mi sala de estar y pronunció las siguientes palabras:

—¡Bueno, no se creerá lo que esos pájaros han hecho ahora!

Con paciencia, bajé el libro. Hace siete años que tengo a Maj y a Layla, y estoy familiarizada con sus pequeñas excentricidades, pero Sarah, siendo recién llegada, todavía tiene la capacidad para dejarse sorprender por ellos.

—¿Qué han hecho?

En lugar de responder, Sarah desapareció corriendo por el pasillo y me vi obligada a dejar el libro y seguirla hasta el comedor. Cuando llegué allí, los pájaros estaban, como siempre, dentro de la jaula; Maj se rascaba debajo del ala mientras Layla tan pronto sacudía su pequeña cabeza como picoteaba el alpiste. Sarah se había detenido frente a un extremo del aparador, que había apartado unas pulgadas de la pared. Sonreía.

—Mire —dijo, señalando hacia las sombras.

Se me cayó el alma a los pies, ya que tenía una idea de qué podía haber encontrado, pero solo para asegurarme me acerqué a ella y miré detrás del aparador. Allí, justo en el zócalo, había un pequeño nido hecho de borras de relleno de crin de caballo, pedazos de periódico y unos cuantos envoltorios de caramelo. En el centro había tres huevos de un blanco azulado y moteados.

—Cielos.

—¿No son diminutos? —susurró Sarah.

Noté el calor que emanaba de su cuerpo. Su suéter desprendía un fuerte olor a humedad.

—Ya lo creo.

—Esos son los envoltorios de mis tofes, ¿sabe? Y los compré hace unas cuantas semanas; no eran muy buenos. Debe de haber tardado años en construirlo con todo lo que hemos ido tirando a la papelera. Me preguntaba qué hacía allí detrás todas las tardes.

Eso era un largo discurso para Sarah. Se la veía más animada que nunca. Suspiré.

—¡Pero, Sarah! ¿No le pedí que no los soltara a menos que yo estuviera con usted?

Ella frunció el entrecejo con cierto aire de culpabilidad.

—Lo siento, solo lo he hecho unas pocas veces. Siempre cierro la ventana si abro la jaula…, lo siento.

Sintiéndome bastante desgraciada, cogí el nido y lo puse encima del aparador. Había algo cómico en él. ¡Pobre Layla! Seguramente había arrancado el relleno de una silla para construirlo. También había utilizado un viejo cordón de zapato y varios filtros de cigarrillo, que debía de haber robado de los ceniceros.

—Santo cielo. Construyen nidos si no los vigilas. Ya lo ha hecho otras veces.

—¿De veras?

—Sí, aquí detrás del aparador y un par de veces detrás del sofá. No se puede perder de vista a Layla. Me rompe el corazón hacer esto. Además, lo más probable es que no estén bien. Pero hay que hacerlo por si acaso, querida.

Y entonces hice lo correcto, tal como había hecho en las ocasiones anteriores, siguiendo el consejo del veterinario. Cogí con gran aprensión los pequeños huevos, uno por uno, y los sacudí hasta que oí un ruidito líquido.

—Ya está —dije, y suspiré mientras los devolvía al nido—. Ahora ya no los empollarán. Podemos dejar el nido un tiempo en el suelo. La pobrecilla se posará sobre los huevos, pero cuando vea que no se abren, se aburrirá y podremos retirar con discreción el nido. —Me volví hacia Sarah. Se había quedado demudada—. Lo sé, es horrible. ¡Aterrador! Cuando el veterinario me dijo lo que tenía que hacer, me quedé horrorizada. Pero hay que hacerlo y supongo que ya me he acostumbrado a ello. No podemos tener más pájaros, querida. Crían muchísimo. Nos invadirían en poquísimo tiempo. Con dos tenemos más que suficiente.

Sarah no dijo una palabra; se limitó a mirarme con reproche y luego salió del comedor.

Desde entonces la oigo hablar de vez en cuando con los pájaros con tono tranquilizador, como si fueran las víctimas de alguna atrocidad. Ella no se da cuenta de que los verderones son unas pequeñas almas fuertes; no me sorprendería que se hubieran olvidado ya de esos huevos. Lo que hice no es más que una práctica habitual; la mayoría de los dueños de pájaros hacen algo parecido. No solo eso, sino que los huevos probablemente ya estaban muertos, puesto que Layla solo podía haberlos empollado unos minutos.

Traté de contarle todo eso a Sarah pero por el momento continúa meditabunda; sospecho que esa preocupación por los pájaros está relacionada con traer un hijo al mundo. Como consecuencia no puedo enfadarme con ella y, si soy sincera, lamento mucho haber seguido el consejo del veterinario, o al menos haberlo hecho delante de Sarah sin previo aviso. Personalmente, no he podido mirar siquiera un huevo duro desde entonces.

Si los pájaros vuelven a poner, puede que deje que Sarah se quede con los polluelos. No hay razón para que no tenga un pájaro en una jaula; podría colocarla en la cocina. Pero dudo que pongan más huevos. Maj y Layla ya son bastante mayores para esa actividad. Sospecho que esta nidada de tres era un último intento moribundo de procrearse.

Desde el incidente del huevo, mi relación con Sarah ha sido tensa. Todavía estoy un poco irritada por el hecho de que soltara a los pájaros, desoyendo mis instrucciones específicas. De hecho, he empezado a preguntarme si ha sido del todo honesta conmigo en otros sentidos. ¿Es realmente de fiar? Por ejemplo, aunque hasta ahora no le había dado importancia, he notado unas cuantas incoherencias en su forma de hablar. Reconozco que cuando vino a vivir aquí apenas me fijé en su acento. Desde luego, no es cockney. De entrada, sonó a mis oídos como otras muchas mujeres de su clase, nacidas y criadas no en Londres sino en los condados de alrededor, o en alguna parte del sur. Intenta hablar bien, pero el resultado final es una pronunciación bastante anodina, a veces un poco forzada. Sin embargo, con el paso de las semanas, he empezado a notar que hay algo extraño en sus vocales. La palabra «pájaro», por ejemplo, nunca suena del todo bien.

El viernes por la noche, estaba echando una cabezada en mi habitación cuando Sarah llamó a la puerta y me pidió permiso para dar fruta a los verderones. Se alimentan principalmente de alpiste, pero les encanta la fruta. Lockwood, el dueño de la tienda de comestibles, fue lo bastante amable para guardarme una caja de manzanas coxes el pasado invierno. Aunque las manzanas que sobraron están ahora arrugadas, todavía pueden comerse y, una o dos veces a la semana dejamos media en la jaula, y Maj y Layla picotean la pulpa. En cualquier caso, ahí estaba Sarah en mi puerta, diciendo:

—¿Le importunaría si le diera manzana a los pájaros?

Aparte de la construcción de la frase, allí estaba de nuevo la extraña pronunciación de la palabra «pájaro», con los sonidos vocales extrañamente acortados y tal vez hasta una ligera vibración de la «r». Pasando por alto la pregunta, por el momento, dije:

—Sarah, no consigo situar su acento. ¿De dónde es usted?

—De por ahí —respondió ella, luego clavó los dientes en el labio inferior.

—Pero ¿de dónde en concreto? No es usted de Londres, ¿verdad?

—Nací en el West Country, señorita, como le dije, pero he vivido en otras partes, Londres, Colchester, Sevenoaks, Woking…

—Entiendo… ¿Iba con su familia?

—Para trabajar.

Me incorporé, bostezando, y me puse las zapatillas.

—¿Dónde en el West Country, querida?

—Dorset.

—¡Ah! Qué bonito condado… ¿En qué parte? Conozco Swanage.

—Está más cerca de Weymouth. Es un lugar pequeño, no habrá oído hablar de él.

—Pero ¿cómo se llama el pueblo?

Ella tardó unos minutos en responder:

—Langton Herring.

Un nombre tan absurdo que se me ocurrió que tal vez se lo había inventado. Le hice unas cuantas preguntas más sobre su familia, y sus respuestas siguieron siendo cautas. Me dijo que sus padres habían muerto. Logré sonsacarle un poco más. A mi modo de ver, todo suena como algo sacado de un cuento de hadas. Afirma haber crecido en una pequeña casa de campo junto a un lago; su padre era zapatero y su madre lavaba ropa. Me sentí tentada a preguntar: ¿Y sus abuelos eran elfos? Logré contenerme justo a tiempo.

Tengo que reconocer que mientras hablaba sobre Dorset y su familia, su pronunciación se decantó hacia la del West Country; pero poco después pareció olvidarla y retomó su acento anodino, con las vocales desconcertantes. De un tiempo a esta parte, la forma en que me mira también es algo inquietante. Hay algo realmente duro en su mirada.

El sábado, mientras Sarah estaba fuera comprando, telefoneé a Burridge, la agencia de colocación, y les pedí que volvieran a enviarme las cartas de recomendación en un sobre en blanco en el que no apareciera el nombre de la agencia ni su dirección. Estipulé esto porque Sarah es a menudo la primera en ver el correo cuando llega y no tenía ningún deseo de alarmarla sin necesidad. Solo quería comprobar sus referencias, algo que debería haber hecho antes de contratarla, pero en aquel momento estaba ocupada y di por hecho que las cartas eran de fiar.

La señora Clinch, la directora de la agencia, arrastra las palabras al hablar de un modo afectado y nasal, y salta a la vista que no tiene una gran opinión de los ancianos, porque suele hablar conmigo muy despacio y muy alto, como si fuera medio boba y sorda.

—¿Hay algún problema? —gritó, en respuesta a mi petición.

—No, no hay ningún problema. Solo quiero que me envíe las cartas en un sobre sin remite y sin que aparezca el nombre de la oficina.

—Señorita Baxter, estoy consultando el casillero…

—¿El qué?

—¡El casillero!

La había oído perfectamente; pero no podía creer que a alguien se le ocurriera llamar a un fichero el «casillero». Clinch tiene debilidad por su «casillero». Cuando se da aires de superioridad disfruto haciéndole que lo mencione.

—… y, según lo que aquí consta, usted ya ha recibido las referencias. Se las enviamos hace varias semanas, ¿no es así? Y usted nos las devolvió, querida, ¿lo recuerda? Las tengo delante de mí. Las referencias son buenas. ¿Está teniendo algún problema con la señorita Whittle?

—No, ninguno.

—Entonces, ¿por qué necesita las referencias, si me permite la pregunta?

—Solo me gustaría echarles otro vistazo. Creo que estoy en mi derecho. No veo por qué tiene que ser tan complicado.

—Bueno, puesto que la señorita Whittle está satisfecha, y usted está satisfecha…

—Las dos estamos satisfechas, muchas gracias.

—Bien, se las enviaré enseguida, querida.

—Y lo anotará en su, en su…

—Sí, lo anotaré en mi casillero. No tardará en recibirlas.

De hecho, llegaron el lunes. Quiso la suerte que Sarah también hubiera salido, esta vez a la tabacalera, pero me alegré al ver que, aparte de mi dirección, el sobre estaba en blanco. Había dos cartas de recomendación: una de una tal señorita Barnes, de Chepworth Villas, Londres, y otra de una tal señorita Clay, de Greenstead, Essex. Tal como recordaba de cuando las había leído en abril, las dos señoritas elogiaban las numerosas cualidades de Sarah y no dudaban en recomendarla (etcétera). Solo la dirección de Chepworth Villas iba acompañada de un teléfono. Me sentí tentada a marcarlo enseguida, pero Sarah podía regresar en cualquier momento; como quería hacer la llamada sin que nadie me molestara, esperé hasta la tarde, cuando mandé a Sarah de nuevo a la calle con una larga lista de preguntas sobre la economía de Escocia en el siglo pasado, y le pedí que no regresara hasta que tuviera todas las respuestas. No es que tenga un gran interés por la economía escocesa. Hay algunos datos que me gustaría realmente que comprobara, por supuesto, pero mi propósito principal al mandarla a la biblioteca era garantizar que estaba fuera del piso unas horas.

Una vez que se marchó, esperé por si volvía a buscar algo que hubiera olvidado. Cuando, después de veinte minutos, pareció que no iba a volver, llamé a Chepworth Villas.

La señorita Barnes era más joven de lo que esperaba. Me había imaginado que sería una señora más o menos de mi edad, pero parecía tener unos cuarenta años o incluso menos. Contestó ella misma el teléfono.

—¿Diga?

—¿Es usted la señorita Barnes…, la señorita Clara Barnes?

—Sí, yo misma.

Hablaba con una voz débil y aguda, y estaba sin aliento, casi como si hubiera estado ocupada en alguna actividad enérgica.

—Llamaba para preguntar por Sarah Whittle. Estoy considerando emplearla.

Tras un largo silencio, la mujer (con bastante cautela, me pareció) respondió:

—¿Sarah está… buscando trabajo?

—Sí. ¿La recomendaría?

—Ya lo creo —respondió de inmediato—. Es una gran chica. —Algo en esa frase me molestó. ¿Era así como se hablaba de los empleados hoy día? Continuó—: No dudo en recomendarla.

—Disculpe la pregunta, pero ¿podría decirme por qué se marchó?

La señorita Barnes enseguida pareció incómoda.

—Me temo…, lo siento, pero no recuerdo su nombre.

Casi me salió de los labios «Harriet Baxter», pero cambié de opinión. En ese momento se oyó un pequeño revuelo de pájaros en la casa vecina y tuve una idea.

—Me llamo Gillespie. La señora Madge Gillespie.

—Señora Gillespie, no se marchó por algo que ella hiciera, eso se lo puedo asegurar.

—¿No podría ser más… específica?

—Me temo que no.

—¿Debo entender que no le desconcertó su acento?

BOOK: La verdad de la señorita Harriet
4.73Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Other by David Guterson
Love and Respect by Emerson Eggerichs
Merger (Triple Threat Book 3) by Kit Tunstall, R.E. Saxton
Never Give In! by Winston Churchill
Wild Cherry by K'wan
The Final Deduction by Rex Stout
Alliance by Annabelle Jacobs
Stranded by Barr, Emily